Las memorias de Laura Esquivel: de presenciar el atentado a las Torres Gemelas al día que se “enamoró del amor”

En su nuevo libro autobiográfico, “Lo que yo vi”, la célebre autora de “Como agua para chocolate” repasa los acontecimientos más importantes de su infancia y el crecimiento espiritual que vino con la madurez. A sus 72 años, la escritora todavía destaca por su activismo por un presente y un futuro más justos y ecológicos: “El mundo ya cambió. Mi forma de verlo también”.

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La escritora mexicana Laura Esquivel publicó su primer libro de memorias, "Lo que yo vi", editado por Penguin Random House.
La escritora mexicana Laura Esquivel publicó su primer libro de memorias, "Lo que yo vi", editado por Penguin Random House.

“Hace 72 años abrí mis ojos por primera vez. Desde entonces el mundo no ha dejado de sorprenderme”, escribe la mexicana Laura Esquivel al comienzo de Lo que yo vi, su nuevo libro autobiográfico en el que repasa, a través de su exquisita memoria sensorial, los momentos más importantes de su infancia, así como el crecimiento espiritual que vino con la madurez.

En sus memorias, editadas por Penguin Random House, la autora de Como agua para chocolate hace un repaso exhaustivo de los hechos que, aunque a primera vista puedan parecer nimios, resultaron fundamentales para su formación. Las largas filas en los humildes negocios de su barrio, la luz que una tarde la empapó en su baño, los “eternos” electrodomésticos de su abuela, la meditación y la música de Bobby Vinton que, por primera vez, la hizo enamorarse del amor.

Pero Lo que yo vi no solo consta de preciosos recuerdos. Y es que en sus 72 años, a Esquivel le ha tocado vivir duros momentos, tanto personales como sociales y políticos. Tal vez la anécdota más destacada sea aquella en la que cuenta el momento en el que fue testigo presencial del atentado a las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001.

Con una vida signada por el compromiso social (incursionó en la política y es una reconocida activista), al comienzo de sus memorias Esquivel se pregunta: “¿En qué momento aceptamos el discurso de la riqueza como el camino a seguir? ¿En qué momento el miedo comenzó a dictar nuestro comportamiento?”.

“Veo mucho mejor con los ojos cerrados”, afirma la célebre y premiada escritora mexicana. Atravesada por la pandemia, a sus 72 años todavía se muestra crítica pero también abierta al vertiginoso ritmo actual. Y escribe: “El mundo ya cambió. Mi forma de verlo también”.

Así empieza “Lo que yo vi”, de Laura Esquivel

Hace 72 años abrí mis ojos por primera vez. Desde entonces el mundo no ha dejado de sorprenderme. En mi memoria cuento con un archivo fotográfico bastante amplio y recurro a él con frecuencia. Sobre todo ahora que he pasado tantos meses de confinamiento buscando respuestas.

Si el sentido de la historia es la búsqueda del bien común, ¿en qué momento empezamos a interesarnos por el beneficio individual en vez del colectivo? ¿En qué momento aceptamos el discurso de la riqueza como el camino a seguir? ¿En qué momento el miedo comenzó a dictar nuestro comportamiento?

Estoy consciente de que el mundo visible tiene su origen en el invisible. El mundo exterior es un reflejo de la manera en que pensamos, de la manera en que imaginamos, de la manera en que soñamos y, por qué no, de la manera en que amamos. Todos hemos participado en el sostenimiento de un modelo que ahora se nos presenta como obsoleto. Muchas de las cosas que antes de la pandemia funcionaban ya no lo harán. El mundo ya cambió. Mi forma de verlo también.

Uno nunca ve lo mismo que el de al lado a pesar de que ambos estén presenciando el mismo acontecimiento. Uno ve lo que quiere ver. Lo que le enseñaron a ver. Lo que puede ver desde el lugar en donde esté colocado, pero nunca obtiene una visión de 360 grados. Para lograrlo sería necesario observar las cosas fuera del cuerpo y tal vez por eso veo mucho mejor con los ojos cerrados.

Desde esa mirada interna me gustaría iniciar una conversación con ustedes sobre lo que yo vi. Qué imágenes me han acompañado. Cuáles me marcaron, cuáles me transformaron. Cuando era niña veía cosas que ahora no veo y ahora veo cosas que antes me pasaban desapercibidas. Lo importante del caso será rescatar de entre esos pequeños fragmentos de vida vivida el anhelo de toda una comunidad que quiso construir un mundo mejor.

Nací dentro de una casa ubicada en la colonia Santo Tomás. En la calle de Prolongación de Amado Nervo 44, que se encontraba justo enfrente a la casa de mis abuelos maternos. En un entorno completamente familiar. Y es que antes de que mis ojos, esas sofisticadas cámaras de cine, se formaran, antes de que mi madre fuera mi mamá y mi padre fuera mi papá, ya vivían en esa colonia. Ahí habían crecido, ahí se habían conocido, ahí se habían enamorado y finalmente casado.

