Para la autora mexicana Daniela Tarazona, escribir su último libro, Isla partida, fue todo un desafío. Pero aunque, según afirma, le “costó mucho decidir sacarla al mundo”, todo ese esfuerzo rindió sus frutos: la novela ganó el afamado premio Sor Juana Inés de la Cruz.
“Es muy importante haber recibido este premio que tiene tanto prestigio. Es un honor muy grande que se haya reconocido a Isla partida, que forme parte de ese conjunto de escritoras tan reconocidas que lo han obtenido”, declaró la autora. Además, considera que formar parte de la lista de ganadoras del Sor Juana representa un gran honor porque “son autoras que he seguido, que conozco y que admiro muchísimo su trabajo”, dijo en referencia a otras ganadoras como la uruguaya Fernanda Trías y las argentinas Camila Sosa Villada y María Gainza.
El jurado integrado por la mexicana Sara Poot Herrera, la chilena Andrea Jeftanovic y el venezolano Daniel Centeno Maldonado decidió de forma unánime otorgar la trigésima edición del Premio de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz a la narradora mexicana por Isla partida, su novela de 2021 en la que “conviven la poesía y sus significados”, lo que le valió un premio de 10 mil dólares.
“Estoy sumamente contenta de que mi Isla partida haya resultado ganadora. ¡Muchas gracias!”, escribió la escritora en su cuenta de Twitter al conocer la noticia de la distinción de su última novela editada por Almadía, en la que construye un original artefacto narrativo que cuenta la historia de una mujer que padece un trastorno neurológico y experimenta un desdoblamiento de su mente y su identidad.
Así empieza “Isla partida”, de Daniela Tarazona
Ten cuidado con las perlas
Abres la puerta de la casa. La luz marca el pelambre de la alfombra gris en la sala. Ella se fue. En la cocina, revisas el bote de la basura y compruebas el desayuno; las cáscaras de huevo descansan sobre restos de verduras pudriéndose. El aire guarda olor a agua hervida, encuentras encendida una hornilla, la parrilla arde al rojo vivo.
Vas a la habitación, no la buscas porque sabes que se fue, recorres el espacio movida por la curiosidad; no sucede a menudo poder estar dentro de una casa y ver las pertenencias de otra, observar su rastro: la colcha de la cama con la marca de sus nalgas –se cambió de zapatos antes de salir–, el olor del aire que acaba de respirar; la llave del lavabo aún goteando, el cepillo de dientes mojado. En un pequeño librero, sus anillos. Se fue con las manos desnudas para siempre.
Regresas a la sala. Te sientas en el sillón de dos plazas. Observas los rincones como si fueras a encontrar algo más. Un detalle puede ser trascendental. Entre el amasijo de cables de la televisión y el teléfono ves una pequeña pelota. (Recuerdas que tuvo una gata, Faustina, y que se fue a la semana de haber llegado). En el otro extremo, bajo la banca en la que ella puso tres macetas, distingues las tiras de la alfombra deshilada.
Hace calor. Abres la ventana para que entre el aire. En ese momento suena el teléfono. Escuchas su voz grabada advirtiendo, como es, que no está. Después de la grabación, un mensaje.
–Hola, por favor, llámame cuando regreses.
La casa es pequeña y está atravesada por la luz. Tiene el número tres en el muro, a la par de la puerta de entrada. La blancura de las paredes ciega un poco.
Debió de salir sin que nadie la viera. Tal vez se asomó por la ventana que daba al pasillo común y se cercioró de que no hubiera ni un alma. Incluso pudo haber girado la llave dentro de la cerradura despacio, con tanto cuidado que nadie escuchó la puerta abrirse. Salir sin ser vista fue su anhelo desde hace tiempo, lo sabes.
Te pones de pie y caminas hacia la puerta. La llave pende de la cerradura. Si la llave está en tu mano, ¿cómo salió?
Escuchas los motores de los coches afuera cuando la luz del semáforo está en rojo, luego avanzan. Ella partió temprano, una hora después del amanecer. Llevaba un vestido verde, el pelo en una coleta, los zapatos negros con tiras alrededor de los tobillos. La calle estaba casi desierta, como puede suponerse. Solo un coche rojo, último modelo, se detuvo en el semáforo. Dentro iba un hombre que se rasuraba con una máquina conectada a algún dispositivo del auto. El hombre sí la miró de reojo y, simplemente, siguió su camino.
Ella cerró la puerta con cuidado y dejó la vecindad. El sol ahora está en el centro del cielo. Escuchas el sonido del refrigerador. Vas a la cocina y lo abres. Hay dos botellas de agua grandes y llenas, un frasco de mermelada, una mantequillera de cerámica roja. En el cajón de las verduras: una cabeza de ajos, una berenjena y una cebolla a la que le han crecido brotes verdes.
