No pudo ser más hermosa la presentación de El peligro de estar cuerda, el libro de Rosa Montero en Buenos Aires. No pudo ser más cálida, más cercana, más íntima y, a la vez, no pudo apuntar más a todos, llegar a los corazones, conmover las cabezas.
Media hora antes de arrancar la cola ya arrancaba frente a la puerta del hotel Meliá, en Retiro, donde se haría la presentación, y daba la vuelta a la esquina. Lo documentó la escritora Claudia Piñeiro, que un rato después entraba a charlar en la previa con otra amiga, Maitena y la propia Montero.
Minutos después de las 18.30 la sala estaba llena y la escritora española se acercó por un pasillo lateral. El público la vio y ella no había puesto un pie en el salón cuando la empezaron a aplaudir, a vivar, a llamar. Con una sonrisa de punta a punta, Rosa Montero se acomodó frente a su gente. Muchos tenían libros en las manos, casi todos -se vería después, cuando se quedaron a que firmara- los llevaban en los bolsos. De esta edición y de libros anteriores.
Había un clima de emoción y había por qué: El peligro de estar cuerda no es un libro cualquiera. Hace unos días, en una entrevista, la periodista Hinde Pomeraniec lo definió como un “cruce de investigación y ficción”. Y contó que “aborda dos cuestiones que se vinculan fogosamente: la enfermedad mental y la creatividad”.
¿Pero la enfermedad mental y la creatividad de quién? “A través de historias y curiosidades de grandes escritores y artistas que pasaron su vida al borde de lo que vulgarmente llamamos locura, Rosa Montero consigue hilar una apasionante galería de personajes tan brillantes como sufrientes. La primera persona vuelve a estar presente en este libro de Rosa: el libro arranca con ella misma contando que siempre supo que algo no funcionaba bien dentro de su cabeza”, escribió Pomeraniec.
Este miércoles en el escenario del Meliá la presentadora, Patricia Kolesnicov, insistió en el costado más personal: “Tengo que decir que entré al libro desprevenidamente, sin saber con qué me iba a encontrar. Y me sorprendió mucho encontrar un libro tan tan tan personal. Tan desnudo”, dijo. Y precisó: “Otra vez, como hacemos los periodistas, Rosa pone muchos datos. Y como hacen los novelistas, cuenta de todo diciendo “ojo que hay algo de ficción”, tal vez para cubrirse.”
Pero, dijo Kolesnicov, “sobre todo, un libro en el que Rosa habla de sus miedos, de sus terrores. Y de cómo eso se liga con la gran felicidad de la creación”.
Montero sonrió, sonrió y disintió: no, dijo, no es un libro personal. Dijo que era un libro sobre todos y para todos los que no se sienten “normales”. Que la normalidad no existe, ya se ha probado en la Universidad de Yale, pero que el que se siente así lo sufre, sufre sentirse por fuera del género humano.
El público decía que sí. Decía, con su atención y sus movimientos, que estaba hablando de ellos.
Para mostrar de qué hablaba y para dar a degustar un bocadito del libro, Kolesnicov leyó unos párrafos en los que Montero contaba qué le pasa cuando la imaginación la toma por asalto. Es intenso.
“Hace un par de años me encontraba escribiendo un libro en Cascais, a veinticinco kilómetros de Lisboa, cuando llamaron unos amigos españoles que acababan de llegar. Quedé en tomar algo con ellos en el centro del pueblo, y salí de mi urbanización, a las afueras de Cascais, con la hora encima. Desde mi casa hasta el lugar de la cita había unos dos kilómetros, de modo que empecé a caminar a toda prisa. Y de pronto, mientras trotaba calle abajo, se me encendió la cabeza y me dije: ¿Y si...? (todas estas ensoñaciones comienzan con un ¿y si?) ¿Y si de repente hubiera un terremoto?”
(...)
