“Mañana puedo a la mañana, y después hasta las 14. Luego tengo taller″. Cuando la busqué esa vez, ninguna de nuestras agendas coincidieron y, pese a que estábamos a muy pocas calles de distancia, no logramos encontrarnos. Una de mis razones para venir a Madrid era esa, justamente, poder verla a ella. Ya habíamos hablado antes, cuando le contacté para que me diera su opinión sobre una escritora francesa. “Quedó bien el artículo”, dijo entonces.
Supe de Valeria Correa Fiz por un libro de relatos que se publicó en 2016. El título me eclipsó de entrada: “La condición animal”. La leí entonces y me propuse entrevistarla, pero el día a día se llevó la idea y el tiempo pasó hasta que le volví a seguir la pista. Pasaron casi seis años en total.
Correa Fiz es argentina, argentinísima. Desde hace varios años reside en la capital de España. Es abogada de profesión, pero desde siempre la literatura ha sido su verdadera pasión y la escritura, su vocación. Empezó a pensarse como escritora, tan solo un año antes de que me encontrara con su obra; desde entonces ha publicado cuatro títulos.
“En lo de Clara Obligado doy clases presenciales”, dijo, intentando encontrar un espacio para vernos. Si no hubiese sido porque tenía agendado desde hacía un mes otro compromiso, el tiempo habría estado a nuestro favor. Ella tenía toda la disposición, pero parecía que el momento no era el indicado.
La época en la que llegué a la capital de España coincidía con la participación del país como nación invitada en la Feria del Libro de Frankfurt y los mil y un talleres de escritura que Valeria tenía programados, además de sus invitaciones a eventos del libro en distintas ciudades de España. “Me escribís y vamos viendo”. Aquello no pasó. Ni yo encontré el momento para escribirle, ni ella para responderme.
Las librerías que visité mientras estuve allí me sugerían todo el tiempo el libro más reciente de la argentina, y no sé si lo hacía conscientemente, pero siempre terminaba tomando alguno de los ejemplares entre mis manos, como si de un sitio a otro el libro fuera distinto. Me sorprendía igual así estuviera en Callao o en Lata Peinada.
Aquel contacto fue lo más cercano que pude tener a una parte de ella. Me convencí de que sostener el libro era como estrechar sus manos y hacerle preguntas sobre sus relatos, sobre sus poemas y los jardines en los que, cada tanto, se fijaba. Y los jardines, justamente, terminaron siendo el puente.
Leer a Correa Fiz es conversar con ella, es discutir con sus juicios, comulgar con sus ideas, compartir sus anhelos. Eso es posible en los cuentos de “Hubo un jardín”. Son siete y no necesitan ser más. En ellos lo argentino narra el mundo, lo nombra. Es el espacio de encuentro, el punto de partida.
Argentina es ese jardín, ese espacio físico añorado, el Edén que se ha extraviado. El título tiene que ver con el origen, con lo desbordado de la naturaleza: “un matadero bajo un diluvio, un invernadero de Eiffel en la pampa, un departamento junto a un cementerio, un hotel de propietarios filonazis, un bar que fue posada de un patriota anticolonialista, el parque del Retiro de Madrid o el de España frente al río Paraná”, leí por ahí.
Anoté en un papelito: “No olvidar escribirle a Valeria Correa Fiz”. Y en la tarde de ese día, en vísperas de Halloween, bajo la lluvia otoñal, caminando por Lavapiés, lo olvidé.
“Me gustaría saber si sigues por aquí”, me escribió, pero yo ya no estaba, y sí quería hablar con ella, aún quiero. La distancia nuevamente se interpone, el tiempo, la arbolada desatada. Me aferro al libro, a los siete cuentos, como ella misma, en su momento, al jardín que es su patria.
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