Hace unos días llegaba apurado al consultorio, después del mediodía, porque me iba a encontrar con una mujer cuya madre estaba internada. En el camino, pasé frente a un kiosco de diarios y no pude dejar de mirar, sobre una pila de libros, un título particular: Antes de decirnos adiós. Ayudando a morir a mi madre. Tomé nota del autor y, como estaba apurado, me prometí volver a buscarlo más tarde.
El título me inquietó, me parecía ambiguo: ¿cómo se “ayuda” a morir a una madre? Me hice a la idea de que quien escribía era un hijo o una hija; entonces me pareció hasta siniestro. Estas son asociaciones personales, devaneos que escapan a la lectura; pero que muestran el alcance de los títulos, la relación que tenemos los lectores con esas pocas palabras que –a veces– deciden que llevemos un libro. Cuando yo volví a buscar este, ya no estaba; pregunté al canillita y no lo recordaba. Pero eso fue varios días después.
No lo pude comprar en el momento porque, como dije antes, quería llegar rápidamente al consultorio. Ahí me esperaba una mujer a la que no quería hacer esperar. Durante las últimas semanas, nuestra conversación giraba en torno a cómo ella se iba a despedir de su madre. A través suyo conocí un sufrimiento muy particular. Tengo que reconocer que uno que yo no experimento especialmente. No estoy seguro, pero creo que no podría pasar los últimos momentos de vida de mi madre junto a ella, asistiéndola, hablándole y devolviéndole cuidados, a su lado de un modo casi constante.
Soy un hijo ingrato, pero no de esos que piensan que a la mamá hay que conformarla visitándola o devolviéndole los tuppers
Soy un hijo bastante ingrato. A mi favor puedo decir que, si alguna vez quise quedarme con ella, mi mamá me dijo: “Andá”, como si yo tuviera algo mejor que hacer. Recuerdo unas palabras de un día particular: “Vos tenés tu familia, tenés que estar ahí”. Tengo que reconocer que, para ese momento, habían pasado varios años de mi análisis, entonces pude escuchar lo que dijo y se lo agradecí. Aprender a escuchar a mi mamá fue algo que me tomó muchísimos años; lo que fue dicho y lo que quedó entre líneas. Que la voz de mi mamá sea un objeto más presente, con diferentes matices y algún enigma, es algo que le debo al psicoanálisis. Soy un hijo ingrato, pero no de esos que piensan que a la mamá hay que conformarla visitándola o devolviéndole los tuppers.
Ahora que lo pienso, la reflexión sobre lo materno me acompañó en distintas ocasiones durante este año. Escribí para este medio una nota sobre Siri Hustvedt, otra sobre la difícil relación entre madres e hijas y, para el podcast La oreja que lee, propuse un cuento de Ignacio Molina que tiene en su centro el vínculo entre madre e hijo. Hoy comencé a escribir con la anécdota de una mujer a la que me esforcé por no hacer esperar: venía a hablar de la muerte inminente de su madre. Como no sabía bien qué decirle, quería estar. Como no había palabras para lo que ella vivía, quería escucharla contar lo poco –siempre es poco– que podía decir sobre cómo sería su vida a partir de ese día.
El psicoanálisis no es una práctica de certezas, pero si de algo estoy seguro es que en el análisis de mujeres el duelo por la madre ocupa un lugar muy particular. Es una escena que en algún momento se instala y acompaña durante un buen tiempo. ¿De qué se separa la mujer cuando pierde a su madre? ¿Cómo se elabora su ausencia? Si tuviera que hacer una suerte de comparación amplia, diría: los varones la tenemos más fácil, porque para nosotros se trata de la muerte del padre, a través de una fantasía parricida. “Matar al padre”, como suele decirse, es un trabajo psíquico muy complejo, pero de alguna manera tiene un camino tipificado. No hay nada parecido a “matar a la madre”.
Incluso diría que la fantasía parricida es la vía privilegiada por la que los varones toman distancia de la madre. Esto es lo que suele llamarse “complejo de Edipo”. Diría que más allá de su anatomía, una persona es un varón si la madre quedó inscripta en su psiquismo como un objeto prohibido –prohibición que alimenta todas las transgresiones y demás complicidades a espaldas del padre. No hay nada equivalente para la “niña” –como le gustaba decir a Freud. La separación en la relación madre-hija corre por caminos más arduos y singulares. Más acá de cualquier genitalidad, diría que una persona es una mujer según el modo en que se haya separado de su madre, si es que se separó.
