Hay chistes que empiezan así: “Entran un argentino, un italiano y un español a un bar”. A veces, incluso, hasta entra un caballo al bar. Los malos entendidos y las tensiones que, se supone un poco bajo los efectos de los estereotipos, puede haber entre todas esas idiosincrasias desencadenan, en el mejor de los casos, un escenario humorístico. En el peor de los casos, las tensiones estallan y no hay de qué reírse. Todo lo contrario.
El avión es el libro que el periodista Pablo Mendelevich acaba de publicar y que cuenta el retorno de Perón a la Argentina en noviembre de 1972, tras 6.256 días -algo más de 17 años- de exilio. En el prólogo, Mendelevich escribe: “Si se afirmara que todas las expresiones del peronismo viajan juntas once mil kilómetros en un mismo avión para ir a Europa a buscar al líder, diecisiete años prohibido en su patria, y vuelven con él… Que en ese avión van todos los presidentes peronistas del siglo XX (Perón, Isabel, Cámpora, Lastiri y Menem). Y que conviven pacíficamente sentados en sus butacas pasajeros que poco después terminarán asesinados por órdenes de otros pasajeros… no faltarán quienes digan que se trata de una ingeniosa obra de ficción”.
En ese mismo prólogo, escribe el autor: “La unidad, esa unidad única embutida en el DC-8 gracias a la causa compartida de traerlo a Perón, se esfumó rápido. De la armoniosa radiografía aérea se pasó, casi sin escalas, a la violencia. Entre otros miembros de la comitiva que terminaron asesinados, al sindicalista Rogelio Coria lo mataron los Montoneros en un ascensor, de ocho balazos. Este grupo, en el avión, ocupaba —sin nombres conocidos públicamente— siete butacas. A los pasajeros Rodolfo Ortega Peña y Carlos Mugica los acribilló la Triple A conducida por López Rega, pasajero de primera clase”.
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Las tensiones entre las distintas idiosincrasias peronistas que se subieron al avión que fue desde Buenos Aires a Roma y que volvió desde allí con el General metido en el último de sus laberintos no pudieron resolverse livianamente, con humor, como en los chistes.
Se resolvieron con violencia, y a esa violencia intestina y paraestatal se le sumaría pocos años más tarde la ejercida por el propio Estado, y todo eso configuraría la década más sangrienta de la política argentina del siglo XX.
Pero ahora estamos en El avión. El avión que hizo que por primera vez la palabra “charter” se usara masivamente en suelo argentino, que despegó de Ezeiza con 132 personas y que volvió de Roma con 147, incluido Perón, que había pasado casi dos décadas siendo el actor principal del país pero nada menos que de cuerpo ausente.
En su libro, editado en la colección Espejo de la Argentina de Planeta, Mendelevich desempolva una obsesión que ya lo había puesto a trabajar en años anteriores. Es que ese retorno del 17 de noviembre de 1972, del que este jueves se cumplirán cincuenta años, ya lo ocupó en 1997, cuando produjo la primera investigación extensa sobre el tema para publicar en el diario Clarín. En 2002, cuando se cumplían 30 años de la primera vuelta de Perón -la de 1973 sería la definitiva-, Mendelevich volvió sobre el tema en el diario La Nación. Pero su atracción por el episodio había empezado mucho antes, al calor de los hechos.
“Fui con un amigo a Gaspar Campos -con el nombre de esa calle se conoció a la residencia de Vicente López en la que Perón se afincó los 28 días de su vuelta en 1972. Ese fue mi primer gran contacto con la realidad política. Viví el fenómeno, esa irrupción de la juventud de mi generación en la política. Esa tarde muchos de los que estaban ahí se hicieron peronistas. Yo no, pero sí creo que ese episodio precedió a que yo sintiera la vocación de ser periodista”, le cuenta el autor de El Avión a Infobae Leamos. En rigor, en marzo de 1973, apenas cuatro meses después de “Gaspar Campos”, Mendelevich empezó a trabajar en la revista Redacción.