En la estantería que está a la par del refrigerador ves tres botes de avena instantánea.
Tienes ganas de orinar, así que vas al baño. Observas cómo la cortina blanca de la regadera llega al suelo y tiene manchas negras que son, con toda certeza, hongos producidos por la humedad. Admiras la loza del suelo con figuras geométricas, la más pequeña es de color rosado y la mayor, morado oscuro; son rombos magníficos que se despliegan sobre el fondo blanco.
Sobre aquella loza, en otro tiempo, se vieron las salpicaduras de la sangre de ella. La caída por efecto del vino. La historia también se trata de la mujer con la frente amplia.
Miras el espejo que está sobre el lavabo. Ella pegó allí la calcomanía de un mandala. Ese espejo estará colgado de otra pared, en otro baño, y reflejará el rostro de la mujer de frente amplia que morirá. En la dirección opuesta ves dos macetas diminutas sobre el rellano de la ventana. En aquellas plantas vive la mujer a la que le sobresalen los dientes. Al mirar con atención el nacimiento de la planta te es posible distinguirla: su cuerpo tiene el tamaño de la falange de un dedo pequeño y allí está la mujer miniatura regando la tierra, alimentando con agua el jardín de la maceta.
Tiras de la palanca. Tu orina se va. En la pequeña mesa donde están los enseres del baño, ves un bote de crema que tiene escrito en la tapa con una letra infantil “para el día y la noche” –la caligrafía fue rematada con una diminuta cara sonriente–.
Entras a uno de los cuartos contiguos. Encima del escritorio está su computadora. Es un hallazgo. Habías soñado la misma escena. El interior de la máquina te hace pensar en un cuerpo. Es una obviedad, pero las piezas de metal dentro de ella, los cables delgadísimos señalan que el sueño fue cierto. Y a esta máquina, te dices, le extrajeron el cerebro.
Te das la vuelta y ves las paredes del estudio. Llaman tu atención porque en ellas están colgadas las cartas de la lotería. Distingues el sombrero, el diablo, el catrín… Ocupan los espacios de los muros entre los libreros con los ejemplares en doble fila, a punto de caer al suelo.
Desde el estudio, ves a una persona atravesar el pasillo de la vecindad. Es un hombre de estatura mediana, va despacio, parece que tiene alguna lesión en las piernas, sus hombros bailan, sube uno, baja el otro. Lleva pedazos de cartón grandes bajo el brazo, va hacia la puerta que da a la calle.
Cruzas el baño para llegar a la habitación y esconderte. Te sientas en la cama sobre la marca que ella dejó. Miras hacia la ventana que da a un patio interior. Te quitas los zapatos despacio, como si tuvieras el tiempo de la eternidad y te recuestas lentamente; cuando tienes la cabeza sobre la almohada, subes los pies. Colocas tus manos sobre el vientre, entrecruzas los dedos. Miras el techo. La humedad solo ha alcanzado las paredes. Poco a poco, el sueño llega. Te duermes. Irás hacia las profundidades. En realidad, ella acaba de salir. Viajará a la isla.
El hombre que viste lleva las cajas de cartón a la azotea. Está de pie sobre el techo que tú podrías ver a través de la ventana si estuvieras despierta. Apila las cajas y las ata con un trozo de cuerda desgastada.
Después de comerse el huevo con un poco de sal, pimienta y limón, ella tira la cáscara al bote de basura. Lava la taza que usó como recipiente y la coloca en el escurridor. No se da cuenta de que deja encendida la hornilla.
Se detiene bajo el umbral de la puerta de la cocina y se mira las manos. Cierra los puños como si estuviera probando su fuerza. Respira hondo. Se le nota nerviosa. Va hacia la puerta. Gira la llave, casi puede decirse que, en silencio, vuelve a respirar; allí afuera la espera un hecho inquietante.
Se asoma, poco antes de cruzar el umbral, y revisa que nadie esté, en ese momento, caminando por el pasillo de la vecindad. Deja su casa. No vuelve la vista atrás. Tira de la manija. Se va y no lleva abrigo. Dos perlas adornan sus orejas.
Quién es Daniela Tarazona
♦ Nació en Ciudad de México en 1975.
♦ Es narradora y ensayista.
♦ Escribió los libros El animal sobre la piedra, Clarice Lispector, El beso de la liebre e Isla partida.
♦ En 2011, durante la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, fue reconocida como uno de los 25 secretos literarios de América Latina.
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