Alguna vez escribí: “Los varones dejan a las madres, porque nunca se separan de ellas; por eso siempre están volviendo; mientras que, si las mujeres tienen que buscar algún modo de separarse de sus madres, es porque dejarlas les cuesta mucho más”. No podría desarrollar aquí esta idea, que también comenté en una de las notas que mencioné previamente, pero sí la voy a glosar a partir de una pregunta concreta que, pienso, permite explicitar lo específico del Edipo femenino: ¿qué espera una hija de su madre?
En principio, reconocimiento. Los hijos no esperan tanto eso, quizá porque ya cuentan con ese amor, también porque masculinizarse –para ellos– es traicionar a la madre. Así como están los varones que no hacen otra cosa que irse para volver, también están aquellos que solo pueden traicionar lo que aman; pero ellas quieren ser reconocidas por su mamá y eso no ocurre, ni siquiera cuando ocurre; porque incluso en este caso, no les creen. Un hijo varón está convencido de haber sido un objeto que causó el placer de su madre (a pesar de los años, no se imagina otra cosa mejor –para ella– que su presencia), una niña no: o bien piensa que “tiene que” visitarla, pero cuando la visita se siente incómoda o, aunque hable en los mejores términos, igual, no deja de llamarla antes de pasar (quizá por eso algunas mujeres no dejan de tener día fijo de visita a sus madres).
Un hijo varón nunca avisa antes de ir. Entra directo. Entra todo en el goce materno. Para una hija, en cambio, el goce de su mamá es un misterio, a veces distante, otras lejano. E incluso en la máxima cercanía, no deja de haber distancia. Esa distancia íntima puede ser reprochada, vivida como culpa, compensada con las más diversas identificaciones viriles (como el éxito profesional), etc., pero la pregunta es ¿por qué una hija no causa el goce de su madre? Por supuesto que nada de esto es consciente.
Ahora bien, el punto no es interrogar a la madre, preguntarle a cada quien qué piensa, sino que la hija no lo crea: que junto a su pedido de reconocimiento haya una desmentida básica, como si para devenir mujer una niña necesitara renunciar a ser un objeto sexual para otra mujer –mientras que un varón nunca deja de serlo para su mamá. ¿Cómo se encubre esa renuncia a ser objeto para la madre? Con la fantasía de ser deseada por el padre. Y aquí también hay vías distintas; por ejemplo, se puede buscar con desesperación el deseo de un varón para huir de la madre, o es posible despreciar ese deseo con la suposición de que la madre se enojaría, como entregarse a ese deseo para vengarse, etc.., pero siempre en torno a la incomodidad que implica ser deseada.
El Edipo femenino tiene diversas variantes, más que el masculino, pero sus dos polos son “expectativa de reconocimiento” y “queja por el deseo”. La primera encubre un acto –que hace muchas mujeres no crean en lo que tienen–, la segunda una fantasía –que las lleva a creer que algo les falta (“¿por qué me desea si...?”). A veces algunas se presentan más por una vía, otras por la otra, pero ambos polos están en el análisis de casi toda mujer. Quizá antes, en la época de Freud, consultaban más por lo segundo, hoy más por lo primero. Pero siempre suelen estar ambos polos.
Entiendo que, para usted, lector/a, esto que escribo puede parecer un perfecto disparate; sin embargo, yo no espero que alguien acepte de entrada lo que es resultado de investigación analítica y, además, tiene la condición de manifestarse en procesos inconscientes. Si alguien quisiera adelantar la objeción que hoy nunca falta –el psicoanálisis es heteronormativo, o más bien binario (porque habla de varones y mujeres)– le diré que, en realidad, en esta práctica no tiene mucho sentido hablar de la diferencia de género (como identidad) salvo para hablar de la manera en que alguien se separa, o no, de su madre. “Varón” y “mujer” son palabras que en psicoanálisis no quieren decir mucho, salvo para designar los conflictos particulares del complejo de Edipo.
Afortunadamente, nada de esto está para ser aceptado como un dogma y, a veces ocurre que personas ajenas a esta teoría, escriben relatos que pareciera que traen una confirmación indirecta de las ideas freudianas. Por eso, a continuación, comentaré una novela de reciente aparición que gravita en torno a la muerte de la madre.
