En 1870, un sanguinario crimen estremeció al entonces pueblo de Baradero, provincia de Buenos Aires. Una fría mañana de mayo, encontraron degollada y acuchillada a toda una familia de muy buen pasar económico, incluidos sus perros guardianes. El único miembro que de casualidad se salvó fue el hijo menor, un bebé que se encontraba con sus abuelos solo gracias a que había sido recientemente destetado.
El escritor argentino Federico Jeanmaire, autor de libros como Wërra y Fernández mata a Fernández, reconstruye en su libro El destetado la historia de una masacre que, a pesar de ser parte del folclore de Baradero, estaba al borde de ser olvidada.
Todo comienza con “Tomasito” Troncoso, un bebé abandonado por sus padres que había sido criado por una rica familia del pueblo, los Camaño. Apenas lo suficientemente crecido como para no ser considerado un niño, el joven notó que no era uno más de la familia cuando el jerarca lo mandó a trabajar al campo como peón. Pero, a pesar de las infranqueables diferencias de clase, Tomasito se había enamorado de María Robustiana, la hija menor de su patrón.
El destetado, contenido exclusivo de Indie Libros, recrea en clave policial el camino que llevó a “Tomasito” Troncoso a pasar de ser un peón enamorado a un asesino capaz de cualquier cosa para saciar su sed de venganza. Un supuesto botín escondido, una sanguinaria escena del crimen y un pueblo dispuesto a linchar tanto a los culpables como a su juez. Un siglo y medio después, la desgarradora historia de la masacre de Baradero sigue dando de qué hablar (y leer).
Así empieza “El destetado”
A Eduviges Camaño le habría gustado llevar a sus dos pequeños hijos a la función del circo aquella noche. Hacía bastante tiempo que no llegaba un circo a Baradero y, con toda seguridad, iban a pasar meses hasta que las pruebas volvieran. Era jueves. Más precisamente, el jueves 26 de mayo del año 1870.
Pero la mujer no iba a poder llevarlos.
El asunto había empezado a complicarse la semana anterior. A su marido lo había tirado una yegua nueva, alazana y arisca, que estaba domando. Desde entonces, Fidel Díaz permanecía en cama recuperándose: en la caída se había quebrado el brazo y la pierna derechos, a más de un par de costillas. La mujer pensó en preparar el carro y llevarlos ella misma. Sin embargo, esa tarde la cuestión había terminado de arruinarse: además de lo adelantado de su embarazo, llovía torrencialmente y, bajo esas circunstancias, resultaba del todo imposible hacerse cargo del carro las dos larguísimas leguas que separaban el pueblo de su casa en el campo. Así las cosas, la buena de Eduviges Camaño tuvo que resignarse, y esa resignación tomó la forma de un guiso flaco cocinado a desgano.
A Tomás Troncoso, en cambio, la vida se le venía complicando desde bastante antes de ese jueves.
Desde la infancia misma.
Abandonado por sus padres, había sido criado por la rica familia Camaño a más de tres leguas del poblado y a una de donde ahora habitaban los Díaz. El color de su piel tampoco lo había ayudado: era un poco más oscuro que los Camaño y que el resto de los descendientes de europeos que habitaban la región.
El color de la piel era importante.
La pucha que era importante. Y lo sigue siendo. Todavía. Muy a pesar del tiempo trascurrido desde entonces. Si lo sabré yo, que también soy un tanto oscurito.
Un par de años mayor que Eduviges, Troncoso había crecido compartiendo juegos junto a ella y sus hermanos. Pero no tardó nada en darse cuenta de que no era un igual. Apenas pudo montar, dejó de ser como un hijo más de los Camaño y lo mandaron a conchabarse de peón en la vecina estancia de don Ignacio Pereyra. Con diez o doce años, dejó de ser Tomás o Tomasito y se convirtió, de buenas a primeras, en el negro o en el chino Troncoso. Y eso fue para siempre.
