El amor prohibido entre una profesora y su exalumna de un colegio de monjas

En su nueva novela, “Cartas quemadas” la escritora argentina Gabriela Saidón narra una relación controversial en la que una mujer dobla en edad a la otra mientras una de ellas reconstruye las cartas quemadas de la amante del escritor francés Gustave Flaubert.

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"Cartas quemadas", editada por Galerna, es la última novela de la escritora y periodista argentina Gabriela Saidón.
"Cartas quemadas", editada por Galerna, es la última novela de la escritora y periodista argentina Gabriela Saidón.

“Tragué saliva, conté uno, dos, tres, y dije: ‘Vamos a estar las dos solas’. Era una movida jugada. Tenía miedo. Vos, 18; yo, 36. Voy a usar una frase hecha: te doblaba en edad”.

Cartas quemadas, la nueva novela de la escritora y periodista argentina Gabriela Saidón, parte de la relación amorosa entre Génesis, una académica y profesora de secundario, y Simona, su exalumna de un colegio de monjas. Lo que comienza como un primer y prohibido beso en la comisura de los labios cuando la relación era todavía imposible, años más tarde se transforma en un vínculo transformativo tras su tan ansiado rencuentro.

Pero esa historia de amor (otrora) prohibido es solo una de las tramas que se desarrollan en Cartas quemadas. A su vez, Génesis, la narradora, se aventura en la reconstrucción ficticia de las cartas que Louise Colet, amante del escritor francés Gustave Flaubert, le envió a su amado y que luego fueron quemadas por la sobrina del autor de Madame Bovary.

Como si se tratara de mamushkas o de un juego de cajas chinas, Cartas quemadas, editada por Galerna, hilvana con maestría estas historias insufladas por el ardor del pasado y del presente, por el fuego de los cuerpos y el deseo prohibido aunque incontenible, pero más que nada por el éxtasis de las palabras que solo la escritura es capaz de inmortalizar.

Así empieza “Cartas quemadas”

Lady Di

La noche en que murió Lady Di celebramos mi cumpleaños en el restaurante chino de Córdoba y Gascón. ¿O debería decir la noche en que mataron a Lady Di? Vos te habías pedido arroz con langostinos. Yo, un chop suey con hongo chino y champignon.

¿Querés probar?, te pregunté, y te alcancé uno de esos hongos carnosos negros que me encantaban.

Lo agarraste entre los dientes y lo apretaste con la lengua contra el paladar, como si quisieras sacarle todo el jugo. Una puntita del hongo se asomó entre tus labios y cerraste los ojos, simulando placer. Entonces me di cuenta de que te habías maquillado; pestañas, labios, algo de rubor en las mejillas, como a veces lo hacías en el colegio.

Rico, dijiste, y me ofreciste un langostino de tu chow fan.

¿Tomamos champagne?, te pregunté antes, por las dudas.

Obvio que tomo champagne, dijiste, desafiante, tus ojos azules con ese veteado marrón que los atraviesa. El subtexto lo entendí, y agradecí: ya no soy una nena.

Afuera llovía. Como siempre en Santa Rosa.

Nos enteramos del choque fatal en el túnel por el televisor colgado en un rincón, entre la pared y el techo, cerca de una de esas lámparas chinas tubulares rojas, con flecos de hilos colgantes, que despedía una luz amarillenta. Entonces nos sentamos una al lado de la otra, para ver la pantalla, lejos del resto de las personas, todas indiferentes a lo que pasaba tan lejos, en el verano boreal. No lo podíamos creer. Diana tenía mi edad. Lejos de e la familia real que la había maltratado tanto, se la veía feliz con su nuevo amor, pero quién sabe ¿no?, era el tipo de comentarios que hacíamos en voz baja. Y entonces, se moría. Un horrible final para la princesa.

Qué vida de mierda, dije.

Yo estaba furiosa: me habían dejado afuera de la fiesta de compromiso.

¿Fiesta de compromiso? ¿Hay gente que se compromete en 1997?, preguntaste cuando te llamé desesperada y te dije:

Te invito a mi cumpleaños, rubia. ¿O tenés algo?

¿Quién más va?

Me había costado llamarte, me costó responder a tu pregunta. Tragué saliva, conté uno, dos, tres, y dije:

Vamos a estar las dos solas.

Era una movida jugada. Tenía miedo. Vos, 18; yo, 36. Voy a usar una frase hecha: te doblaba en edad.

Estuve horas eligiendo la ropa. Al final, me decidí por el vestido negro corto, ajustado, zapatos rojos de taco aguja; eso sí: piloto. Por suerte, vos no optaste por los jeans, algo que me hubiera dejado en evidencia. Pollera y remera ajustada, borcegos. Una mejor elección para la lluvia. Salvo, la campera de jean.