“Era deslumbrante estar ahí. Tener a Perón así de cerca fue muy movilizante. Mi generación había crecido escuchando hablar de Perón, la persona más importante del país durante toda nuestra infancia y adolescencia. Pero era invisible. Lo único que veíamos suyo era la P y la V de ‘Perón Vuelve’ en toda la ciudad. Y de repente me rodeaban miles de jóvenes hipnotizados por el líder que acababan de conocer. Era como la llegada de un Mesías”, describe el periodista.
Hubo que esperar medio siglo para que el aterrizaje del vuelo de Alitalia en Ezeiza produjera una investigación que incluyera la lista definitiva de las 147 personas que volaron desde la capital italiana hasta Buenos Aires. La gran mayoría de los nombres -y todas las contradicciones entre las facciones peronistas- ya se habían revelado, pero no del todo. En 1997, cuando Mendelevich investigó por primera vez el viaje, el ícono peronista Antonio Cafiero, armador central de la misión retorno de ese 17 de noviembre, le confió: “Hay muchos que ni yo los conozco”.
La mayoría de los pasajeros que nadie conocía eran aquellos a los que Perón había elegido directamente para que lo acompañaran en el viaje. Uno, cuenta el autor del libro, era un periodista italiano que había tenido trato con Mussolini y Hitler. Tanto trato que Mussolini había redactado una carta para que tanto Goebbels como el mismísimo Führer autorizaran al corresponsal a visitar el escondite en el que guardaban sus armas más secretas.
Otro, describe Mendelevich, fue el chaqueño Guillermo Solveyra Casares. “Era un comandante de Gendarmería, represor desde los años 30, y se lo considera el inventor de la picana eléctrica portátil. A ese lo hace meter Perón en el avión”, suma sobre el vuelo en el que, según el menú oficial de la aerolínea, se sirvió jamón crudo Di Parma, una tabla de quesos italianos y carne “a la Toscana”, entre varios otros platos que representaran a la firma.
En El Avión, para cuya tapa el periodista logró conseguir la tarjeta de embarque original con la que Perón subió al vuelo de Alitalia, Mendelevich revela que siete de los pasajeros eran integrantes de las llamadas en ese entonces JP Regionales. “Luego serían Montoneros oficialmente y pasarían a la lucha armada. Como parte de la liturgia, se turnaban para ir de a dos a, supuestamente, custodiar al General en el sector de primera clase del vuelo. Lo que pasaba ciertamente es que a Perón lo custodiaba el nazi Milo de Bogetich, a quien seguramente no le causaba la menor gracia que esos jóvenes desfilaran cerca”, describe Mendelevich. De Bogetich permanecería cerca de José López Rega en la Triple A.
A lo largo del libro, el periodista analiza el vínculo entre la logia masónica italiana Propaganda Due (Propaganda Dos) y el peronismo. Es que en el avión había algunos integrantes -más o menos revelados como tales- del grupo clandestino que operaba con fines políticos no sólo en su territorio de origen -y que se dio a conocer cuando explotó el escándalo del Banco Ambrosiano- sino que tenía objetivos latinoamericanos.
“La P-Due tuvo mucho que ver no sólo con la organización del charter y probablemente con el financiamiento, sino también con la decisión geopolítica y estratégica de impulsar al vuelta de Perón. El foco latinoamericano estaba puesto en el Chile de Salvador Allende, que significaba para la P-Due la irrupción del marxismo por vía constitucional en un gobierno de la región”, describe Mendelevich sobre la lógica de la logia vinculada a la CIA. “Desde ese punto de partida, la P-Due hizo todo lo posible para ayudar a Perón a retornar. Era la misma lógica que había instalado el propio Perón en el 44 o 45, cuando les decía a los empresarios que cedieran un poco porque él era el freno ante el comunismo”, suma el autor.
Así que, logia mediante, en el mismo avión que viajaban Leonardo Favio, Chunchuna Villafañe y Marilina Ross, viajaba por ejemplo Giancarlo Valori, director internacional de la RAI, miembro de P-Due y pasajero de primera clase.