Ese mismísimo jueves de circo, al tiempo que Eduviges agregaba a desgano alguna papa o alguna batata para agrandar el guiso, Tomás Troncoso llegaba a la pulpería en donde había quedado con dos de sus amigos: Vicente Cruz, apodado el zambo, y Nemesio Taborda, también conocido como el rubio. Ninguno de ellos había imaginado, mientras disponían el encuentro algunas semanas antes, que justo esa noche llovería lo que estaba lloviendo. De cualquier manera, mientras el frasco de ginebra iba y venía de una boca a la otra, decidieron que el diluvio que caía no alcanzaría para detenerlos. No sería suficiente. A lo sumo habría que aligerar los planes, no visitar los dos sitios que habían pensado visitar, sino, solamente, llegarse hasta el que quedaba más cerca.
No discurseaban.
No lo necesitaban.
Los tres sabían de antemano lo que sabían. Cruz y Taborda fantaseaban con que al final de su ruta los esperaban, mansos y tranquilos, aquellos veinte mil pesos provenientes de una venta de chanchos que Troncoso juraba se escondían en algún rincón de la casa de los Díaz. Veinte mil pesos, contantes y sonantes, a dividirse en partes iguales. En cambio Tomás Troncoso, aunque se lo guardaba para sí, sólo quería vengarse. Por eso, decidieron no esperar ni un minuto más. No daba la impresión de que la lluvia fuera a parar y ya estaba bien de ginebra. Montaron sin decir palabra sus respectivos caballos y enfilaron hacia el camino real, a las afueras del pueblo.
Justo en ese momento y sin ninguna gana, Eduviges Camaño acarreaba hasta la habitación un plato hondo repleto de guiso para su marido convaleciente. Mientras sus hijos, Sabino Fidel, de cinco años, y Honorio, de tres, corrían a sentarse en la mesa de la cocina a la espera de que por fin les llegase su turno. La mujer les pidió que no gritasen, que aguardaran en silencio. De inmediato, los chicos se callaron. Conocían de sobra el fuerte carácter de su madre y no querían por nada del mundo quedarse sin comer.
El negro Troncoso galopaba unos metros por delante de sus compinches.
Los guiaba.
Y de paso pensaba. No podía parar de pensar. Aunque, quizá, mejor sería escribir que relamía, una por una, las demasiadas heridas de su vida. Rumiaba el odio.
Se había enamorado de María Robustiana Camaño, la hermana de Eduviges, cuando todavía era Tomasito. Cuando todavía ni soñaba con que un día, a sus diez o doce años, iba a convertirse en el negro o en el chino. Desde siempre, la había cavilado su mujer. Y ella, otro tanto. De hecho, lo primero que hizo cuando juntó sus primeros pesos como peón de Pereyra, fue ir hasta el almacén de ramos generales y comprarle una tela para que se hiciera una linda pollera. El viejo Camaño lo recibió con cara de pocos amigos, le sugirió que sus hijas no necesitaban que les regalaran nada, que devolviera esa tela y que, mejor, utilizara ese dinero para comprarse algo de ropa para él, que a lo que se dejaba entrever le hacía bastante falta y que, por favor, no volviera a pisar su propiedad. Nunca más.
Fue duro.
Un golpe muy duro para Tomás.
Tuvo que pegar la vuelta sin ver a su amada y, si no lloró, fue sólo porque ya era el negro Troncoso y no más Tomasito.
Eduviges recogió los platos y enseguida envió a sus hijos a la cama. Sabino, el más grande, se quejó de ausencia de sueño. Pero la mujer no le hizo el menor caso, le bastó con mirarlo fijo a los ojos durante unos segundos para que el pibe le diera las buenas noches y corriera a esconderse debajo de las cobijas. Antes de ponerse a lavar lo que había quedado sucio de la cena, Eduviges se dio algún tiempo para espiar cómo estaba su marido. Fidel seguía muy dolorido y se quejaba a los gritos de no poder conciliar el sueño. Entonces la mujer cerró sin hacer ruido la puerta de la habitación e intentó olvidar sus malos pensamientos entre la lejía y un cacharro con agua.
Tomás Troncoso no volvió a la casona de los Camaño desde que el viejo lo echó aquel día. Pero tampoco se olvidó de María Robustiana.
Jamás.
No hubiera podido.