¿Te acordás ahora? Dijiste: Claro que voy. Te hago la gamba, profe. Hasta tengo un regalo para vos.

Después, mucho después, me preguntaste:

¿Qué cambió?

Eras tan linda. Sos. Eras la chica más linda del colegio, lejos. Siempre vas a ser. Y entiendo que no entiendas que eso no me alcanza.

¿Y yo?

Vos eras la profe más canchera de todas. Yo quería ser como vos.

La yema de tu dedo acaricia esa superficie lisa y redonda como una tapita acolchonada. Todo es suave e intenso al mismo tiempo y me decís:

¿Ves? Este es tu punto G.

O dijiste: Punto, G.

Si fui yo la que un día escribió:

Entonces prefiero soltar.

Si yo puse el punto ¿final?

Pero: ¿cuándo termina una historia?

¿Cuándo termina un amor?

¿Existe el punto G?

Gabriela Saidón es autora de libros como "La montonera. Biografía de Norma Arrostito", "Qué pasó con todos nosotros", "Cautivas", "La farsa. Los 48 días previos al golpe", "Mondo verde. Mentiras y verdades de la ecología" y "Yo me hice feminista en el exilio".
Gabriela Saidón es autora de libros como "La montonera. Biografía de Norma Arrostito", "Qué pasó con todos nosotros", "Cautivas", "La farsa. Los 48 días previos al golpe", "Mondo verde. Mentiras y verdades de la ecología" y "Yo me hice feminista en el exilio".

Llovía es inexacto. El verbo no alcanza para expresar que una tormenta de todos los demonios se había abatido esa noche sobre Buenos Aires. Pruebo, busco palabras, modos de decir lo mismo, o algo distinto: llovía a cántaros, caía una lluvia torrencial. En la tele, mataban (o morían) a Lady Di. En la calle, el vendaval. Nosotras, protegidas en un restaurante chino del que, pasada la medianoche, ya no sabían cómo decirnos que nos fuéramos. Habían dado vuelta las sillas sobre las mesas y hasta montaron un karaoke en el fondo del salón donde, por vez, desafinaban en chino, sin importar. No nos ofrecieron participar: era una invitación a retirarnos. La velita de la minitorta que llevé languidecía triste al lado de esa ceremonia ruidosa pero también íntima y familiar. Hasta la tormenta había amainado (¿es posible no caer en lugares comunes al hablar del clima?).

El regalo era un libro: El loro de Flaubert, de Julian Barnes. Un capítulo de esa novela disparó el comienzo de la novela que escribo. Aunque tardé en darme cuenta.

Al final, nos fuimos. Ya estaban apagando las luces, había cesado el karaoke. Hubo un chasquido de metales cuando, en la vereda, por las dudas y al unísono, abrimos los paraguas. Con la corrida se me despegó un taco, quedé rengueando, el taco en la mano. ¿Por qué se llama aguja, porque pincha?, preguntaste, tocaste, hiciste la mímica del pinchazo en el dedo. Nos reímos y vos agitaste la melena. Era como si toda la vida hubieses tenido el pelo ajustado en un rodete y de pronto lo desataras. De hecho, en las clases, usabas ese rodete tirante, como de bailarina. El beso fue en la comisura de los labios.

El punto G vino después. Añares. Pero antes de la pregunta:

¿Qué cambió?

Todo, mi amor, todo cambió.

Será que la lluvia

¿Qué somos?, te pregunté aquella tarde de primavera.

Dibujabas corazones en el vidrio empañado de la ventana de un bar de Belgrano; tu perfil conservaba los rasgos adolescentes tantos años después; la frente, apoyada en el marco de madera. Tan cliché. Afuera, también, llovía.

¿Será que la lluvia marcó el ritmo de nuestros encuentros? ¿O será una marca del recuerdo?

¿Cómo nos definimos?, te pregunté.

¿Vos y yo?

Ajá.

Mmmm, pensaste, me miraste y:

Podríamos decir que curtimos, dijiste.

No te pregunté si querías decir que esa era la versión para el afuera (cuando habíamos quedado en mantener el vínculo en secreto), aunque sonaba así. O porque quisiste decir lo que quisiste decir.

Curtimos.

Sí, claro, eso hacemos, no somos.

No dijiste, entonces, somos un curte. Eso fue después, cuando sentiste que había que definir, sustantivar. Pero no sé si lo vivías así o fue una definición a demanda, una respuesta veloz y calculada al mismo tiempo. Tal vez la tenías preparada, lista para usar cuando yo preguntara.

De todos modos, yo venía con el discurso de estar siendo. De no ser definitiva.