Mi mamá fue la décima hija de una familia de 12 hermanos. Era una mujer bella, alegre, líder absoluta que gustaba de bailar y cantar. Mi padre, el más pequeño de una familia de 12 hermanos, fue un hombre deportista, poseedor de un gran sentido del humor, que en su juventud gustaba tocar la guitarra y llevar serenatas a mi mamá al pie de su balcón, cosa que nunca se le dificultó a pesar de que la familia de mi mamá algunas veces se mudó de casa, pues siempre hubo un balcón disponible para que pudiera hacerlo.

En mi colonia la vida sucedía la mitad del tiempo en el interior de las casas y la otra mitad en la calle, territorio compartido. A todos nos pertenecía. Las riñas callejeras sucedían como hechos aislados pero nunca se convirtieron en un problema de seguridad pública. Era difícil que los miembros de una pandilla llegaran a los golpes con los de otra. Y en caso de que sucediera, nadie sufría lesiones mayores. Nunca sentí temor de jugar en plena calle ni de hacer mandados para mi mamá.

Todo estaba a la mano, la tienda de ultramarinos, la recaudería, la mercería, la papelería, la carnicería, la peluquería, la pollería, el puesto de periódicos, la taquería, el salón de belleza y una de mis tienditas favoritas, que estaba a contra esquina de mi casa. Era un pequeño local en donde las señoras llevaban sus medias a reparar cuando se les había corrido un hilo y era atendido por dos hermanas, una de ellas muda pero que se daba a entender muy bien, sobre todo a la hora de cobrar. Era apasionante ver cómo con la ayuda de una especie de punzón recogía el hilo prófugo y lo iba subiendo poco a poco hasta que lo reintegraba totalmente a su lugar. Las cosas se reparaban en ese entonces, se reciclaban, no se tiraban. Las cosas se fabricaban para que duraran muchos años.

¡¡¡El refrigerador que mi mamá compró cuando se casó sigue funcionando!!! Ahora los fabrican de tal forma que en dos o tres años el motor se arruina y tienes que adquirir uno nuevo, en una lógica absurda de consumismo. Antes uno lucía con orgullo el reloj heredado del abuelo. Y yo sigo utilizando los sartenes de hierro forjado que mi abuela trajo con ella cuando dejó Piedras Negras, su tierra natal, para venir a vivir a la capital en tiempos de la Revolución mexicana.

La vida dentro de mi colonia era muy agradable. Todo aquello que necesitáramos podíamos obtenerlo con sólo caminar unos cuantos pasos. Debajo de mi casa estaba la farmacia que atendían Maruca y Agustín. A unos pasos, estaba la panadería en donde comprábamos el pan recién salido del horno y a la vuelta de la esquina estaba la tortillería en donde las tortillas se hacían a mano.

Muchas veces me tocó hacer la fila eterna de las tortillas. Las tortilleras palmeaban la masa de maíz sentadas en círculo frente a un gran comal de barro colocado sobre brasas. Lo hacían a gran velocidad pero aun así tomaba un rato antes de que un kilo de tortillas estuviera listo. Estoy segura que los jóvenes de esta época que tuvieran que hacer la cola de las tortillas sin un celular a mano fácilmente experimentarían síndrome de abstinencia. Se les haría difícil entender que ese tiempo de espera valía la pena, no sólo por el sabor de las tortillas sino porque uno nunca hacía la fila totalmente solo, siempre pasaba por ahí algún amigo y se detenía a conversar con nosotros.

Enfrente de mi casa y justo debajo de la de mi abuela había una tienda en donde se vendían unos combustibles que no eran otra cosa que unos paquetes rellenos de serrín para calentar el “boiler”, ya que no teníamos calentador de gas. Tengo muy claro el recuerdo de una tarde de verano en que mi mamá calentó el agua del “boiler” para que me bañara.

El cuarto de baño era pequeño pero tenía lo indispensable: una tina, un lavamanos y un WC con su caja de depósito de agua en un nivel superior que uno accionaba al jalar una cadena. Por la ventana del baño uno podía ver el cielo. Esa tarde se filtraban los colores del atardecer que abarcaban una gama enorme de tonalidades que iban del rosa al morado pasando por el amarillo-naranja encendido.

Ese baño de luz tocó mi corazón llenándolo de serenidad y provocó que en mi memoria se quedara grabada por siempre la imagen del cielo junto con el olor del combustible que se estaba quemando, el sonido del silbato del vendedor ambulante de camotes que pasaba bajo la ventana, la luminosa sonrisa de mamá y una sensación de paz indescriptible. A la distancia de los años puedo decir que esa tarde experimenté un momento de dicha tan enorme que lo puedo catalogar como un momento de amor.

Años después, cuando tenía aproximadamente 13 años, estaba sacudiendo y trapeando el comedor como parte de las labores domésticas que se nos asignaban a mis hermanas y a mí, mismas que eran supervisadas meticulosamente por mi mamá. Si ella no daba el visto bueno, había que sacudir y trapear de nuevo. Bueno, el caso es que en el comedor había una consola para escuchar discos y aproveché la oportunidad que tenía de estar sola en ese espacio para disfrutar un disco de Bobby Vinton que recién había adquirido en la disquera Orfeón, que estaba ubicada a una cuadra de mi casa sobre la calzada México Tacuba, avenida que tristemente pasaría a la historia debido a que en el año de 1971 un grupo paramilitar llamado Los Halcones reprimió brutalmente una manifestación estudiantil.

