En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos autores y autoras cuentan el detrás de escena de los libros que acaban de publicar. Por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, cómo organizaron su trabajo, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura, qué sensaciones hubo a medida que ese proceso ocurría.
Esta vez, quien cuenta en primera persona su experiencia de escritura es José Santamarina, argentino, coordinador de talleres de escritura y autor de Hasta que no haya nada, su primer libro de cuentos, editado por el sello La Crujía. Se trata del debut del autor con libro enteramente propio, aunque ha participado en antologías como Nenes bien y Cómo ganarle el Mundial a Brasil.
Hasta que no haya nada es, dirá su autor, una forma de convertirse en algo más que un hijo, una forma de hacer algo distinto a no poder hacer nada, y sobre todo, una vía para poder responderle al permiso que le dio su mamá hace décadas, el sábado que le dijo, antes de que Moria Casán hiciera suya la expresión, “si querés llorar, llorá”. Viajaban en el auto familiar, José tenía siete años y se concentraba en tratar de entender el significado de la muerte.
Ese recuerdo le sirve para tirar del ovillo y que aparezcan otros. Que aparezcan para contarlos hasta que ya no quede más por decir. Para que pase algo nuevo.
Cómo escribí “Hasta que no haya nada”
En las ediciones de Fútbol de Primera de comienzos de los noventa, el compacto de cada partido se interrumpía cada tanto con pequeños inserts de los protagonistas, que contaban lo que habían hecho para llegar al gol. La jugada venía por la izquierda y de pronto Alfredo Graziani decía a cámara: “Si me la cruza, me voy solo”, y la pantalla volvía al partido, donde el Chino Tapia se la pasaba y él se iba, en efecto, solo. El Mencho Medina Bello era habilitado por Ramón Díaz y antes de patear pensaba en voz alta: “No tengo ángulo, le pego fuerte al primer palo”.
Yo tenía cinco o seis años y entendía que los pedacitos de pensamiento estaban grabados después del partido pero creía en los pensamientos, en que las maniobras podían explicarse, en que uno puede desgranar un acto propio y volverlo una línea punteada de microdecisiones. Ahora sé que es una fantasía, que a las decisiones en velocidad las toma el cuerpo. Que en el mejor de los casos uno no tiene ni idea cómo ni por qué hizo lo que hizo para lograr algo. Que todo intento de ponerle palabras a un gol es una traición a la verdad del gol. Entonces ahora, convocado a contar cómo escribí Hasta que no haya nada, mi primer libro de cuentos, quiero advertirme a mí mismo que voy a mentir.
En 1991 yo estaba en primer grado y se murió Martín, un chico de la clase que también había ido conmigo al jardín de infantes. Mamá me dijo que no había colegio y que los chicos no iban al entierro, así que yo me quedé en casa, esperando que los grandes volvieran de los rituales de la muerte. El sábado siguiente fuimos al club. Íbamos en el auto papá, mamá y yo. En el semáforo de Salguero, antes de cruzar Libertador, mamá se dio vuelta para preguntarme si estaba triste y yo me quedé en silencio. El semáforo se puso en verde y papá avanzó pero ella se quedó mirándome mientras me daba la mano. Me dijo: “Si querés llorar, llorá”.
Yo no sabía si era amigo de Martín, no sabía qué era la muerte, no sabía si me importaba. No sabía nada, y me encontré con la trampa que nos hacemos los seres humanos cuando no sabemos nada, que es creer que tendríamos que saber algo. Estaba sentado en el medio del asiento de atrás y me adelanté, apoyando una mano sobre el asiento de papá y la otra sobre el de mamá. Me concentré, hice fuerza con los ojos dos veces y no me salió nada. Cuando pasamos la obra del Paseo Alcorta me di cuenta de que no iba a poder, me rendí y volví la espalda hacia atrás.
En el libro conté esa escena pero alteré la frase de mamá —si querés llorar, llorá— para que nadie se distrajera pensando en Moria Casán, que muchos años después la dijo igual y la inmortalizó, como se decía entonces. Ahora se diría: la hizo viral.
Después la empezó a usar Antonio Gasalla en sus sketches y fue comodín de asados argentinos, y a mí siempre me pareció una estafa que nadie supiera que yo estaba cuando se inventó, que la autora intelectual y material fue mamá. Supongo que hasta ella se está enterando ahora, y es probable que me esté leyendo entre fascinada y espantada por los lugares a donde llega mi memoria.