Valori, además de funcionario de la RAI, lobbista de la Fiat, hombre cercano a empresarios, intelectuales y jefes de Estado de Europa y América, y asiduo visitante de la residencia que Perón e Isabel tenían en Puerta de Hierro, Madrid, era otra cosa: dueño de un paraguas.
Del 17 de noviembre de 1972, el regreso de Perón que precedió a la Masacre de Ezeiza, se pueden tener recuerdos o versiones más o menos nítidas pero hay una foto indiscutible. José Ignacio Rucci, ese líder sindical de la Unión Obrera Metalúrgica que tan cerca de Perón había llegado, alarga su brazo, un poco por la alegría del retorno y otro poco porque era más bajito que el General, y con un paraguas negro cubre (un poco, no del todo) al líder indiscutido del movimiento.
Faltaba menos de un año para que a Rucci lo asesinaran de 23 tiros y otros dos años más para que Montoneros se atribuyera el homicidio, así que en la foto todos sonríen y Perón levanta los brazos como lo hacía desde el balcón de la Casa Rosada.
Lo que no sale en la foto pero sí se aprende leyendo el libro de Mendelevich -que contó con la colaboración de la periodista Jazmín Bullorini en su investigación- es que el famoso paraguas de Rucci era en realidad de Giancarlo Valori.
“La imagen se convirtió en un ícono del retorno y de la protección que supuestamente el sindicalismo o la burocracia sindical daban a Perón y que entonces hacía imponer a ese sector en la disputa interna. Pero es todo mentira: el paraguas que protegía a Perón era del operador de la logia masónica P-Due”, revela Mendelevich. Y en su revelación pone en estado de pregunta una de las postales más icónicas de la historia política argentina.
Ese 17 de noviembre de 1972 hizo que el peronismo instituyera cada 17 de noviembre como Día de la Militancia. Cada año hay actos -y la disputa de las figuras peronistas por ver quién tiene el acto más grande- para autocelebrarse como integrantes del movimiento que nació otro 17, el de octubre de 1945.
Mendelevich tiene una teoría sobre por qué la fecha del retorno desde Roma -y no desde Madrid, donde Perón había vivido tantos años- cobró ese nuevo sentido. “La fecha enaltece la épica de la militancia que fue a buscar a Perón desafiando la dictadura de Lanusse. El peronismo puso el foco en esa militancia y en esa epopeya de llegar a Ezeiza como fuere y lo sacó de Perón, que había ilusionado a todos los sectores y no pudo cumplir. Era imposible cumplir porque los sueños de la clase media, de los Montoneros, de la burocracia sindical y de la derecha peronista eran, obviamente, contradictorios. Irreconciliables. Entonces ese 17 de noviembre se convierte en una gran épica militante y también en el principio del final”, describe el periodista.
Es que del avión bajaba no sólo el General tras 17 años de exilio, sino también los problemas de salud que acarreaba y todos los conflictos internos del movimiento que lideró hasta su muerte. El vuelo que vino de Roma con representantes de todos los sectores fue una tregua. Pero duraría poco.
“El avión” (fragmento)
Por razones de edad, a varios peronistas de la vieja guardia millones de argentinos no los habían escuchado nombrar. Pero con los pasajeros más jóvenes, los Montoneros, formalmente de las JP-Regionales, el desconocimiento era todavía más acentuado.
Como consecuencia de la peronización de jóvenes antes orientados al nacionalismo católico y por el impacto de la Revolución Cubana, Montoneros había surgido como una organización armada clandestina que después se insertó en el Movimiento peronista. Por su extraordinario predicamento juvenil y gracias al sostén de Perón se convirtió en protagonista de la izquierda peronista.
Las JP-Regionales fueron creadas el mismo 1972, en pleno proceso de masificación. Sus fronteras organizativas eran difusas. Tampoco Galimberti (quien no viajó) era montonero en 1972; representaba a la juventud revolucionaria y, como tal, Perón lo había incorporado al Consejo Superior, pero aún no formaba parte de la organización.