“La cuestión es que la idea del terremoto brotó por sí sola en mi cabeza, salida de quién sabe dónde, y a partir de ese momento empecé a vivir en dos dimensiones paralelas. Por un lado estaba mi cuerpo real, que seguía caminando muy deprisa, con el piloto automático puesto, hacia la cita con mis amigos. Por el otro, mi vida imaginaria, en la que estaba experimentando un fuerte temblor: los árboles se cimbreaban, el asfalto ondulante hacía bailar encima a los coches como juguetes, el típico empedrado portugués de las aceras se desmigaba. ¡Y ese ruido increíble, el retumbar del mundo! Al fin la violencia de la tierra se detuvo y yo, espantada, decidí no acudir a la cita con mis amigos, sino darme la vuelta y regresar a casa (estoy hablando de la vida inventada: mi cuerpo mortal seguía a paso ligero camino del centro de Cascais).”
“De esa cabeza estamos hablando”, dijo la presentadora. Hubo risas.
Entonces, casi sin necesitar que le hicieran ninguna pregunta, Montero habló de cómo el cerebro de los artistas tiene “un cableado distinto” e incluyó a los lectores voraces en este grupo.
Dijo que los niños tienen una multiplicidad de conexiones neuronales y que en la adolescencia hay una “poda” que hace que dejemos de imaginar como locos y podamos operar en el mundo, llevar a los chicos al colegio a horario, esas cosas. Dijo que a algunas personas la poda no parece ocurrirles. Los artistas serían esas personas.
“Si estás llena de la conciencia de la muerte también estás muy llena de la conciencia de la vida”, dijo Montero. Que todos somos raros y que se trata de buscar los raros que son como uno y juntarse con ellos. Que supo lo que eran los ataque de pánico, ese miedo a la muerte, en tres períodos de su vida. Y que luego se dio cuenta de que tanta gente los tenía que los consideraba “la gripe de los trastornos mentales”. Risas, aplausos, amor.
Montero habló de la investigación y las mil lecturas que la hicieron aprender cómo funcionan los cerebros pero también de aquellas donde supo cosas como que “una droga que tuvo su momento entre los creadores fue el café: Voltaire se tomaba cincuenta cafés al día, Balzac cuarenta y Flaubert combinaba decenas de ellos con vasos de agua helada. Nietzsche era adicto al cloral, un sedante hecho a base de cloroformo; Freud y Robert Louis Stevenson, a la cocaína; Valle-Inclán le dio duro al hachís, al igual que había hecho antes, en la década de 1840, Baudelaire, que lo tomaba en el Club des Hashischins junto a Balzac, el pintor Delacroix, Théophile Gautier y Gérard de Nerval”. O que “el opio, en especial, ha tenido siempre grandes seguidores: ‘De todas las drogas, el opio es la droga’, decía Jean Cocteau”.
Después de una hora de charla a toda velocidad, se abrió el espacio para las preguntas de los lectores. ¿Estás escribiendo algo?, preguntó una mujer desde el fondo. Montero dijo que sí, que otro libro de la saga de Bruna Husky, esos libros existenciales que protagoniza una androide. Hasta ahora, la saga está compusto por Lágrimas en la lluvia, El peso del corazón, Los tiempos del odio y un breve spin off que está en sólo en ebook, con el título Animal oscuro: Bruna Husky.
¿Sos feliz? preguntó una mujer desde el fondo. Menuda cuestión: ¿sos feliz, Rosa? ¿Sos feliz haciendo lo que hacés? Ahí la escritora encontró una punta. “¿Si soy feliz haciendo lo que hago?... Por supuesto. ¿Si soy feliz solo? Pues, hombre, eso de a ratos, porque la felicidad es una cosa que se enciende y se apaga, se enciende y se apaga”.
Pero, agregó: “Tengo eso sí la virtud de la alegría, pero eso no es mérito sino que tengo debo tener una sopa química, con mucha oxitocina o lo que sea, pero el caso es que la virtud de la alegría es esa virtud animal que hace que todas tus células se regocijen por el mero hecho de estar vivas”.
Eso, eso. La virtud de la alegría voló en el aire de un salón del Meliá durante unas horas. A la salida, el pasillo por el que Montero había entrado se llenó de gente -una cola para comprar el libro, otra para la firma de libros- y la española se sentó dispuesta a atender a cada uno, a todos, hasta el final. Eso hizo: sonrisas, firma, fotos, algunas palabras, confesiones y un joven que se va llorando. Muchos abrazos y agradecimientos. Hondo, profundo, al hueso. Rosa Montero.
Seguir leyendo