Ahora se puede ver en YouTube a Moria explicando cómo nació la frase. Igual que los jugadores contando el gol, fundando el mito de origen de la escena. Mintiendo. Dice que era la época en que ella conducía uno de esos programas en que una señora quiere encontrar a su hermana que no ve hace treinta años, o un chico le confiesa a su vecina que quiere ser su amante. Dice Moria que la frase no es tan así, que está sacada de contexto. Que ella se dio cuenta de que las mejores cosas del programa se daban cuando el cuerpo del invitado se distendía, y que entonces promovía la distensión. Cuando veía los músculos queriendo aflojar, se incorporaba, le daba la mano a la protagonista y le decía: “Mamita, ¿querés estar relajada? ¿Querés hablar ahora? ¿Tenés ganas de llorar? Bueno, si querés llorar, llorá”.
Entonces es 1991 y yo estoy sentado en el Falcon celeste de papá. Mamá me hace la pregunta y yo me incorporo. Hago fuerza con toda la cara. Un detalle curioso: ni a papá ni a mamá se les ocurre que yo mido un metro y peso veinte kilos. Que si llegamos a frenar de golpe, salgo volando por el parabrisas. Que mi epitafio pudo haber sido: 1984-1991. Murió haciendo fuerza para llorar por una muerte que no sabía si le importaba. Pero son los noventa. No existen las sillitas, no existe el isofix, nadie les pone cinturón de seguridad a los niños. Papá perdió una hermana en un accidente de auto y yo acabo de perder a un compañero de colegio, pero igual hacemos como que vivimos en un mundo sin riesgos. Algo está muy mal y muy bien en esa falta de lógica.
La cuestión es que el llanto no me sale. Serán ocho, diez segundos, lo que tarda un Falcon en atravesar los seis carriles de Libertador, dejar atrás el Paseo Alcorta y apuntar al río. Hay un desahogo que no me llega al cuerpo. Me rindo.
Treinta años más tarde, Matías Bauso me propone escribir un relato largo sobre el disco de mi vida y yo sigo siendo ese chico. Acá es donde me preguntan cómo hice el gol y yo voy a inventar.
La escritura aterriza adentro mío para aliviar la tensión de que supongo que tendría que llorar, de que sé que hay otros esperando que llore, de que ahora no sé si quiero, de que ya no sé si lo que siento es mío o de los otros, de todos los quilombos en que me meto por pensar tanto, por no dejar que el cuerpo haga sus cosas solo.
El título del libro me hace acordar a que ahora yo también manejo y al momento de estacionar. Yo, como todos, sólo supe hacerlo en dos maniobras el día del examen para sacar el registro. Ahora no tengo problemas en hacerlo en catorce movimientos, y si el auto de atrás me está esperando para pasar, que espere. Apago la radio y aprieto el triángulo rojo de las balizas, que abre un sonido intermitente que suspende el tiempo. Se abre un universo en que estoy solo: todas mis cosas y yo. Pongo reversa y voy para atrás hasta que haya algo: una pared, un tronco, un cono, probablemente otro auto. Y ahí freno, cuando toco un límite. Creo que mi escritura insiste después de eso: sigue y sigue y sigue hasta atravesar la materia. Después de que haya algo. Hasta que no haya nada.
Entonces el libro es el relato de un narrador obsesionado con su pasado, pero no porque en ese pasado se aloje algo extraordinario o un trauma sino por la intuición de que contar, contar y contar lo va a llevar a algún lugar nuevo. Ni siquiera va a ser claro a dónde lo lleva, pero sí que pasar por esas cosas una vez más le sirve para dejarlas atrás. No está toda mi vida ahí adentro pero hay cosas que me importan y quiero creer que van a estar ahí hasta que no me importen. Las líneas que me gusta haber escrito, las frases que subrayan otros y que yo no me acordaba, las que ya me empiezan a dar vergüenza. Es como si dijera: es la última vez que cuento esto.
Escribo para dejar de ser hijo, para hacerme cargo de que estoy acá, de que el auto avanza y el tiempo pasa e igual no voy a entender la muerte. Para no quedar atrapado ahí adentro, para no perderme, este libro es la respuesta que no puedo dar cuando mamá me agarra la mano y me mira y me dice: “Si querés llorar, llorá”. Lo que me sale cuando no me sale otra cosa.
Así empieza “Cómo recuperar una pestaña cerrada”, el primer relato de “Hasta que no haya nada”
Miss Jimena estaba de espaldas, dibujando a Adán y Eva y el árbol del bien y del mal en el pizarrón.
Tenía el pelo largo y lacio hasta la cintura y el delantal azul se le pegaba al cuerpo como un contorno trazado en lápiz, luminoso y sutil. Pero nosotros no teníamos que dibujarla a ella sino al árbol. Había que copiarlo en el cuaderno debajo de la fecha. Yo no sabía que era la primera vez que me enamoraba, y mucho menos que nunca más iba a tener la impunidad que tenía en ese momento, con ocho años, de mirarla fijo durante cuatro horas por día.