Sin embargo, y muy a pesar de que gastaba las horas meditando al respecto, no se le ocurría la manera de volver a verla. Tardó algún tiempo hasta que la encontró: la misa del domingo. Cómo no se le había ocurrido antes. Los Camaño no faltaban nunca a la misa del domingo. Entonces, un domingo cualquiera se lavó bien la cara y los sobacos, se peinó con raya al costado y allá fue con la mejor ropa de que disponía.
La vio.
De lejos.
María Robustiana disimulaba su risa y le hacía señas, colocándose un dedo sobre el labio superior, de que esa risa provenía de los escasos y esparcidos pelos de su incipiente bigote. Pero no pudieron conversar. Fue todo desde muy lejos. Por eso, al domingo siguiente, además de lavarse bien la cara y los sobacos y de peinarse la raya al costado, pidió prestada una navaja, se afeitó por primera vez en la vida y, después, en la iglesia, se las ingenió para hacerle llegar a la muchacha, por medio de un chico y de un par de monedas, una nota en donde la invitaba a encontrarse con él a orillas del río Arrecifes, junto a un bosquecito de sauces y espinillos que había a unos cien metros del camino real, el mismo camino real por el que ahora galopaba en medio del diluvio universal.
Una vez que hubo terminado de lavar los platos, Eduviges se quedó haciendo algunas tareas de costura que tenía pendientes. Todavía no quería ir a la habitación, no hasta que Fidel se durmiera. Su marido estaba insoportable con sus dolores. Y aunque ella entendía su malhumor, lo había escuchado quejarse durante todo el día y ya era suficiente. Necesitaba estar un rato a solas. Descansar de su esposo y descansar de sus hijos. Pensar en nada. Y olvidarse, sobre todo, de que no había podido concurrir al circo aquella noche.
El negro y María Robustiana empezaron a verse a partir de aquella nota. Primero para arrojar piedras al río o correrse el uno al otro o reírse o jugar a cualquier cosa. Claro que los años pasaron y, casi sin darse cuenta, con naturalidad, comenzaron los besos y las caricias y los juramentos de amor eterno. Siempre a hurtadillas, por supuesto, en aquel bosque de sauces y espinillos a orillas del río Arrecifes. Hasta que una tarde de calor, después de nadar un buen rato, no pudieron evitarlo: las carnes no aguantaron más las ganas y sellaron su amor.
Deshonra, llamaron a aquel embarazo inoportuno los Camaño.
Y se preocuparon por esconder de los ojos del pueblo esa panza deshonrada que crecía con tanto entusiasmo. Aunque, claro, todo Baradero sabía en murmullos, que es como acostumbran a saberse las cosas en los pueblos, que el fruto de aquella tarde amorosa de verano había sido alumbrado el 28 de noviembre de 1868.
Unos meses antes, apenas se enteró por María Robustiana de que iba a ser padre, Tomás hizo un último esfuerzo, dejó su mucho orgullo de lado y volvió manso y tranquilo a visitar la casona de los Camaño. Desmontó el mismo tordillo con el que ahora galopaba bajo la lluvia, se presentó delante del viejo y, sin preámbulos, le pidió de muy buen modo la mano de su hija. El viejo lo sacó carpiendo. Le gritó que era un bárbaro y un animal y un pobre guacho y un negro de mierda. Todo eso le gritó. Y también le exigió que nunca más se llegara hasta su casa, que no iba a ser bienvenido, y agregó que, si a pesar de sus advertencias se animaba a hacerlo, le iba a pegar un tiro justo entre ceja y ceja.
Tomás Troncoso no volvió.
Nunca más volvió.
Quién es Federico Jeanmaire
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1957.
♦ Es escritor, licenciado en Letras y ha sido profesor en la Universidad de Buenos Aires.
♦ Ha publicado numerosas novelas, entre las que se encuentran Miguel, Montevideo, Una virgen peronista, Papá, Países Bajos, La patria y Fernández mata a Fernández.
♦ Obtuvo galardones como el Premio Especial Ricardo Rojas, el Premio Emecé con Vida interior y en el Premio Clarín de Novela.
♦ Algunos de sus libros han sido traducidos al francés, al alemán, al griego, al árabe y al portugués.
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