Yo descubrí a Bobby Vinton en un programa radial que se transmitía en Radio Centro, mi estación favorita, y de inmediato quise comprar el disco para poder escucharlo una y otra vez. Ese día en cuestión, entre trapeada y trapeada, escuchaba el tema de Mr. Lonely cuando me sorprendió un sentimiento que no pude identificar claramente. Era como si en el centro de mi corazón entrara una energía poderosísima que expandía mi pecho con fuerza.

En el año de 1987, cuando estaba escribiendo Como agua para chocolate, traté de describir esa misma sensación en el momento en que Tita recibe la primera mirada de amor de Pedro. En ese momento comprendió perfectamente lo que debe sentir la masa de un buñuelo al entrar en contacto con el aceite hirviendo. Era tan real la sensación de calor que invadía su cuerpo que ante el temor de que, como a un buñuelo, le empezaran a brotar burbujas por todo el cuerpo —la cara, el vientre, el corazón, los senos— Tita no pudo sostenerle esa mirada y bajando la vista cruzó rápidamente el salón hasta el extremo opuesto…

No fue exactamente así lo que yo experimenté al estar escuchando el disco cuando era niña, pero ciertamente la voz de Bobby Vinton fue una anticipación musical del papel que el amor jugaría en mi vida. En esa época yo ni siquiera hablaba inglés, no sabía lo que Bobby estaba diciendo, lo único que tengo claro es que ese día me enamoré del amor.

Ahora entiendo a la perfección la letra y sé que habla de una gran soledad. Recientemente, la pandemia me brindó el tiempo suficiente para sacudir mis discos viejos y ponerme a escucharlos. Fue muy conmovedor encontrarme con la voz de este viejo conocido que hizo vibrar en mi pecho un bello recuerdo.

El concepto del amor que ahora tengo en nada se asemeja al que imaginaba cuando niña. Busqué el amor intensamente. Varias veces creí estar enamorada pero confundí el amor con codependencia, con deseo, con posesión o francamente con miedo, al grado de llegar a tenerle amor al miedo y miedo al amor.

Fue hasta el año de 1992 en el interior de un ashram de la ciudad de Los Ángeles al que acudí invitada por Syd Field, mi querido maestro de guion cinematográfico, que descubrí lo que era el amor, el verdadero amor. En ese momento yo estaba atravesando por un divorcio doloroso y Syd, consciente de mi sufrimiento, tuvo una idea que nunca me cansaré de agradecerle. Me invitó a una ceremonia que tendría lugar en su centro de meditación. Una vez cada año, se cantaban cantos sagrados por 24 horas. Yo fui invitada a integrarme a la ceremonia final, justo una hora antes de que terminara el ciclo iniciado un día antes.

Desde que di el primer paso al interior del recinto mi estado de ánimo cambió por completo y cuando me senté en el piso en posición de loto y me uní al canto sentí un disparo de luz en mi interior. Han pasado muchos años y aún no encuentro palabras para describirlo.

La luz inundaba todo mi ser, la veía incluso con los ojos cerrados y me resultó imposible contener el llanto, no por el amor que estaba perdiendo sino por el amor que estaba sintiendo. Era una emoción tan grande que expandía mi pecho a niveles desconocidos. Pensé que tal vez ése era el amor del que los grandes místicos hablaban. Comprendí que el amor es una energía que está a nuestra disposición a cada instante. No es algo que alguien fuera de nosotros nos dé o nos pueda quitar, no, el amor está dentro de nosotros porque es nuestra verdadera esencia. Somos parte de esa luz.

Pasaron muchos años desde la primera vez que escuché la voz de Bobby Vinton interpretar Mr. Lonely. Lo disfruté enormemente en esa tarde de silencio y soledad aunque ahora tengo la plena consciencia de que uno nunca está solo. Nos acompañan en todo momento todo tipo de presencias, de voces, de imágenes, de instantes luminosos que no son nada más que amor.

Quién es Laura Esquivel

♦ Nació en 1950 en Ciudad de México.

♦ Comenzó su carrera como maestra y guionista de cine, actividad en la que ha obtenido diversos reconocimientos, entre los que destaca el Premio Ariel por el mejor guión.

♦ A partir de la publicación de Como agua para chocolate, su primera novela, alcanzó reconocimiento internacional y se convirtió en una de las escritoras mexicanas más importantes, por lo que ha obtenido varias distinciones adicionales.

♦ También ha publicado Malinche, A Lupita le gustaba planchar, Tan veloz como el deseo, Estrellita marinera, La ley del amor, Íntimas suculencias, El libro de las emociones y El diario de Tita que, junto con Como agua para chocolate y Mi negro pasado, forman una trilogía.

♦ Ha obtenido la Orden al Mérito Artístico y Cultural Pablo Neruda que otorga el gobierno de Chile, así como el premio ABBY (American Booksellers Book of the Year), galardón que por primera vez en su historia fue concedido a una escritora extranjera.

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