Lucas levantó el brazo cortito y esperó su turno, y cuando ella lo señaló hizo la pregunta.
—¿Pero es pecado Guns N’ Roses?
Jimena lo miró con ojos entrecerrados, confundida.
—¿Cómo Guns N’ Roses? ¿Escucharlo, decís? ¿Que te guste?
Lucas dudó e incluyó todo.
—Sí, eso.
Jimena puso las dos manos en los bolsillos del delantal y nos miró, como hacía cuando las preguntas eran por puntos y podías ganarte una carita feliz en el cuaderno.
—A ver, ¿qué pensamos?
Otros quince levantaron la mano al mismo tiempo, rebotando los cuerpos en cada banco, desbordados por la excitación de responder la obviedad. Jimena ya había explicado una vez que Kiss era pecado, y cuando alguien le preguntó si era porque pisaban pollitos o por el maquillaje de la cara dijo que por todo.
—A veces un pecado arrastra otros.
Y anotó la frase en el pizarrón, al costado del árbol. Tenía la cursiva perfecta. Todos queríamos imitar la curva con que salía de la efe o el firulete de la te.
***
Lo de Kiss no fue mucho problema porque ninguno de la clase sabía bien quiénes eran. Además sirvió para que Bengolea, que se había hecho el canchero contando lo de los pollitos, que le había contado su tío, dejara de hablar de su tío por un rato. Cada vez que podía lo traía a la conversación. Cuando pintábamos un mapa de las provincias —Una vez mi tío fue hasta Jujuy en moto—, cuando venían los sports —Mi tío tiene el récord de cien metros de toda la historia del colegio—, cuando hablábamos de plata en el recreo —Mi tío trabaja en el banco donde hacen todos los billetes del país—.
Lo de Guns N’ Roses fue más difícil porque había dos de la clase que lo escuchaban y que tenían una remera. Uno era Horacio Brinkley, que se sentaba detrás mío pero no hablaba y se llevaba todas a marzo, y el otro era Felipe Trucco, que había repetido segundo grado en el Godspell para poder entrar ese año con nosotros. Algunos decían que siempre que venía uno de afuera tenía que atrasarse un año para emparejar el nivel de inglés y otros decían que era por un tema del calendario. En cualquiera de las dos argumentaciones aparecía algún otro a decir que era un bolazo y después venía Bengolea a decir que su tío tampoco había empezado en Newman porque hasta sexto grado había vivido en Estados Unidos pero igual estaba en el cuadro de honor de quinto año. De toda la biografía de su superhéroe, ese detalle era el único que se podía comprobar porque en el hall de entrada del colegio aparecía el nombre grabado en la fila de 1987.
Nadie sabía mucho de Horacio Brinkley. Vivía en Pacheco, lejos de todos, y no iba a los cumpleaños porque nadie podía buscarlo. En la fila formaba último con Reynal porque eran los dos más altos de la clase, y parecía haber un pacto entre ellos porque Reynal nunca decía nada de lo que hablaban. Solo una vez le dijo a alguien, que le prometió que no le iba a decir a nadie y se ocupó de contarles a todos, que la mamá de Horacio tenía un restaurante y trabajaba de noche y que a veces el padre les pegaba a él y a su hermano con un cinturón. Nunca supimos si era verdad, pero creo que desde entonces, sin decirlo, todos empezamos a querer ver, en los ojos verdes y un poco escondidos detrás de las pecas de Horacio, la tristeza y la rabia de los latigazos.
Su vínculo con Guns N’ Roses se supo un día en que vino al colegio sin uniforme y con una remera negra de la banda. Dijo que se le había roto la camisa y que había perdido la corbata y el blazer bordó, y que la remera, que le quedaba ajustada y tenía agujeros en las dos axilas, era del hermano más grande. La directora lo vino a buscar a la clase antes del primer recreo y lo mandó de vuelta a la casa. Faltó al día siguiente, y al siguiente del siguiente tenía el uniforme completo.
De las pocas horas que duró así vestido e infiltrado entre nosotros, mi memoria imprimió para siempre su media sonrisa, orgullosa de haber conseguido la atención de todos, y el dibujo de la remera: un fondo celeste y azul borroso, y al frente la figura en blanco y negro de una chica que podía ser un chico, con las piernas cruzadas, escribiendo algo en un cuaderno.
Felipe Trucco, en cambio, no tenía misterios. Apenas entró, en tercer grado, contó en clase de Música, donde todos desafinábamos la flauta y le pegábamos a destiempo al triángulo de metal, que él tomaba clases de guitarra y que su profesor particular le había prometido que ese año iba a terminar sabiendo “Welcome to the jungle” y “Sweet child o’ mine”, que según él eran las dos mejores canciones de Guns N’ Roses. La guitarra era del papá, que se había muerto el año anterior, y él juntaba las dos cosas y las contaba con orgullo, consiguiendo en una sola frase que el padre siguiera muerto y que su guitarra siguiera viva.
