Juan Forn. Quien lea estas líneas probablemente no necesite información sobre él. Sabe que fue tal vez el más importante editor argentino de las últimas décadas; que escribió un libro maravilloso como Nadar de noche —y otros tan maravillosos como María Domecq—; seguramente disfrutó de sus inolvidables contratapas de Página/12 y lloró el año pasado al enterarse de su repentina muerte, con 61 años. Lo que no sepa tanto, pero a lo mejor intuya, es que dictaba una serie de talleres sobre escritura que pocos dudarían en calificar como legendarios. Y que construyeron una imagen de él no tan conocida pero sí definitoria y significativa: la de un maestro.
Ahora, los testigos de esa imagen más íntima, los integrantes de esos grupos -de los “jueves” o “viernes”, así se identifican- en cierta forma se sienten huérfanos. Se reúnen a veces, lo recuerdan en el chat. “A Juan le hubiera encantado”, dicen cada vez que se postea algo pícaro, gracioso o inteligente -como era Forn de entrecasa-. “¡Caramelo!”, suelta otro, recordando uno de los latiguillos preferidos de Juan. Con Infobae Leamos comparten esa cara oculta del exitoso periodista y escritor.
En las últimas épocas y luego de una horrible pancreatitis que lo había llevado a instalarse en Villa Gesell, Forn se trasladaba cada quince días a Buenos Aires; iba al departamento que le prestaban en la calle Peña, donde tenían lugar los encuentros. Todo en ese espacio resultaba entre teatral y cinematográfico, recuerdan los testigos. Había una puesta en escena para cada integrante que se sumara. Se escuchaba siempre un speech forniano que, con leves modificaciones, incentivaba y ponía las cosas claras de antemano.
“Cuando alguien nuevo entraba al taller, Juan le resumía en qué estaba cada uno de nosotros. Me encantaba escucharlo contar Los novios muertos, la novela que estaba trabajando con él y que después publiqué. Muchas veces la contaba tal cual, y otras jugaba, le divertía reinventarla en el aire”, señala Andrea Álvarez Mujica, escritora y fundadora de la editorial Hormigas Negras, además de concurrente durante más de diez años a los “viernes”.
Dolor y gloria
Nadie lo decía, pero se comentaba en el grupo antes de la pandemia, y quizá por los rastros de la enfermedad, que Forn a veces lucía fatigado, como habiendo recorrido un camino mucho más largo que el de sus 60 años. Para algunos, lo dicen ahora, se asemejaba al personaje de Antonio Banderas en Dolor y gloria, la película de Almodóvar. “Juan estaba de vuelta. Pero no era soberbio, para nada. Simplemente hablaba, curioseaba, quizá fingía relax. Tenía ojos tristes a veces”, recuerdan los del grupo. Fumaba, tomaba té. Enfocado en la tarea, corregía en papel lo que alguien iba leyendo en voz alta.
“Se entregaba completamente. Se ofrecía y era como leer sus legendarias contratapas. No es que escamoteara su opinión ni su estado de ánimo. Lo veías comprometerse con cada material. Eso generaba en los demás la misma disposición. Era un espacio que uno esperaba porque era divertido todo, porque él era divertido. Siempre traía nuevas anécdotas o cosas para compartir”, recuerda la actriz y directora teatral Andrea Garrote, quien se sintió marcada en su escritura.
El sello Forn, reconoce, se cuela en Pundonor, la pieza de teatro que escribió y representó este año en el teatro. “La última pulida de la obra estuvo influenciada por él. No es que yo lo llevé como material, llevaba narrativa. Sin embargo, mucho de él resonó en esa corrección final. Juan tenía un talento extraordinario y una humildad extraordinaria. Él siempre estaba buscando y encontrando”, reconstruye.
La lectura
Quienes ingresaban, en general esperaban unas sesiones para leer en voz alta el material que querían compartir. No había consignas firmes, cada cual podía llevar lo que quisiera, incluso podía no llevar y escuchar, simplemente, recuerda Álvarez Mujica. Pero siempre Forn hacía la salvedad de que se leyera sin preámbulos, que no se spoileara nada de lo que iba a compartirse, sobre todo nada de la “cocina” del texto propio.
“No te excuses. Leé”, decía cada vez que un tímido y nuevo integrante quería, quizá por temor, enmarcar algo de su producción. Gabriela Ram, actriz y escritora, venía del teatro y pasar por Forn le resultó fundamental en su despegue en la narrativa. “Fue abrirme a un mundo nuevo. En el marco del taller trabajé los cuentos de Las versiones que fuiste, editada por Andrea —señala—. Ella me conoce ahí y escucha mis textos ahí. El espacio de algún modo era una usina. Juan, muy filoso y preciso, tenaz y detallista, no mezquinaba nada. Ojo, había que estar preparada para discutir largo y tendido, pero de ahí salían preguntas sobre tus propias producciones que no te harías en soledad”, describe.
