Invocando al Islam, la golpearon y abusaron de ella desde niña: escapó y denuncia la complicidad del progresismo occidental en un libro impactante

Yasmine Mohammed creció en Canadá, en una familia musulmana. Su padrastro la maltrataba con consentimiento de su madre. Cuando la denunció, un juez habló de diferencias culturales. Ahora, en “Sin velo”, dice que ella no es la excepción sino que son las reglas de la religión. Y llama a condenarlas sin excusas.

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Yasmine Mohammed y su libro
Yasmine Mohammed y su libro "Sin velo".

Una vida puede ser una denuncia. Puede serlo si quien la vive abre los ojos, no acepta el maltrato como culpa suya, se rebela cueste lo que cueste. Es el caso de Yasmine Mohammed, la joven canadiense que acaba de publicar Sin velo. Cómo el progresismo legitima al Islam radical, un libro en el que cuenta increíbles castigos e imposiciones que sufrió de chica por ser mujer e invocando a la ley musulmana.

¿Increíbles? Sí. La azotaron con varillas tirada en el piso y le lastimaron los pies... por no memorizar de forma adecuada varias suras (capítulos) del Corán. Una vez descubrieron que había escrito su nombre com o“Jasmine” (la forma inglesa) en vez de “Yasmine”: para que entendiera, la colgaron boca abajo, con las manos atadas a la espalda. “Había ideado el plan de dejarme allí como un animal muerto. Mientras yo me balanceaba de atrás hacia delante, él se subió a una silla para alcanzar mis pies y azotarlos”.

El ejecutor de estos golpes es el “tío” Mounir, que en realidad es el marido de la madre. El padre se fue, la madre se colocó como segunda esposa de un musulmán estricto. La niña la pasa muy mal.

Como se puede pensar, no falta el abuso sexual. La niña se lo cuenta a su madre, pero la mujer no la defiende: al contrario, se enoja con ella. “Cada tanto, le decía exactamente qué me había hecho Mounir y que la esposa era su cómplice, pero continuaba ignorándome. Me dejaba hablar, me escuchaba, pero no respondía ni reaccionaba”. La niña fantasea con que acuchilla a Mounir y le corta el pene en rebanadas. Mohammed ahora dice que ella no fue una excepción: “Según la organización no gubernamental (ong) Sahil, con sede en Islamabad, diariamente se denuncia un promedio de once casos de abuso sexual infantil en todo Paquistán”.

Pero quizás lo peor, lo peor del libro, es cuando Yasmine toma coraje y muestra en la escuela sus heridas y un profesor decide abrir los ojos, verlas y hacer algo. “Algo” es la denuncia. ¿Ella está dispuesta a terminar en un Hogar para niños si la denuncia prospera? Ella no sueña con otra cosa. Enfrenta al Tribunal, declara contra su madre y contra ese marido oculto que tiene. ¿Y qué pasa? “El juez dictaminó que el castigo corporal no iba en contra del derecho de Canadá y que, debido a nuestra “cultura”, a veces esos castigos podían ser más severos que en un hogar canadiense promedio”.

Abandonada. Abandonada por el Estado canadiense en manos de esas personas a quienes denunció. “Nunca me sentí más traicionada en mi vida. Esa era mi única esperanza y acababa de ser frustrada. ¡Qué repugnante permitir que un menor sea golpeado porque resulta que el agresor viene de otro país! ¿Qué tiene que ver eso? Todos los niños deberían ser amparados por igual”, dice, grita Yasmine en Sin velo. Y el corazón se encoge.

"Sin velo". El libro de
"Sin velo". El libro de Yasmine Mohammed.

Hoy Yasmine se define como “exmusulmana” y no tiene ningún contacto con su familia de origen: su madre la amenazó de muerte cuando se quitó el hijab (el velo que cubre la cabeza y el pecho de las musulmanas).

Dice, sin miedo, que no se trata de asuntos “culturales” sino religiosos, sin más. Y de una religión: el Islam. ¿Por qué? Escribe Yasmine: “¿A qué cultura se están refiriendo? Las mujeres de Irán, Arabia Saudita, Somalia e Indonesia no comparten aspectos culturales. No tienen comidas, vestimentas ni tradiciones similares; sus idiomas son distintos. Lo único que tienen en común es la religión. Las mujeres de todos esos países llevan el hiyab porque su religión es el islam, no en virtud de una cultura. Declarar que el velo islámico es un elemento cultural es tan vacuo como declarar que la cofia papal también lo es”.

Mohammed logró escapar de un matrimonio forzado con un familiar pero a los 20 tuvo que casarse con otro hombre, miembro de Al Qaeda, con quien tuvo una hija. Cuando entendió que su hija enfrentaría la mutilación genital ritual, escapó y cambió de nombre y de ciudad. Consiguió un préstamo y estudió en la Universidad de Columbia Británica: aprendió Historia de la religión. Investigó el Islam. Se convirtió en una de sus críticas. Hoy tiene una organización sin fines de lucro Free Hearts, Free Minds, donde defiende los derechos de las mujeres.

Aquí, unos párrafos de su libro.

Sin velo (Fragmento)

Este libro es para toda persona que se siente aplastada bajo la enorme presión y las terroríficas amenazas del islam. Espero que mi historia te ayude y te inspire para que puedas liberarte y desplegar tus preciosas alas.

