Cuando ese jueves terminamos de ver Bodas de sangre, mi amiga y yo solo pensábamos en una cosa: ese grito final en la voz de las mujeres. Poderoso como un exorcismo de dolor, una bocanada de aire para el pecho oprimido, un grito desesperado que conocíamos a la perfección. La nueva puesta de la obra en Buenos Aires en tiempos de feminismos no es casual: expone los mandatos, las exigencias, los juicios de valor, los estereotipos y los viejos -y nuevos- “deber ser” que vivimos las mujeres (y también los varones). Escribo estas líneas tras ser señalada por la policía de la maternidad como mala madre por no hacer un budín.
¿Cuántas Bodas de sangre caben en una vida? ¿Cuántas veces las sentencias caen como gotas de sangre sobre nuestros vestidos impuros? Muchas, quizá más de lo que nos gustaría asumir. Mi amiga y yo lloramos, sí, pero también sonreímos porque desde hace rato lucimos orgullosas el traje de la Novia, ese personaje fuerte en la obra de Federico García Lorca, que decide tomar otro camino y desencaja.
El libro, que da origen a la exitosa obra teatral que ahora se puede ver en el Teatro San Martín y está a cargo de Vivi Tellas, es uno de los grandes clásicos de la literatura española. Estrenada por primera vez hace casi 90 años, Bodas de sangre narra la historia de una boda rural que desata una tragedia e interpela en tiempo presente a cualquier mujer.
Escrita en el siglo pasado, la obra se erige mostrando de manera feroz lo que persiste en el siglo XXI: las mujeres debemos cumplir con lo que el mundo espera de nosotras. La maternidad, el trabajo, la cocina, la casa, la hegemonía estética, los buenos modales, la pasividad y la sensibilidad como destino. Y si decidimos explorar otros caminos, incomodamos y los rumores crecen, como en el pueblo que imagina García Lorca. Parece que hay que hornear budines a cualquier precio. Nosotras, en cambio, decidimos tomarnos un Aperol.
“Pero yo tengo orgullo. Por eso me caso. Y me encerraré con mi marido, a quien tengo que querer por encima de todo”, dice la Novia desgarrada por un matrimonio arreglado, con llagas que queman por dentro por amar a otro hombre, Leonardo Félix. A medida que pasan los actos de la obra el aire asfixia cada vez más. La angustia de no seguir el deseo agobia. No aguanta —no aguantamos— más y la Novia deja todo para huir con su enamorado. Y todos piden venganza. ¿Cómo puede la sociedad perdonar la irreverencia de la mujer que piensa primero en sí misma y no en lo que esperan de ella? No hay perdón, solo dedo acusador. Y nosotras lo sabemos.
“Ser, cuando se trata de las mujeres, es ser percibido por la mirada masculina o por una mirada habitada por las categorías masculinas”, escribe el famoso sociólogo francés Pierre Bourdieu en su texto La dominación masculina. La mirada inquisidora se posa en una “mala madre” que se olvidó los materiales de su hijo; o en una mujer que decide no ser madre para dedicarse a su carrera profesional; o en aquella que prefiere no peinarse; o de las que están con hombres casados; o en todas las que deciden mostrar el cuerpo, a pesar de ser tratadas de putas. “Honrada, honrada como una niña recién nacida”, miente la Novia cuando conoce a la Madre de su novio y esa es la forma en que la sociedad pretende que mantengamos el teatro de la hipocresía en pos de la falsa calma del patriarcado.
“Pasiva, servil, maternal, ama de casa, amable, comprensiva, delicada y dependiente” son las características que deben tener las mujeres en la cultura occidental, según explica la antropóloga mexicana y catedrática de ciencia política Marta Lamas en su texto El género: la construcción cultural de la diferencia sexual. “La novia, la blanca novia, hoy doncella, mañana señora” es el standard que todos esperan de nosotras pero, ¿qué queremos nosotras? Con mi amiga fuimos al teatro para salir del agobio de todo lo que tenemos que cumplir y Bodas de sangre nos habló de frente y nos dijo: “Griten, huyan”.
“El machismo avanza atropellando, acumula cadáveres de mujeres que creyeron que amar bien era aguantar de modo incondicional porque eso es lo que les enseñaron y aprendieron durante siglos”, explica la psicóloga y periodista feminista argentina Liliana Hendel en su libro Violencias de género y sigue: “para evitar el castigo se obligaron a acatar el mandato buscando formas de resistencia que no incluyeran la ruptura o la huida, hasta que no pudieran más”. Parece que la Novia que imaginó García Lorca somos todas.
Lo abyecto forma parte de la puesta. Según dijo Tellas a Infobae, “este elenco para mí es muy particular, es fuera del canon”. Así, la directora de teatro y curadora argentina asume que no elige a “el” Leonardo, “la” Novia, “los” Leñadores, unos señores fornidos, “todo está muy corrido, me parece que eso permite abrir las diferencias”, señala.
A sala llena -llenísima-, entre flamencos alucinantes en la voz de Nina Loureiro, hay mujeres que interpretan personajes masculinos como el de un policía, varones que actúan de mujeres, el personaje de Leonardo es más bajo que el de la Novia. Lo que esperamos que los personajes sean no lo son, como en la vida. También como le sucedió a García Lorca, asesinado por el franquismo por poeta, por ser diferente, por sus ideas desubicadas.
Pero, ¿qué es lo que más nos impactó? El punto más recordado de esta puesta de Bodas de sangre es, definitivamente, cuando emergen los árboles imponentes desde cuatro pisos bajo el escenario. Se abre el piso. Casi en una imagen poética y simbólica el bosque, la vida en un cuadro impresionante que alucina. En ese momento mi amiga y yo nos sentimos como esos árboles que nacían, que aparecían ante nuestros ojos incrédulos. Realizados con una artesanía total, nosotras nos construimos día a día del mismo modo.
Y, como esos árboles, nos nutrimos de la sangre derramada, de los duelos que hicimos, de las veces que lloramos de impotencia, para ofrecer un cuadro lleno de vida, de esperanza, donde el amor es lo único que importa. En ese cuadro el tiempo se detuvo. Allí estamos nosotras, creciendo desde la impertinencia de amar, de intentar florecer desoyendo las voces que señalan nuestra incorrección. Entonces, ¿cuántas Bodas de sangre caben en un vida? Las que sean necesarias para escabullirnos de los mandatos.
“Por todos los caminos. Ha llegado otra vez la hora de la sangre”, escribe García Lorca, pero esta vez es la nuestra, la de mi amiga y la mía, y la de muchas, ya no la de los estereotipos que tenemos que cumplir sino la que corre por nuestras venas, que late y que grita a viva voz en contra de lo que esperan de nosotras para “clavar el cuchillo, ese cuchillito que apenas cabe en una mano pero que penetra fino por las carnes asombradas” del deseo propio.
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