—Me la dejó mi papá.
Hablaba sin parar, como si no fuera nuevo, o como si serlo le pareciera toda una oportunidad. En abril ya había discusiones sobre si era uno de los tres más graciosos de la clase y fue evidente que Iván Braun, Marcos Zorraquín y Miguel Duggan, que los años anteriores habían ocupado el podio sin competencia, de repente tenían que esforzarse más.
Cuando Miss Jimena aclaró que Guns N’ Roses entraba en la misma bolsa del pecado que Kiss, Lucas, que había hecho la pregunta, se dio vuelta para señalar a Felipe, que se sentaba tres bancos más atrás.
—¿Qué te dije? Me debés un peso.
Jimena le dijo que no había que apostar y entonces Lucas reformuló su victoria.
—Es que Felipe va a ir al recital en vacaciones de invierno. Con toda la familia.
Todos nos callamos para sostener el hilo de tensión entre Felipe, que en ese momento era el centro universal del pecado, y Jimena, que después de hacerle perder un peso iba a tener que arbitrar sobre la integridad de toda su familia. En vez de eso quiso escaparse por el costado.
—¿No sos muy chico para escuchar esas cosas?
Yo aproveché el envión para contarle a Perkins, que no era mi amigo pero se sentaba al lado, que yo ya había ido a un recital, de Fito Páez en la cancha de Vélez, pero no me animé a contarlo en voz alta a toda la clase.
Felipe nunca contestó la pregunta pero se puso a hablar de sus hermanos más grandes y dijo que el cantante de Guns N’ Roses tenía el pelo largo y lacio, igual que Miss Jimena, y que había ido a la cárcel más de veinte veces, casi siempre por romper hoteles o pegarles a policías. No parecía estar dándole la razón a la maestra sino inflando el mito de lo que iba a ser, para él, el mejor regalo de cumpleaños de su vida.
En septiembre, cuando tuviéramos nuestra primera confesión, a mí me iba a tocar justo después de Felipe e iba a envidiarle todas sus historias sobre Guns N’ Roses y su ida al recital y sus tardes aprendiendo esas canciones. Tanto pecado acumulado para contar.
La ceremonia era en la capilla del colegio, donde todos cantábamos para rezar por los que iban pasando, y a los que iban pasando les podía tocar el padre Diego, que era bueno, o el padre Gabriel, que era viejo y malhumorado, según se fuera vaciando cada puesto. Todos sabíamos que, más que rezar por los demás, cada uno cantaba con todas sus fuerzas para que le tocara Diego. La única ventaja de Gabriel era que atendía en el confesionario y no se le veía la cara. Con Diego había que sentarse en una silla y mirarlo a los ojos. Miss Jimena había insistido mucho en eso durante la preparación.
—Piensen que están hablando con un amigo al que le pueden contar todos sus secretos.
Pero hasta ese momento yo no tenía secretos. Había pensado mucho en mis pecados y siempre se me venía la misma imagen: mi hermana sentada en el sillón mirando tele, yo acercándome a sacarle el control remoto. Ni siquiera tenía que hacer fuerza. Sostenía el control con el brazo firme, como un mango, y en algún momento su brazo patinaba hacia atrás y la cara se le transformaba en llanto. Me gustaba comprobar ese poder otra vez pero enseguida me daban ganas de devolverle el control y de pedirle perdón, aunque nunca lo hacía.
A Felipe le tocó el padre Gabriel y yo lo miré avanzar como si fuera al baño o como si no pasara nada. Del otro lado de la capilla, el padre Diego estaba ocupado por Jota Nijo, el japonés, y a los dos se los veía reírse como dos primos en la orilla del mar. Parecía que no iban a terminar nunca. Felipe se levantó primero y caminó hacia mí con la misma soltura de la ida.
—Es una pavada. Era un bolazo que era malo.
Y entonces yo me tuve que levantar.
“Hasta que no haya nada” se presenta este viernes a las 19 en el Centro Cultural Recoleta. José Santamarina conversará con Matías Bauso y Juan Morris.
Quién es José Santamarina
♦ Nació en Buenos Aires en 1984.
♦ Colaboró en las revistas Brando, Rolling Stone, La Agenda, Aguinaldo y en el diario La Nación. Coordina talleres de escritura creativa.
♦ Participó en las antologías de cuentos Cómo ganarle el Mundial a Brasil (2014) y Nenes bien (2016). Hasta que no haya nada es su primer libro de cuentos.
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