Este libro es también para aquellos que se sienten forzados a demonizar a todos los musulmanes. Espero que comprendan que somos meros seres humanos y que estamos peleando contra nuestros propios demonios.

Este libro es para todos aquellos que sienten que su deber es defender el islam de todo examen y reprobación. Espero que vean que cada vez que erran la crítica están impidiendo que la luz brille sobre millones de personas encarceladas en la oscuridad.

(...)

—¡No, por favor! ¡Por favor, lo siento! ¡Mamá, mamá! ¡Por favor!

Estoy recostada en la cama como me ordenaron, implorando frenéticamente como tantas veces he hecho. Tengo pánico de esa escena familiar, por más que se esté desenvolviendo frente a mis narices. El hombre me toma del tobillo y me arrastra con brusquedad hacia el pie de la cama. Tengo que vencer mis ansias de soltar las piernas. Sé que si lo hago será peor. Lloro tan fuerte que me quedo sin aliento, mientras el hombre utiliza mi soga de saltar para atarme los pies al travesaño.

Mujeres con hijab en la
Mujeres con hijab en la India, el 16 de febrero de 2022. (REUTERS/Sunil Kataria/File Photo)

Levanta su vara de plástico naranja, su favorita, la cual reemplaza los listones de madera que se quebraban una y otra vez. Al principio me alegré por el cambio, dado que la vara no se astillaría. Pero no me percaté de cuánto más me dolería. Por el resto de mi vida odiaré el color naranja. El hombre azota las plantas de mis pies, su punto predilecto, pues las heridas permanecen fuera de la vista de los maestros. Tengo 6 años, y este es mi castigo por no memorizar como corresponde las suras (capítulos) del Corán.

—¿Te parece que podrás memorizarlas mejor la próxima vez?

—¡Sí!

Le suplico a mi madre con la mirada. “¿Por qué no alzas la voz o la mano para protegerme? ¿Por qué te conformas con quedarte de pie junto a él?”. ¿Qué podría estar impidiéndoselo? ¿Acaso le tenía miedo? Ella había sido la que lo había llamado. ¿Entonces, en parte, ella también era culpable? En aquel momento, no puedo aceptar que el único de mis progenitores al que conozco sea capaz de entregarme por propia voluntad para que alguien me amarre y me golpee. El malvado es él, no mi madre. Esa tenía que ser la verdad. ¿Entonces por qué lo había llamado por teléfono y le había pedido que viniera a casa? ¿Por qué?

—La próxima vez que venga, quiero oír las tres suras. ¿Entendido?

(...)

Jamás estuve contenta con el rol que me asignaron en el reparto. Recordaba la época en que era libre, o sea, antes de que aquel espantoso hombre entrara en nuestras vidas, y entonces luchaba contra cada capa de cemento que querían echarme encima. Recordaba los años antes de que mi madre lo conociera y adoptara un islam radical, comenzara a cubrirse el pelo y tildara todo de haram (prohibido). Recordaba mis clases de natación y mis juegos en el parque. Recordaba no haber tenido que levantarme antes del amanecer para balbucearle a la alfombra. Recordaba que me dejaban jugar con mis Barbies y con los hijos del vecino, que no eran musulmanes. Recordaba celebrar mis cumpleaños, nadar y comer Oreos. Ahora, todas esas cosas y otras tantas estaban proscritas.

La Gran Mezquita de París.
La Gran Mezquita de París. (Ludovic MARIN/Pool vía REUTERS)

Y eso que vivíamos en Canadá. Mi madre ni siquiera había sido criada así en Egipto. Qué envidia me daba mirar las fotos de la boda de mis padres. Mi madre lucía como una chica Bond con su vestido de novia a la rodilla. Llevaba un peinado colmena, y sus ojos tenían un pronunciado maquillaje con enormes pestañas postizas curvas. En cada una de las fotografías, aparecía una espléndida y elegante bailarina del vientre. Yo solía observar esas imágenes y quedar atónita frente a aquel mundo del cual provenía mi madre, completamente distinto del mío.

Había tantas cosas dentro de ese marco de 10 x 15 que eran haram. Las piernas de mi madre estaban al desnudo; su vestido era ajustado; las mangas solo le llegaban al codo; estaba maquillaba y llevaba el cabello descubierto. Inclusive su peinado estaba prohibido para el islam. Había alcohol, música y baile: todo eso es haram.

(...)

Yo no tenía idea de que mi madre era segunda esposa de nadie. Lo llamábamos “tío”, y él tenía su propia mujer y sus propios hijos. Recién cuando ingresé en la escuela secundaria mi madre me reveló la verdad. Como la poligamia infringe las leyes de la democracia liberal canadiense, no quiso confesarnos a nosotros, sus hijos, esa información condenatoria. Poco sabía ella entonces que el Estado suele hacer la vista gorda respecto de los musulmanes que tienen múltiples esposas. Al contrario, se canalizan millones de dólares para brindar apoyo a esos hombres que incumplen con la ley. Si un musulmán no puede solventar los gastos de todas sus mujeres, implemente las persuade de que soliciten una ayuda social en calidad de madres solteras, ¡y listo! Problema resuelto. Mi madre era una de esas mujeres. Al estar casada con él según la ley islámica y no civil, podía beneficiarse de fondos de asistencia social, pues el Estado desconocía que ella estuviera casada con aquel hombre; cuestionarlo hubiera sido un acto racista o algo por el estilo.

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