Y sí, había que argumentar si se estaba en contra de lo que Forn proponía. Pero él permitía que se lo contradijera, con razones, claro. Ram recuerda que “Juan se desplegaba en ese living y en esas cuatro horas. No volvió a pasarme. Él armó todo un sistema. Juan era un sistema que a mí me fue muy generoso. Por otro lado, los sistemas también cierran y tuve mis discusiones, mis peleas, y creo que está bueno que pase”.
Corregir y corregir
Santiago Featherston, autor de Una canción que dure para siempre (volumen de cuentos trabajados en el taller de Forn) escribió para Infobae Leamos un texto sobre su experiencia. Al señalar la herencia de Forn, resalta: “Si bien nunca se sabe cómo influye algo o alguien en la propia escritura, creo que Juan me influyó más que nada —o al menos más palpablemente— en la corrección. Porque al escribir uno simplemente se deja llevar y no está pendiente de qué proviene de quién, de qué lectura o frase. De lo contrario, creo yo, no se puede escribir. Pero al corregir las influencias se vuelven más conscientes. Y en mi caso, al corregir —y esto me pasa también al leer otros libros— puedo escuchar la voz de Juan en mis oídos, y en cierto sentido hasta puedo discutir con él y cada tanto oír su carcajada escéptica ante mis argumentos. Por supuesto, casi siempre termino dándole la razón (aunque a veces no, por el simple gusto de equivocarme)”.
Sobre la dinámica de esas típicas correcciones, Featherston recuerda: “Cuando Juan marcaba algo de un texto que no funcionaba, se ponía a buscar una posible solución, y en esa tarea invitaba al resto del taller. Podíamos quedarnos más de media hora dándole vueltas a una situación, a un final, hasta que aparecía: la mayoría de las veces era sólo un par de palabras, pero cargaban de sentido el resto del texto y quien lo había escrito decía: ‘Ah, sí, ya entiendo’“.
Al hacer la devolución, Forn era seductor, modulaba su voz, hacía pausas teatrales. A su alrededor, los integrantes del grupo lo observaban con atención, no con devoción. Es que se respiraba puro trabajo, la idea era darle vueltas al asunto, buscar conexiones, señalar lecturas posibles. Tenía, reconocen todos, esa capacidad meridiana de quien ha leído mucho y sabe “embocar” el comentario preciso para acomodar un material.
Lo que queda
Su muerte en junio del año pasado resultó un palazo del que cuesta recuperarse. “Fue como una sorpresa anunciada. Todos sabíamos de su condición, de esta sobrevida que él tenía, pero como era una persona tan alegre y tan entusiasta, resultaba muy difícil que estuviese presente la idea de su muerte. Era algo que uno olvidaba completamente y disfrutábamos de su vitalidad”, señala Garrote, una de las participantes del taller de los viernes —no de las que más tiempo estuvo, aclara—, pero que también era amiga personal y compinche de largas cenas post clases con otros amigos y conocidos.
¿Qué quedó de él? ¿Cómo su espíritu influencia a los talleristas? Por lo que admiten, la marca parece muy significativa. Ram enfatiza la apertura hacia nuevas lecturas que Forn representó, además de la incorporación de cierta rigurosidad en el trabajo de escribir: “Siento que me abrió universos. Juan y el espacio del taller. También me dio cierta unión entre el placer y la responsabilidad por lo que me apasiona, porque detrás de la pasión hay algo del compromiso total. Y después en la forma de releerme a mí misma. Y de releer a otres. Él insistía con la reescritura y yo me agarré de ahí. Creo en la corrección, en partirte la pasión y el bocho en lo que estás. No sé si leerlo influyó en lo que escribo, sino más bien escucharlo. Verlo hablar sobre los textos de otro, sobre todo. Discutir y pelear un título con un gran nivel de compromiso y pasión”.
Álvarez Mujica califica el haber participado del taller como “un hecho afortunado”: “Está en la lista de las mejores cosas que me pasaron en la vida. Me siento unida, hermanada con todas y todos los que fueron parte. Le dediqué a Juan mi novela La vida es extraña. El día que me llegaron de la imprenta las cajas con los libros, le saqué una foto a la página con la dedicatoria y se la envié por WhatsApp. Era abril del 2021. Juan estaba recuperándose de covid. Pensaba llevarle el libro cuando volvieran los encuentros presenciales, pero lamentablemente no pudo ser”.
Featherston, finalmente, resume el espíritu de los grupos y da pistas sobre lo intenso del legado de Forn: “Una de las cosas que más me quedó de Juan es algo que él decía respecto de los padres literarios. Él afirmaba que los padres que elegís definen tu ética de trabajo, que es a ellos a quienes rendís cuentas cada vez que escribís y con ellos te comunicás mentalmente cada vez que leés. Para todos representará algo distinto; en mi caso, Juan ha sido —y es— un maestro, en el sentido que hablaba él de los padres literarios. A él, entre otros, le rindo cuentas cuando escribo, y con él me comunico mentalmente cada vez que leo”.
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