Cada año, el mes de noviembre trae consigo el recuerdo de aquellos que perdieron la vida en una de las décadas más turbulentas de la historia de Colombia. Cada noviembre que llega supone nuevos datos, nuevos nombres, nuevas versiones de lo ocurrido, que no fueron uno o dos tragedias, sino varias al hilo.
Una de ellas fue la llamada Toma del Palacio, cuando el M-19 se adueñó de las instalaciones del Palacio de Justicia, en Bogotá, y mantuvo como rehenes a quienes se encontraban en su interior. El episodio, que duró más de lo que debería y causó más daño del pensado, ya ha sido más que narrado en libros, películas y obras de teatro, pero ningún registro es suficiente para documentar el dolor de quienes perdieron ese día.
Una de las personas que falleció en el trágico suceso fue el magistrado Carlos Horacio Urán, quien cayó abatido en la operación militar de recuperación del Palacio de Justicia. Lo hicieron pasar por uno de los insurgentes. En ese momento, el término “falso positivo” aún no existía, pero hoy podemos afirmar que Urán fue uno de los primeros entre los hasta ahora registrados.
Al igual que él, muchos fueron los hombres y mujeres que perdieron la vida a manos de los armados, tanto de insurgentes como de soldados. La mayoría de ellos aún no ha visto justicia, tanto tiempo después, y sus familias viven a merced de la incertidumbre y el desespero de no saber.
En su memoria, como tantos otros homenajes e intentos por mantener en alto la esperanza, una de las hijas de estos hombres caídos decidió, hace unos años, escribir un libro sobre lo que ha significado vivir la vida atestiguando el paso del tiempo ante la fotografía de alguien que ya no está, alguien que fue arrebatado.
“Un día como hoy, seis de noviembre (...) me encontraba en el aula de clase donde cursaba quinto de primaria. Tenía 10 años y la vida, como la había conocido hasta ese día, llegaba a su fin. Ni yo ni nadie imaginaba lo que iba a suceder en el centro de la capital del país. Aunque sea un error garrafal hablar de ‘nadie’, porque sí había hombres armas con la certeza de lo que iba a suceder ese día. Lo esperaban con ansia. Lo tenían preparado. Confiaban en que su toma saliera como la habían planeado. Mientras los otros también preparaban su retoma ausente de humanidad, de diálogo, solo con propósitos de vengarse y acabar con el enemigo sin reparo alguno”.
Así comienza su relato Helena Urán Bidegain, la hija de Carlos Horacio Urán, en su libro Mi vida y el Palacio, título publicado por el grupo Planeta en su colección ‘Memoria Colombia’. A lo largo de 224 páginas, la autora se permite entrelazar su testimonio con una profunda reflexión alrededor del fatídico suceso y su impacto en la sociedad colombiana.
Urán Bidegain retrata a su padre como el brillante abogado que fue, formado en Uruguay, Bélgica y Francia, que trabajó como magistrado auxiliar en el Consejo de Estado y en la tarde del 7 de noviembre de 1985 salió vivo del Palacio, pero luego fue introducido a la fuerza al edificio para hacerlo parecer muerto en el sangriento asalto.
Este libro, reza la contraportada, comienza cuando un comando del M-19 se toma el edificio sede de la Justicia colombiana, y se inicia una batalla que dejó un vacío de poder de 27 horas. “En el entretanto, la familia de Uran, su esposa Ana María, y sus cuatro hijas, además de sus amigos, intentaron buscarlo por todos los medios. La angustiosa pesquisa los llevó a Medicina Legal, en esos días aciagos, y tras los hechos, a un exilio desgarrador. Su hija Helena, quien para la época tenía diez años, cuenta esa historia colombiana de violencia, y revictimización, cuya terrible verdad salió a la luz gracias a la investigación valiente 22 años después de los hechos, de un periodista y una fiscal quien también terminó perseguida”.
La proeza de Urán Bidegain en esta pieza es total. Se deshace del típico relato que se refugia en la memoria para lamentar el pasado arrebatado y se centra en lo que el presente ha sugerido alrededor de lo ocurrido. Tiene la facultad de narrar con rigor periodístico e investigativo, pero también sabe dejarse la piel para contarnos, como la niña que fue, el dolor tremendo que significó para ella perder a su padre.
“Tenían clarísimo quién era mi papá y cuando él sale creo que es ingenuo pensar que lo confundieron con un guerrillero porque su billetera con toda su documentación: el carné de abogado, el del Consejo de Estado, el pase (licencia) de conducir de Indiana (EE.UU.) en donde habíamos estado en meses anteriores, todo lo que lo identificaba estuvo escondido durante 22 años en una bóveda secreta de una guarnición militar, el Cantón Norte, lo cual indica que inteligencia militar supo quién era él”, manifestaba la autora en una entrevista concedida a EFE.
Sobre el reto de escribir el libro, contó que para ella significó un deber, pues llegó un momento en que así lo sintió, “me di cuenta de que esta historia, si bien se ha contado en otros libros, desde la crónica periodística, o en diferentes artículos, aún no estaba contada desde la mirada de alguno de los que lo vivió”, afirmó.
De entrada, por el aire de la colección en que la historia ha sido publicada, más de un lector pueda llegar a pensar que este es otro documento más que busca esclarecer lo ocurrido, pero lo cierto es que se trata de una crónica con aire novelado que da cuenta, registra, informa y humaniza, uno de los episodios más lamentables de la historia del país.
“Lo perdido tan solo puede ser recuperado por aquellos que están conectados con el pasado, por aquellos que lo saben escuchar. Para Walter Benjamin existe un momento mesiánico que es como una fisura que le abrimos a la catástrofe, en el cual con una débil uerza recuperamos lo olvidado en el pasado. Este libro es un momento mesiánico”, ha dicho la artista Doris Salcedo.
Este es uno de aquellos libros que terminará siendo leído por todos en Colombia, no solo por el tema que aborda, sino por la profunda humanidad con que lo hace. Más allá del episodio, esta es una excelente obra literaria, producto de una pluma fina. El lector podrá evidenciarlo.
SEGUIR LEYENDO: