La verdad no vino al mundo desnuda sino revestida en símbolos e imágenes. El mundo de otra forma no podría recibirla (Evangelio de Felipe)
Es bien conocida la historia del éxito del libro El Tercer ojo (1956 ) de Lobsang Rampa, el Lama tibetano, en donde cuenta cómo le fue perforado un tercer ojo en su frente y así pudo percibir el aura y los contenidos psíquicos de las personas para colaborar con el Dalai Lama.
En su mezcla de Yetis y percepciones de lo oculto, el libro consiguió una gran popularidad. Pronto se descubrió que Lobsang Rampa, autor de varios textos “espirituales”, era un invento. El verdadero artífice de estos apócrifos fue Cyril Henry Oskin, un inglés que afirmaba estar poseso por el espíritu de una Lama tibetano. Con todo, el libro puede ser aún hoy de atractiva lectura. Además, nos recuerda que siguen ocurriendo estas cosas: la falsificación de las experiencias espirituales resulta siempre más vendible que las auténticas.
Pero además de la proliferación del Tercer ojo en un pseudoesoterismo y de la utilización masónica del Ojo en el Triángulo -que aparece en los billetes del dólar- en las tradiciones legítimas del cristianismo, el hinduismo, el budismo y el sufismo, se transmite la necesidad de despertar un órgano latente en todo ser humano, capaz de percibir lo que no ve el ojo anatómico. A ese mismo punto apuntan también las emociones estéticas, la inspiración artísitica, y toda aspiración a encontrar un significado de la existencia en las profundidades de la psique.
En este orden de cosas se ubican la búsqueda de experiencias transensoriales, shamánicas, paranormales, los estados alterados de conciencia, la clarividencia que cultivaba Xul Solar, la apertura de Las Puertas de la Percepción de Huxley (como se refleja en la tan citada expresión de William Blake “Si las puertas de la percepción se abrieran, todo se manifestaría como es: infinito”).
Pero en un sentido más abarcador el Tercer Ojo alude al órgano propio de la dimensión simbólica, muy perdida hoy en la época de mayor proliferación de las imágenes en las realidades virtuales. La hipersaturación de la imagen en pantallas obtura la sensibilidad. Si en las primeras décadas del siglo XX el gran poeta René Daumal hablaba de la “putanización” de la palabra -la parole prostituée- ¿qué podría decirse hoy de las imágenes?
En verdad, en lo que hace al símbolo, palabra e imagen no se oponen sino que ambas son representaciones, devienen manifestaciones del orden simbólico cuando se encuentra la disposición de leer las realidades del mundo como un llamado. Así se expresa el final del Fausto de Goethe: “Todo lo perecedero es solo un símbolo”. Tomados por la diseminación de la multiplicidad de objetos materiales y virtuales, vivimos hipnotizados, perdidos en las asociaciones de la mente mecánica.
En palabras de San Buenaventura (siglo XIII), todo conocimiento es una luz. Y existen tres luces. Está la luz exterior –lumen exterius– para los objetos de los sentidos. Una luz interior –lumen interius– y es la luz de la razón; participa de las ideas, la lógica, los conceptos. Pero existe una luz superior –lumen superius–: el ojo de la contemplación en el que se revela la realidad del sentido de la vida.
De manera semejante el gran mitólogo Joseph campbell (1904-1986) solía decir que las cosas más importantes de la vida no pueden decirse con palabras, son inefables; y las segundas cosas más importantes son las formas simbólicas de las historias sagradas que aluden a las primeras; las terceras cosas más importantes tienen que ver con la conversación acerca de las cosas cotidianas de la familia, la sociedad, la política. No se les resta importancia pero sólo encuentran su debido lugar si uno se acuerda de las primeras.
