Uno de los siete hijos de Aníbal Vallejo Álvarez, el joven que se aficionó a la música clásica y al cine, que se licenció en Biología un día y luego viajó a Europa desde Bogotá; el mismo que dirigió dos películas y después se dedicó a escribir novelas y biografías, que pasó más de cuarenta años en Ciudad de México y se hizo mexicano, y lo amó con fuerza a David Antón; el que le puso como nombre “Brusca” a una perrita, que se hizo vegano y no para de despotricar de la Iglesia, el Estado laico y los politiqueros colombianos.
Ese mismo que ha sabido como pocos concebir una obra que casi podría calificarse como magna, que ha escrito y ha borrado, que ha vivido tanto.
Fernando Vallejo es uno de los escritores más importantes de los últimos sesenta años en Colombia. En numerosas ocasiones ha sido destacado por su trabajo, tanto en la novela como en el ensayo, le han otorgado premios, él ha rechazado otros, lo han señalado y criticado, pero también lo han estudiado y admirado.
En 2022, “el destructor”, como le han llamado algunos críticos, alcanzó las ochenta décadas de vida. Nació un 24 de octubre de 1942, en la ciudad de Medellín, y es allí donde vive ahora, después de tanto haberle huído e incluso haber renunciado a la nacionalidad colombiana en una ocasión y pedirla de regreso solo unos meses después. Allí pasa sus días, caminando con Brusca, escribiendo y esperando.
La efeméride amerita el repaso. Entre 1977 y 1981 filmó tres películas. Todas sobre Colombia, pero producidas en México: Crónica roja, En la tormenta y Barrio de campeones. Pero no fue sino hasta que decidió convertirse en escritor, a los 38 años, cuando verdaderamente encontró su cauce. El primer libro apareció en la década de los ochenta, un ensayo sobre la gramática del lenguaje literario que, en su momento, causó furor por la brillantez con la que fue escrito. Aún hoy genera admiración.
Aquel primer libro lleva como título Logoi, y tras su publicación llegaron los dieciséis o diecisiete restantes, empezando por el ciclo de novelas autobiográficas que el autor reunió bajo el título El río del tiempo. A este pertenecen Los días azules (1985), que se remonta a la infancia de Vallejo entre Santa Anita, la finca de sus abuelos, y el barrio Boston en Medellín; El fuego secreto (1987), que da cuenta de su adolescencia, los primeros contactos con la droga y la confirmación de su homosexualidad; Los caminos a Roma (1988) y Años de indulgencia (1989), que tratan sus experiencias en Europa, especialmente en la capital italiana, y en Nueva York; Entre fantasmas (1993) aborda sus años en Ciudad de México, donde vivió entre 1971 y 2018.
En el medio aparecieron Barba Jacob: el mensajero (1984) y Almas en pena, chapolas negras, la biografía de José Asunción Silva. Y en la década de los noventa llegaron La virgen de los sicarios, adaptada al cine por Barbet Schroeder con guion de Vallejo, y El desbarrancadero, que le mereció el premio Rómulo Gallegos. Probablemente sus dos mejores novelas, las dos inmensamente transgresoras en cuanto a sus propuestas estéticas.
“La transgresión no solo atraviesa la obra de Vallejo, sino que la define, la distingue y la hace única (...) Sus autoficciones aniquilan tabúes sexuales y sociales, pero provocan a la vez oposiciones tajantes con su visión de la realidad nacional. Es por eso que la escritura debe entenderse en Vallejo como el arte de nadar contra la corriente sin dejarse consumir por el oleaje”, dice Néstor Salamanca-León en una tesis que circula en internet.
Como autor, Vallejo ha explorado diversos temas, a través del ensayo, la biografía y la novela de ficción y de corte testimonial. Su obra, una de las más particulares de la literatura nacional y, dicho sea de paso, de las más interesantes en lengua castellana durante los últimos años, le ha permitido trazarse un camino entre los más grandes escritores del último tiempo.
La totalidad de sus títulos son completados por La rambla paralela (2002), La tautología darwinista y otros ensayos (2002), Mi hermano el alcalde (2004), Manualito de imposturología física (2005), La puta de Babilonia (2007), El don de la vida (2010), Casablanca la bella (2013), Peroratas (2013), ¡Llegaron! (2015), Las bolas de Cavendish (2017), Memorias de un hijueputa (2019), y Escombros (2021).
Dice no creer en el amor, pero sus lectores lo aman. Dice no gustarle la prensa, pero los periodistas lo adoran. Dice no creer en Dios, pero para el que lo lee, sus libros son una religión. Fernando Vallejo es todo lo que un escritor esperaría ser, y todo lo que un lector llega a imaginar que pueda ser.
“Cada libro suyo es un temblor”, ha dicho el periodista Winston Manrique, y sí que lo son, pero solo por el hecho de que su propia vida lo es. Una que ha sabido contar muy bien a través de su pluma hostil, pues todo él es transgresión.
Aún así, el gran ogro de las letras colombianas esconde también un anfitrión esmerado, ha dicho el periodista Juan Diego Quesada, y es que por más mala fama que se haya hecho el escritor, debido a sus comentarios y a sus posturas radicales, Fernando Vallejo es un tipo magnífico. No por nada lo celebran cual estrella de rock en las ferias del libro, y quienes hoy se lo encuentran por las calles del barrio Laureles, con Brusca, a merced del sol de la ciudad primaveral, lo saludan con sonrisas y abrazos. Claro, no es un tipo que te busque la cara para saludarte, pero si le saludas, responde amable. No hay que llamarle nunca “maestro”, aunque lo sea. Él prefiere su nombre: Fernando.
Ojalá, pues, que haya Fernando para rato, y otros diecisiete libros para seguir leyéndolo en esta vida y en las otras. Felices ochenta, destructor.
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