La voz de la madre
Una de las consecuencias de la separación diferencial respecto de la madre, en el marco del complejo de Edipo, es la relación distinta –para varones y mujeres– con la voz materna. Me explicaré con dos ejemplos: como psicoanalista, son más las veces que escuché que una mujer no puede no atender un llamado telefónico de la madre; mientras que las mujeres que son madres se suelen quejar de que sus hijos varones no les atienden el teléfono. De la misma manera, creo que los varones necesitan un buen tiempo de análisis para llegar a escuchar qué dicen las madres, incluso debajo de afirmaciones ingenuas; mientras que a una mujer le sobra una observación trivial de su mamá (“a esta salsa, ¿qué le pusiste? Me parece que te salió un poquito ácida”, menciono una situación que me tocó presenciar) para arruinarle un día.
Podríamos preguntarnos: ¿por qué las mujeres escuchan a sus madres? En efecto, hay un título bellísimo de una novela de Federico Jeanmaire: Las madres no les decimos esas cosas a las hijas, pero no es de este libro que quiero escribir, sino de La voz de la madre, de Silvia Arazi –autora excepcional, con una escritura dócil y certera, que logra entrar en lo más profundo de la vida anímica como quien describe un paisaje japonés. Cuando la leo, todo el tiempo tengo la impresión de ser espectador y parte de sus narraciones. Como lector, no me exige compromiso, no me pide que me ponga de su lado, sino que respeta mi ritmo y, cuando menos me lo espero, estoy dentro de sus palabras.
La voz de la madre es una novela con una fuerte inclinación autobiográfica –por cierto, entre las páginas encontramos fotografías de los personajes, del álbum familiar de la autora–, pero que no es testimonial. Esto es un alivio. Ya estamos un poco cansados de las escritoras que nos cuentan su vida con pose compungida y autocomplacencia. La grandeza de Silvia Arazi está en que cuenta una historia, no renuncia a la literatura para exhibirse; al revés, más bien nos lleva –entre otras– a tres escenas sumamente dramáticas. Iremos por partes. Primero, el día en que la hermana llama para avisar de la muerte de la madre:
“Mamá se murió, había dicho la hermana.
Y ella se detiene en esas tres palabras –siempre se sintió cautiva de las palabras– y piensa que se murió no es lo mismo que murió. Que esa forma de nombrar el acto de morir de la madre parece incluir una voluntad, una intención. Como si la hermana supiera que su madre decidió terminar con el asunto de una vez por todas.
Se tomó un jugo de naranja.
Se pintó los labios.
Se puso un sombrero verde.
Y se murió.”
Cuán terriblemente preciso es esto que narra Silvia Arazi –autora de otras dos novelas magníficas: La maestra de canto y La separación; por eso, cuando supe de la publicación de esta, la leí inmediatamente–, qué sutil esta indicación: se murió; pero ¿cuál es la implicación de quien presenta los hechos de este modo? Interpreto: si mamá se murió, es porque entonces yo no la maté. Que no haya equivalente de la fantasía de parricidio en la relación madre-hija, no quiere decir no haya un intenso deseo de muerte. ¿Será por eso que las hijas a veces tienen que estar junto con las madres hasta el último segundo –como manera de verificar que murió por otra causa que su deseo?
Como ya sabía Freud, muchas veces los deseos hostiles se encubren con el amor más tierno y efusivos. Silvia Arazi no se engaña con las mieles de la idealización de un vínculo y, a continuación, presenta de manera sumamente humana una de las encrucijadas de su vida: la decisión de no tener hijos. Podría contarnos diferentes situaciones que podrían tomar el lugar de un trauma, pero como buena escritora sabe que el recurso a un trauma vivido es para velar la verdadera causa de un dolor. El día en que despertó de una intervención, la madre le dijo: “Quizá no vas a poder tener hijos”. El relato prosigue: “Después cerró los ojos y se quedó callada, como una pitonisa de la desgracia”.
Las madres no tienen opiniones, no exponen puntos de vista: su palabra es oracular, va de la mano de la realidad, se hace real para quien escucha. A partir de ahí, la novela conduce a situaciones infantiles, al onirismo de los momentos a solas con una madre a la que “buscaba parecérmele en todo”. La novela alterna narración en primera persona con capítulos en que, de modo impersonal, se habla de “la hija”. ¿En qué momento y cómo una mujer puede dejar ese lugar para darle lugar a un nuevo deseo? Respecto de su decisión de no tener hijos, Arazi dice que “No querer implica un acto de la voluntad que suele obedecer a razones claras, y ese no es mi caso. Puedo decir, en cambio, que no tuve la necesidad”. He aquí otra sutil distinción, de esas que no pueden pasar desapercibidas. A veces una mujer decide tener un hijo tan solo para dejar de ser hija, para autorizarse una feminidad que no puede realizar de otro modo. No es el caso de Arazi, quien nos lleva en otra dirección, menos evasiva.
