Hay días en que, sin necesidad de que suceda algo que lo explique, se me aparece algún recuerdo de una escritora o escritor con quien mantuve una relación amistosa o profesional, y que ya no está en este mundo. Que murió.
A veces sé por qué surge el recuerdo -una relectura, una mención, o alguna situación del orden del déjà vu que me remite a una escena vivida o leída, un simple cruce de calles o un determinado gesto. Pero otras veces no logro saber por qué.
La muerte de otros que fueron cercanos es algo que cuesta aceptar, pero es un hecho tan contundente que, tarde o temprano, la realidad termina por imponerse. Si así no fuera, sería muy duro sobrevivir.
En el caso de los escritores, hay algo que no ayuda a cerrar el duelo y suele complicarlo: un escritor muere, pero su obra perdura, por eso de la obra de un autor se sigue hablando en presente.
La innovación digital -que no deja espacio a salvo-, generó una situación nueva y difícil: borrar de los Contactos a quien murió. Un problema que no existía en la época analógica, cuando nadie pretendía mantener actualizada la agenda telefónica de papel.
Este click final es una decisión de gran valor simbólico, un acto difícil de concretar, dificultado aún más porque en los Smartphone hay que tocar “Eliminar”. Siempre lo demoro, a veces años, hasta que llega un momento en el que por alguna razón puedo hacerlo. No ver más ese nombre en mis contactos es, sin duda, una despedida más.
Hay muertes que te dan tiempo a preverlas, por cuestión de edad, o porque las precede una enfermedad. Sin embargo, estar advertido ayuda poco en el momento final. Quienes no tenemos ningún consuelo religioso lo pasamos peor, porque sabemos que todo se acabó, no hay ninguna esperanza de que en algún lugar nos volveremos a encontrar.
A veces los otros deudos ayudan, otras veces, no. A quien le queda como herencia la obra de un escritor se le impone un compromiso vitalicio: ocuparse de gestionar esa obra literaria, con independencia de que la conozca, la valore, o de que haya tenido una buena o mala relación con quien la escribió. La herencia de un escritor trae implícito un mandato, aunque esto no se mencione en los documentos de la sucesión.
Pasado el dolor inicial, el tiempo de cercana compañía de familiares y amigos, cuando al fin llega la soledad, hay veces en que aparece algo nuevo, no sentido antes: la necesidad de hacer algún ajuste de cuentas con quien murió. Aunque la ira o el enojo sean una etapa habitual del duelo, insisto en la particularidad de quienes heredan a un escritor, porque es una herencia que nunca termina, constantemente te estará demandando decisiones.
Aunque “la viuda” (me refiero a cualquier heredera o heredero) no sea consciente de todas las verdades que le incomodan o perturban, esas historias no sabidas actúan igual, y tienen un peso determinante en cada decisión. Hay muchas cosas que subyacen, pero no se saben, y quizás nunca se sabrán. Quienes estamos cerca, ya sea por razones familiares, afectivas o profesionales, también las desconocemos pero sin embargo vemos su efecto, las consecuencias que lo no sabido produce en cada decisión, que por eso mismo suelen ser desconcertantes.
El caso de los escritores es diferente y especial, porque los conflictos son inevitables cuando se piensa en la cantidad de horas que dedicó a su obra, siempre un tiempo escamoteado a las relaciones amorosas, afectivas o familiares. Cualquier competencia con la obra por parte de la pareja, los amigos o la familia, es siempre atroz, porque desde el principio es una pelea perdida. La obra siempre gana, ningún escritor o escritora dejará de escribir jamás. La obra es algo parecido a “la otra”, la querida como se decía antes, la que te lo quita, la que pudo más.
En el mundo del libro hablar de “viudas” es un clásico, porque son más mujeres que hombres quienes trascienden en los medios. En las redes sociales, ni hablar. Es fácil recordar viudas de escritores, pero difícil al revés. No es por discriminación, sino porque hasta hace poco los hombres publicaban mucho más que las mujeres. Como ahora es al revés, lo de viudas cambiará por viudos, solo hay que esperar una o dos décadas más. De todos modos, para que no haya equívocos, utilizo el sustantivo “viudas” como genérico, aplicable a quien hereda una propiedad literaria, sea hombre, mujer, cónyuge, hijo, hermano, sobrino o nieto.
Es difícil imaginar cómo actuarán en el futuro los viudos de mujeres escritoras ¿cómo será el proceso del duelo? ¿qué lugar querrán ocupar? ¿cómo se desempeñarán? ¿Cómo la van a cuidar y defender?¿Lo harán?. Sería como preguntarnos qué habría hecho Borges si hubiera heredado una supuesta obra literaria de María Kodama, a quien como viudo hubiera sobrevivido treinta años. Es un ejercicio de pura ficción.
