El Romancero gitano se publicó en 1928. En este libro, Federico García Lorca habla de la noche, de la muerte, de la luna. La cultura gitana se despliega en esos versos, que el poeta empezó a escribir en 1924. Aquí nos ocuparemos específicamente de un poema, el Romance de la luna, luna.
Romance de la luna, luna
La luna vino a la fragua
con su polisón de nardos.
El niño la mira, mira.
El niño la está mirando.
En el aire conmovido
mueve la luna sus brazos
y enseña, lúbrica y pura,
sus senos de duro estaño.
—Huye luna, luna, luna.
Si vinieran los gitanos
harían con tu corazón
collares y anillos blancos.
—Niño, déjame que baile.
Cuando vengan los gitanos
te encontrarán sobre el yunque
con los ojillos cerrados.
—Huye luna, luna, luna,
que ya siento sus caballos
—Niño, déjame; no pises
mi blancor almidonado.
El jinete se acercaba
tocando el tambor del llano.
Dentro de la fragua, el niño
tiene los ojos cerrados.
Por el olivar venían
bronce y sueño, los gitanos.
Las cabezas levantadas
y los ojos entornados.
Cómo canta la zumaya,
¡ay, cómo canta en el árbol!
Por el cielo va la luna
con un niño de la mano.
Dentro de la fragua lloran
dando gritos, los gitanos.
El aire la vela, vela.
El aire la está velando.
Este es el poema —un romance compuesto, como es usual, por octosílabos, rimados asonantemente en los versos pares— con que Federico García Lorca abre su Romancero gitano (1928). En esos pocos versos se cifran algunas creencias de los pueblos gitanos del sur de España sobre la muerte. “Romance de la luna, luna” no habla de una luna cualquiera, tampoco de la luna romántica de otros pueblos.
Entre los gitanos, la luna se asocia a la muerte de un niño. También aparece como personaje dramático en Bodas de sangre. Ese ser, porque en toda mitología los astros se personifican, lleva su blancura como una luz siniestra que atrae. Y atrae también con su baile y su voz. Un niño, quizá perdido en la noche, caminante solitario llevado a una fragua por fuerzas extrañas, es sorprendido por la luna. El niño trata de disuadir a la luna, mediante ruegos amenazantes, para que huya. Pero la luna tiene un propósito: llevarse con ella al niño. Los gitanos que galopan en su búsqueda llegarán tarde.
Veamos cómo lo dice García Lorca.
“La luna vino a la fragua / con su polisón de nardos.” En este verso, el poeta utiliza una metáfora de gran belleza para describir la blancura de la luna: la identifica con el polisón, un armazón que abultaba por detrás los vestidos femeninos, y el polisón es blanco, como los nardos. En los tres primeros versos el tiempo pasa: la luna vino, y el niño la mira. Entre ese pasado y este presente ya se dice que la luna estaba ahí cuando el niño llegó; quizás salió de día de su casa, se entretuvo en el camino y fue sorprendido por la noche. La repetición del verbo presente —”la mira mira”— remite, como también la repetición en el título del poema, a canciones infantiles y refuerza el influjo que la luna ejerce sobre el niño.
“En el aire conmovido / mueve la luna sus brazos / y enseña, lúbrica y pura, / sus senos de duro estaño.” También el aire se personifica, se conmueve por ese baile fantasmal con que la luna seduce al niño moviendo sus brazos: la luna es una bailaora, sensual pero distante, y sus senos son blancos y fríos como el estaño.
“Huye luna, luna, luna / si vinieran los gitanos / harían con tu corazón / collares y anillos blancos.” El niño teme; seguramente conoce los mitos sobre la luna con que sus padres, sus abuelos, lo amedrentan, porque ellos también les temen. Y en su temor desliza una amenaza: si llegaran los gitanos convertirían el frío metal de la luna, calentado en la fragua, en anillos y collares. En ese tiempo verbal, “vinieran”, en esa posibilidad, el niño cifra su esperanza.
“Niño, déjame que baile. / Cuando vengan los gitanos / te encontrarán sobre el yunque / con los ojillos cerrados.” La luna distrae y seduce con su danza, con su palabra. Pero tiene una certeza: los gitanos vendrán, pero será tarde. Siempre es tarde cuando llega la muerte.
“Huye luna, luna, luna, / que ya siento sus caballos.” Desesperado, el niño escucha los sonidos de su salvación. “Niño, déjame, no pises / mi blancor almidonado.” Aunque no está dicho expresamente, puede suponerse la tierra mojada y el reflejo de la luna en el agua.
“El jinete se acercaba / tocando el tambor del llano.” Estos versos son ambiguos. Por un lado, podría suponerse que el jinete es la muerte y que —en una bellísima metáfora— el galope del caballo semeja esos golpes de tambor sobre la llanura. Pero también, como dice el crítico literario español José Francisco Cirre, se puede ver al caballo, en la simbología lorquiana, como la “carrera del destino”. El tiempo verbal “acercaba” tiene acá más valor espacial que temporal: indica que ese jinete ya está cerca. Los dos versos siguientes —siguiendo la idea de que el jinete es la muerte— parecen indicar —el tiempo presente del verbo así lo precisa— que ya llegó: “Dentro de la fragua el niño / tiene los ojos cerrados.”
“Por el olivar venían / bronce y sueño los gitanos. / Las cabezas levantadas / y los ojos entornados.” Los gitanos, quizá los familiares que buscaban al niño, se hallan lejos todavía del lugar del sacrificio; venían galopando con signos de cansancio.
“Cómo canta la zumaya, / ¡ay, cómo canta en el árbol! / Por el viento va la luna / con un niño de la mano.” La zumaya, pájaro de mal agüero, canta, y el poeta se lamenta con un “ay” que remeda los ayes del cante jondo, por lo que está presagiando.
Luego hay un espacio en blanco en el poema. Ese salto temporal prepara la escena final. El plano real y el plano mítico se unen. Los gitanos han llegado a la fragua y lloran la muerte del niño, mientras el aire vela la fragua donde el niño yace. “Dentro de la fragua lloran, / dando gritos, los gitanos. / El aire la vela, vela. / El aire la está velando.”
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