¿Qué es lo que define tu identidad sexual?, te había preguntado (no creo haber usado esas palabras, pero más o menos).

La práctica, dijiste.

Como teoría no me convenció. Fue más una invitación: practiquemos.

Practicamos.

No me alcanzaba, claro, con gustarte.

Por wasap te pregunté (por wasap me envalentonaba, y vos también, y casi que había que largar el celular porque quemaba. ¿O había que quemar el celular?):

¿Qué te gusta de mí?

Tus piernas, dijiste, y no sé qué más.

No te lo dije (jamás lo hubiera hecho entonces), pero no me alcanzaba con curtir, gustarte, ser la que necesitabas para borrar las cicatrices de tu separación. Si tenías las heridas abiertas, vamos.

Tenías que arder por mí. Disolverte. E-na-mo-rar-te. ¿Y yo?

Y yo, eso. Nada, o no sé.

Esa tarde lluviosa de primavera en el bar o acaso en el restaurante chino, te hablé de mi síndrome de Cenicienta.

Dijiste: no es verdad, no tenés el síndrome de Cenicienta. Es otra cosa. ¿O cómo nombrar el miedo? Entonces fue cuando quedó el emoji del zapato rojo con taco aguja para siempre.

Me habías preguntado por qué aguja. Porque pincha. La aguja pincha para enfermar o para curar, lastima pero también cose, remienda, arregla los géneros rotos. Dos agujas tejen. Y las costureras se cuentan historias. Pero te oigo decirme después: la aguja del zapato no hace nada de todo eso. Se clava en el suelo, y hace doler el pie.

Digo: además, es fetiche. Como si quisiera defenderme de algo.

Será porque no me animo a decírtelo, o porque no me animo a quererte, que te escribo. ¿Escribo para vos?

Y vos: escribiste un poema sobre ese irme mío.

Me recordaste unos poemas que habías escrito en la adolescencia, cuando yo era tu teacher, cuando nuestro amor también era imposible.

No guardé el poema. ¿Vos sí?

Esa vez, después de soltar por wasap, en el auto, me pediste que te mirara. Pero antes, que te explicara. No sé qué dije. Estaba incómoda. Dijiste que había estado bueno.

Hubiese preferido que dijeras que estaba buena. Canchera no alcanza.

O no sé.

Falta la parte

Falta la parte del medio en esta historia. La parte en que me voy. La parte en que me quedo. La parte en que tu yo me harta y la parte en que vos me decís que no entendés por qué me soportás. La parte en que decimos por qué no probar una convivencia, la ropa mezclada y los zapatos arrumbados en cualquier lugar, la parte en que salgo del closet, la parte de la académica que se lanza a la ficción, la parte de la cronista que la alienta y la parte en que se pudre todo. La parte en que te vas y volvés. Y me voy. Y vuelvo. O no. Y nos vamos. Y nos volvemos.

Y la parte más linda, la de tu dedo en mi botón. La de tocarte, la de los besos.

¿Puedo besarte?, preguntaste. Creo que ahí empieza esa otra parte.

Porque antes, vienen todos los zapatos.

Y tu necesidad de borrar cicatrices que todavía no se te formaron, rubia. Gigantes serían esas cicatrices, como los callos en el lomo de la ballena franca austral.

El reencuentro fue casual, a la salida del subte. Estabas con Indio (bello, tus rasgos exactos, otros colores) que tironeaba para bajar por la escalera mecánica ascendente.

Así supe que habías tenido un hijo. Hubo intercambio veloz de cifras y despedida rápida. Enseguida llegaron los mensajes encendidos por wasap.

Me preguntaste:

¿Tuviste sexo con una mujer?

Y yo: a los doce, unos juegos a la hora de la siesta.

¿Me estabas midiendo? ¿O querías saber cómo encarar?

Me advertiste que no eras de tomar la iniciativa.

Yo tampoco, nunca, dije. Un poco mentí. Solo un poco, porque la primera mano, el primer beso, eso sí, nunca. Pero encaro.

Yo te dije algo que ahora no sé o no recuerdo, sobre mi deseo, o mi confusión.

Y vos: Ay, las hétero.

Tal vez yo necesitaba probar, responder a esa pregunta, la de tener sexo con una mujer. Y vos, separarte de tu ex.

Quién es Gabriela Saidón

♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1961.

♦ Es licenciada en Letras (UBA), escritora, periodista y docente de talleres de lectura y escritura.

♦ Es autora de libros como La montonera. Biografía de Norma Arrostito, Qué pasó con todos nosotros, Cautivas, La farsa. Los 48 días previos al golpe, Mondo verde. Mentiras y verdades de la ecología y Yo me hice feminista en el exilio, entre otros.

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