Esto de los viudos me recuerda el triste papel del escritor e historiador Leonard Woolf, quien censuró los diarios de su esposa Virginia durante los treinta años que la sobrevivió. O un caso al revés, el de Ósip Mandelshtam, el mayor poeta ruso del siglo veinte, cuya mujer Nadezhda fue su esposa poco más de diez años, y su viuda cuarenta y dos. Es un caso especial, cuya devoción debemos agradecer, porque durante esos durísimos diez años de matrimonio fue memorizando cada poema que él escribía, para destruir rápidamente los papeles por miedo a las constantes requisas de la policía de Stalin. Parece una historia de Fahrenheit 451, pero es real.
Más reciente es el caso del escritor sueco Stieg Larsson, que murió sin ver publicada su trilogía Millennium, de lo que se ocupó Eva Gabrielsson, su pareja y cómplice literaria durante treinta años. La trilogía se convirtió en el mayor éxito editorial del siglo veintiuno, pero resultó que los cien millones de euros que recaudó se los quedaron el padre y el hermano del autor, con quienes él apenas tenía relación, porque en Suecia treinta años de convivencia, domicilio compartido y cuentas bancarias conjuntas no tienen ningún valor para heredar ¡porque no estaban casados! Pensar que durante tantos años consideré a Suecia un país progresista y avanzado, y resultó que no.
La muerte de un escritor implica que alguien heredará un patrimonio de la propiedad intelectual, un bien intangible, al que es imposible fijarle un valor monetario como se hace con un inmueble. Sin embargo, ponerle ese valor monetario es algo que siguen exigiendo los jueces que intervienen en la sucesión en varios países. Dos o tres veces tuve que ayudar a “hacer una tasación”, para establecer los impuestos a pagar. Fue alucinante, un puro ejercicio de ingenio, una verdadera ficción. Los jueces -dijo Héctor Tizón, gran escritor, gran abogado y gran juez- no tienen la menor idea de lo que es una obra de creación.
Para quien hereda, a veces lo que recibe es más una carga que una satisfacción, porque una obra literaria no es como una casa en la playa de la que te puedas desprender. Recibir en herencia una obra literaria es quedar obligado para siempre a ocuparse de esa propiedad, aprender cómo funciona el negocio editorial, vigilar la difusión, la venta, firmar nuevos contratos, reclamar a las editoriales porque los libros no están en las librerías… un legado exigente.
Heredar una propiedad que no puedes alquilar ni vender, y que suele producir un escaso rendimiento económico, es lo que se denomina una pesada herencia. Se hereda la propiedad, pero la autoría no, los méritos seguirán siendo siempre de quien murió. Al no haber un corte posible, habrá que seguir tomando decisiones el resto de la vida.
Una y otra vez surgirá la misma pregunta: ¿qué hubiera hecho él? Una pregunta sin respuesta, porque es solo una suposición, bastante peligrosa como criterio, porque a medida que van pasando los años queda más desactualizada. Todo va cambiando mucho en el mundo del libro, pero lo que el autor pensaba quedó congelado en el momento en que murió. ¿Cómo suponer hoy si Antonio Machado estaría de acuerdo en que su obra se ofreciera por streaming?
Detrás de toda obra literaria hay una historia de sacrificios, porque a nadie le pagan por escribir, se hace bajo el propio riesgo y esfuerzo, casi siempre después del trabajo principal, como se considera al que aporta el dinero para el alquiler. Se escribe de noche, los fines de semana, en los días de vacaciones, y esto lo padecen todos los que están alrededor. Un escritor escribe constantemente, aunque solo publique algunas cosas.
Es un “trabajo insalubre” no reconocido como tal, aunque pone en riesgo matrimonios, genera quejas y reproches de la pareja, malestar de padres ancianos y de hijos adolescentes. Cuando el que escribe muere, deja a sus herederos miles de papeles sin ordenar, compromisos sin cumplir, contratos leoninos que hay que cumplir. Todo es un gran trabajo a realizar, que es nuevo y habrá que aprender.
Además, la sociedad, la familia, los amigos y los lectores del escritor esperan que la viuda o el viudo “honre” la obra que recibió, lo que quiere decir seguir trabajando para el otro, aunque ese otro pudiera haberle tratado mal, con distancia, con engaños, con abandonos, con desatención.
Pese al esfuerzo que quien hereda tiene que hacer para superar lo que desconocía, suele ser habitual que lo mismo vuelva a suceder cuando le toca hacerse cargo de la obra a la siguiente generación. Si la propiedad intelectual tiene una vigencia de 70 años desde la muerte del autor, habrá dos o tres generaciones más que tendrán que ocuparse -y beneficiarse- de esa propiedad. Esto sucede poco en los países anglosajones, donde este trabajo se encarga a un profesional, abogado o agencia literaria, que con los años garantiza no solo el orden y la corrección de la documentación, sino una historia de las vicisitudes de la obra y el autor. La documentación siempre se pueden trasmitir, la historia vivida no.
* Guillermo Schavelzon nació en Buenos Aires en 1945. Fue librero, editor y es uno de los agentes literarios más importantes de habla hispana. El enigma del oficio es su libro de memorias. Allí está plasmada su experiencia en el mundo literario, que lo hizo estar cerca de los autores más importantes del castellano en el último medio siglo.
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