Leamos un poco más:
“–¿Por qué no usás aros grandes?
–¿Aros grandes?
–Sí. Ahora todas las chicas usan aros grandes.
Hubiera podido decirle que ya no soy una chica, y que nunca usé aros grandes.”
¿Qué sentido hubiera tenido esa aclaración? La voz de una madre no es lo que una madre dice, sino una palabra interna, un modo de escuchar. “Si las palabras son máscaras que muchas veces ocultan nuestros pensamientos, la voz siempre revela”; “Las voces tienen una presencia constante”; “Madre de mi madre, ahora es ella quien vive en mí. Me habita”. ¿Qué enorme trabajo psíquico tiene que hacer una mujer para no escuchar el reproche en cualquier cosa que se le diga? ¿Qué desafío desplazar la voz de la madre de la palabra proferida por sus sustitutos (por ejemplo, una pareja) para escuchar a la mujer en la madre?
Por esta vía llegamos a “un hecho, unas palabras que escuché una noche de verano”. Es lindo leer que un puñado de palabras pueden adquirir el estatuto de un hecho; que la realidad no es más que algo oído, como en esa noche, cuando la joven narradora fue hacia la cocina y sintió que su madre le hablaba; pero luego descubrió que, en verdad, hablaba con el padre: “José, no me molestes” –es lo que pudo escuchar mientras espiaba desde la puerta del cuarto de los padres. ¿Cómo es que pudo creer que esas palabras le estaban dirigidas? Así de interna es la voz de la madre, que –respecto de otra escena– lleva a la siguiente pregunta:
“¿Ocurrió en verdad esa escena o se impregnó en mi memoria a raíz del relato de mi madre? Nunca lo sabré, pero en la realidad de mi mente –tal vez la única realidad– ese hecho ocurrió.”
“Mi padre, su marido, siempre será un desconocido para mí”, dice Arazi sobre quien la nombraba como “tonta” o “loca”. Este juicio ¿puede ser independiente del recuerdo de la vez en que, revisando el dormitorio de los padres, encontró un libro sobre sexualidad y las cartas de amor que el hombre dirigió a su esposa? Arazi narra el destino de la hija que no fue vista y amada –como mujer– por su padre (“Es posible que su pecado –el único que la niña que vive en mí no puede perdonar– sea no haberme hecho sentir amada”), pero ¿esta conclusión puede separarse de la confesión que años después le hiciera la madre?
¿Será por eso que las hijas a veces tienen que estar junto con las madres hasta el último segundo –como manera de verificar que murió por otra causa que su deseo?
“Me dijo que justo antes de conocer a mi padre había estado de novia con un médico cordobés llamado Mario, de quien estuvo muy enamorada. Al parecer, después de una cena, en la cual la presentó a su familia como novia oficial, él puso fin a la relación de un modo abrupto, sin darle una explicación convincente. Mi madre, que siempre se creyó poca cosa ‘soy ignorante, soy tonta, soy fea, dedujo que los padres de él la habían juzgado poco para su hijo.”
La hija permanece junto a la madre y hace de su síntoma materno (“tonta”) un sello de estilo, que le permite apropiarse de la maternidad desde otro lugar –sin hijos– a través de la escritura para niños (dado que Arazi también es conocida por sus libros para las infancias); de este modo, puede recuperar al padre, luego de la pérdida de la madre, a través del sentido de su segundo nombre (el mismo que la abuela paterna). En esta novela, la escritora encuentra su voz a partir de la voz de la madre. Las recetas de esta –comida árabe que acompaña las páginas del libro– se transfiguran en la escritura de la hija.
Para concluir, una última escena:
“Tengo la impresión de que escribimos en un estado ensoñación. Pensamos, con ingenuidad, que somos amos de nuestros pensamientos y de nuestras palabras, olvidando que la escritura tiene su propia voluntad. Una voluntad que muchas veces nos ignora. Cuando mi editora leyó estas páginas, me dijo con delicadeza:
– ¿Pero vos te diste cuenta de que quien dice las cosas más terribles es la madre, no?”
El primer párrafo demuestra que escribir es una práctica muy cercana a la del análisis. El segundo, que una editora trabaja a veces –quizá sin saberlo– como psicoanalista, porque un psicoanalista es también una especie de editor.
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