Más allá de la percepción de los sentidos –el ojo, la carne– y del conocimiento intelectual –la luz de la razón– existe un órgano latente capaz de percibir las realidades sutiles. Dejando de lado su identificación con la glándula pineal o su localización en el entrecejo, la potencialidad del Tercer Ojo irrumpe en la captación de un sentido oculto en la enajenación de nuestras reacciones neuróticas ante un mundo acuciante.
En este punto aparece con potencia la función auténtica del Arte en su capacidad de despertarnos, al producir una impresión por encima del umbral de la estupidización tecnológica: una experiencia de desocultamiento. Como lo ha desarrollado con claridad Gilbert Durand (1921-2012) en La imaginación simbólica: “El símbolo es la epifanía de un misterio”. Y un misterio es aquello que no se puede ver con los ojos ni explicar por la razón. La vida misma es el gran misterio. La dimensión simbólica no nos convoca a estar out of space sino a comprender el significado de nuestra existencia, presenciar el acontecimiento de lo sagrado en la vida cotidiana en medio de la rueda de dolor y alegría.
El gran legado de la obra de Carl Gustav Jung, que denunció la pobreza simbólica de nuestra época, consiste precisamente en la percepción de la manifestación espontánea de lo arquetípico en nuestra psique. En su tremenda obra visionaria El Libro Rojo (publicada póstumamente en el siglo XXI) Jung describe su experiencia personal: de cómo estaba tomado totalmente por el espíritu de la época –Zeitgeist– viviendo parasitariamente del Sentido convencional, hasta que pudo escuchar la voz del Espíritu de la Profundidad. En este abrirse a la potencialidad del alma dormida se despierta el conocimiento visionario y todo el libro de Jung describe, con palabras e imágenes, develaciones inspiradas, desde los anuncios del cataclismo de las guerras mundiales hasta el mensaje de una nueva religiosidad para el mundo actual.
La indagación acerca de lo que el Tercer Ojo representa lleva necesariamente a una revisión de toda una historia intelectual del siglo XX: por un lado el desarrollo semiótico que siguió la línea del carácter arbitrario del signo lingüístico para mantenerse en la diseminación de significantes y negar todo tipo de fundamento (Foucault, Deleuze, Derrida); y por el otro, una importante recuperación de lo simbólico y el ámbito de lo sagrado como el misterio tremendo y fascinante (Guénon, Eliade, Jung, y la obra de García Bazán y Bernardo Nante en la Argentina).
Por cierto que lo mencionado es más que simplificador, una invitación a la búsqueda. Pero la apertura del Tercer Ojo no es distinta de la purificación del corazón a la que se alude en tantas tradiciones espirituales como el sufismo, en donde toda la vida humana aparece como un sendero en el que el corazón –como símbolo de la vida emocional– adquiere su capacidad cognitiva y se convierte en el Ojo del Alma, Al Basir, el Ojo que todo lo Ve (el Ojo en el Triángulo de antiguas representaciones).
Solo cuando se corren los velos de tantas ilusiones puede manifestarse el poder de la existencia para resacralizar la vida en el mundo. Ante la crisis contemporánea del colapso ambiental y la oscuridad mental, estas cuestiones no son de una mera curiosidad intelectual. La historia profunda de la cultura nos enseña que la función del verdadero arte, la religión y el conocimiento en sus distintas formas trata de despabilarnos de un hechizo, de despertar nuestro ojo solar, como se lee en el poema de Goethe:
Si el ojo no fuera como el sol, ¿cómo podría al sol mirar?
Si Dios no fuera una fuerza en nosotros, ¿cómo nos podría iluminar?
Leandro Pinkler es licenciado en Letras por la UBA, docente de la cátedra de Lengua y Cultura Griegas de la misma universidad. Traductor de Sófocles y de textos griegos de mitología y religión. Autor de diversos estudios sobre historia de la religión, la filosofía de Nietzsche y el pensamiento tradicional de Guénon. El sábado 5 de noviembre dará la clase magistral (presencial y en línea) “El tercer ojo: símbolo del conocimiento visionario”, en el auditorio del MALBA.
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