A primera vista puede pensarse que en el chárter Perón no quiso incluir jefes montoneros para no reconocerlos con jerarquía institucional. Y tampoco ellos debían estar interesados en diluir su singularidad entre la variopinta paleta movimientista del pasaje. Pero antes que nada había una cuestión práctica: los jefes montoneros vivían en la clandestinidad y, cuando salían del país, lo hacían con pasaporte falso.
Esa ausencia en el avión de dirigentes notorios del conglomerado de la izquierda peronista (más allá de figuras como Ortega Peña, Duhalde, los curas tercermundistas, los gobernadores radicalizados, etc.) llevó a varios autores a aseverar de manera errónea que el sector juvenil había quedado afuera del chárter.
Los pasajeros de la juventud revolucionaria eran siete: Rodolfo Vittar, Horacio Pietragalla, Ricardo Amarilla, Fidel Peralta, José E. Waisman, Enrique Svrsek y René Bustos. En la lista original mecanografiada que manejaba el brigadier Pons Bedoya, los siete aparecen juntos (entre el final de la primera carilla y el comienzo de la segunda), separados del resto.
Constituyen el único grupo —un grupo sin nombre—, aparte de los veinticuatro presidentes de los partidos de las provincias que figuran bajo esa categoría orgánica en la segunda carilla. Los siete miembros de las JP-Regionales (luego Montoneros) tenían una misión de custodia del general, lo que les daba acceso, de a pares, a la primera clase. No está claro qué hacía con su asiento de primera en esas circunstancias Milo de Bogetich, el custodio profesional de Perón, pero de la reconstrucción de vicisitudes que se hizo a lo largo de los años surge que, durante el vuelo, en muchas butacas hubo intensa circulación.
***
El comodoro Salas trepó la escalera consciente, cabe conjeturar, de que le tocaría un renglón en los libros de historia, pero todavía no sabía que el «huésped» al que tenía que recibir con un libreto estudiado lo iba a zarandear. Su misión consistía en recitarle las primeras instrucciones del gobierno militar:
—Usted puede descender acompañado por nueve personas. Debe dirigirse al Hotel Internacional. Puede permanecer en el avión o regresar —le dijo Salas a Perón después de presentarse.
Perón, que lo trató de «brigadier» obligándolo a aclarar que era comodoro, se puso de pie.
—Claro que vamos a descender, si no, ¿para qué vinimos? —le espetó con su reconocida media sonrisa, uno de cuyos usos era subrayar los sarcasmos.
Sin más, el general, de traje azul, corbata, buen semblante, caminó erguido y resuelto hasta la puerta abierta del avión, se llenó los pulmones de aire argentino y bajó, ágil, la escalera. Rucci y Abal Medina lo abrazaron en el penúltimo escalón. Rodeado por cuatro Torinos, junto a una pick up Chevrolet atravesada en diagonal, lo aguardaba un Ford Fairlane con «licuadora» en el techo para desandar 400 metros hasta los edificios.
A los diez segundos de marcha, Perón hizo detener el Fairlane. Se bajó y, como si el «corralito» fuera «el pueblo», más Perón que nunca saludó con los brazos en alto y fue aplaudido. Rucci, a quien el recién llegado le llevaba una cabeza, lo protegió más simbólica que pluvialmente con un paraguas que acababa de pedirle prestado a Giancarlo Elía Valori, inagotable proveedor.
Otra multitud triplicaba en número a la que hacía de «pueblo». Era un millar de reporteros, camarógrafos y fotógrafos argentinos y extranjeros.
Quién es Pablo Mendelevich
♦ Nació en Buenos Aires. Es periodista político y columnista del diario La Nación.
♦ Antes trabajó en La Opinión, La Razón y Clarín y en revistas como Redacción, Confirmado y Todo es historia.
♦ Desde 2004 dirige la carrera de Periodismo de la Universidad de Palermo.
♦ Es autor de libros como El país de las antinomias, El final, La ética de los periodistas argentinos y Neneco.
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