El libro permaneció oculto en un estante de la casa hasta esa tarde en que Germán Tejada —que entonces debía tener 15 o 16 o 17— lo tomó a hurtadillas y leyó esa línea inaugural que dice: “Metió las manos en los bolsillos y fue más hombre que nunca”. No tenía forma de saberlo, pero esa edición de Los inocentes (La Rama Florida, 1961) produjo que su autor, Oswaldo Reynoso —docente, ateo, homosexual—, fuera tachado de pornográfico y corruptor de menores.
“Lo supe ya de grande —dice Tejada una tarde de octubre, convertido en director de cine—; en ese momento estaba en la etapa de las hormonas revueltas y el libro justamente plantea una masculinidad distinta, otra manera de ver el despertar sexual y la pérdida de la inocencia. Me quedó resonando mucho”.
Los Inocentes es la historia de cinco chicos en ebullición salvaje —”Cara de Ángel”, “El Príncipe”, “Carambola”, “Colorete” y “El Rosquita”—, refugiados en billares, cines y cantinas de una Lima de los cincuenta. Luego de leerlo, al poeta Martín Adán le produjo dolor: “Usted va a sufrir mucho”, le dijo a Reynoso en un bar antes de marcharse.
Era polémico porque abordaba sin tapujos la homosexualidad en los ritos iniciales de una pandilla entrenada en la calle —escribe Diego Trelles Paz— y transgresor porque inyectó potencial lírico a un lenguaje marginado en una época pudorosa, ruborizada.
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Tras una ola de recelo en la que lo respaldaron figuras como Julio Ramón Ribeyro, Mario Vargas Llosa y José María Arguedas, Los inocentes salió publicado por segunda vez bajo el título de Lima en Rock (Populibros) y una advertencia (“solo para mayores”) que vendió cuarenta mil ejemplares e hizo que al autor se lo considere un “rockstar clandestino”.
Medio siglo después ha superado la veintena de reimpresiones, ha sido objeto de importantes estudios lingüísticos, adaptado en un corto (a cargo de Pili Flores), una obra de teatro (de Sammy Zamalloa) y una performance de danza contemporánea. Pero es la primera vez que el libro llega a la pantalla grande de la mano de ese adolescente que lo leyó a escondidas.
“Hemos trabajado una película atemporal —dice Tejada—. Me he dado muchas licencias, y sé que es un gran atrevimiento”.
Hicieron falta cinco años para planificar, escribir el guion, realizar el casting y selección de actores, e iniciar el rodaje. El film, producido por Lorena Ugarteche con el libreto de Christopher Vásquez, de Señor Z, ha incluido a personajes que no tienen protagonismo en la obra de Reynoso —Johnny, Jessica, Alicia y Gabriela—, pero que consolidan el hilo narrativo de la cinta.
“A Johnny se menciona una sola vez en el libro —matiza Tejada—. La película moviliza esa efervescencia hormonal que Cara de Ángel tiene por él y Gabriela frente a esta pandilla que lo bulea por eso. Siento que el despertar sexual es así, bisexual. Hay esa cosa hormonal que deviene en atracción”.
En esta adaptación, Johnny es el líder de una banda punk a quien Cara de ángel, obligado a masturbarse en una plaza a cielo abierto, le dibuja los afiches de sus conciertos. La banda sonora reivindica ese movimiento punk y el rock peruano. Las grabaciones transcurrieron en el Centro de Lima, en el Morro Solar y en Breña.
Es el cuarto trabajo de Señor Z, una productora que ha obtenido un León de Oro y un León de Bronce en Cannes, dos premios Oro en el Ojo de Iberoamérica y más de quince reconocimientos internacionales por trabajos en publicidad.
“Los inocentes ha seguido todos los pasos de una peli —comenta Lorena Ugarteche—, la venimos trabajando casi cinco años, ha hecho laboratorios de guion, consiguió coproductores mexicanos y ahora está en postproducción. El plan es iniciar un recorrido por festivales y estrenar en Lima con mayor visibilidad”.
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Una invitada especial
En 2018, cuando todavía la película era una idea, Ugarteche contactó a Rosa María Vásquez, sobrina de Oswaldo Reynoso.
Tras la muerte de su tío, las editoriales la buscaron para pedirle los derechos de su obra, la invitaron a homenajes póstumos y a entrevistas en las que ha dicho cosas como: “Yo era su rabera, pero al punto de verlo como papá, no. Comenzamos a vivir una dinámica atípica. Oswaldo era el tío alocado, bohemio, que se empeñaba en ser responsable. Con él, la casa era una casa de soltero: entraba y salía gente”.
O también: “Últimamente escribía cosas más íntimas, pero nunca expresó [su homosexualidad] con todas sus letras. Quizás no hubiera sufrido tanto eso de guardar tantas cosas”.
Rosa María atiende a Infobae al otro lado de la línea. “Lorena y yo nos reunimos a conversar con temor —dice—. Los inocentes se prestaba mucho a una puesta cruda y hermosa, o también podía convertirse en algo morboso y corriente. No tenía idea de cómo era hacer una película, pero dije sí. No volví a tener noticias hasta cinco años después, cuando me llamó Lorena y me dijo: ‘comenzamos a grabar’, fue una sorpresa”.
El día que asistió al rodaje rompió en llanto. “Si Oswaldo hubiera estado allí, se desmayaba. Había drones, cámaras, maquilladores, vestuaristas. Parecía Hollywood. Los actores estaban alucinados, como si hubieran leído a uno de sus patas. Y yo pensaba: aquí está mi tío, es una forma de tenerlo vivo, de decirle que estamos velando por sus hijos, que son sus obras”.
Además de tener a cargo la gerencia general de una clínica, Rosa María administra la obra de Reynoso: fue artífice de la publicación de Capricho en azul (Alfaguara, 2020), los textos que él juntó en el epílogo de su vida; y atesora un libro inédito al lado de las cartas que recibía desde China, adonde Reynoso viajó para trabajar como traductor.
En una edición de Los inocentes, su tío escribió esta dedicatoria: “Rosita, debes leer este libro cuando cumplas 14″.
—Y cuando cumplí 14, me buscó y me dijo: ¿te acuerdas que te dije que lo leas a esta edad? Ya, ya no, ahora a los 16, y así me fue subiendo— recuerda—. Finalmente lo leí en el colegio, nadie en mi salón creía que era mi tío.
Después hace una pausa y continúa:
—Oswaldo habló sobre temas tan actuales en una época bastante pudorosa, por eso fue completamente trasgresor. Habló de descubrir la sexualidad en un mundo marginal, carente de todo, en la soledad de la calle. Pero con suma ternura.
El viernes 24 de mayo de 2016, a las 12 y 45 de la madrugada, Oswaldo Reynoso sufrió un paro cardíaco. Entonces, Rosa María buscó una botella de vino, una manzana —”por el pecado original”— y un manto con el dibujo de un escarabajo: las cosas que su tío le pidió poner junto a su ataúd.
Las llamas de los cirios se reflejaban en la madera impoluta. A un lado, un reclinatorio. Al otro, un retrato al óleo. Y estaba, también, el protocolo que dejó para su adiós: no llorar, no rezar, beber sin fondo, cremar.
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