Una vez al año, el cáncer deja de estar relegado al ámbito hospitalario y se mete en el espacio público: se habla de cáncer, se escuchan experiencias de vivir con cáncer o de haber sido diagnosticado en algún momento de la vida; se concientiza sobre la prevención.
En el inicio de los años ‘90, en Estados Unidos comenzó la denominada “cultura del lazo rosa”: la fundación Susan G. Komen, junto a una compañía líder en cosmética y una revista de salud femenina, realizó la primera campaña para recaudar fondos en beneficio del cáncer de mama. Desde entonces, en todo el mundo, octubre se convirtió en “octubre rosa”.
Está por finalizar otro octubre colmado de actos, charlas, carreras, caminatas, iniciativas que contribuyen a visibilizar el cáncer de mama y alejarlo de aquello que solo puede ser nombrado de manera indirecta, con frases como: “tiene algo malo”, “esa enfermedad”, “le apareció algo”. Y justamente este octubre desembarcó en las librerías El cáncer y las palabras, editado por Grijalbo, un libro en el que las psicólogas y especialistas en psicooncología Agustina Chacón, Sonia Checchia y Nancy Ferro, indagan en la manera en que cada uno pone en palabras su propio tránsito de la enfermedad y también en la necesidad de sentirse acompañado desde la empatía.
Chacón, Checchia y Ferro cuentan que, en distintos períodos de la historia, algunas enfermedades sobresalen por su carga simbólica: la lepra en el Edad Media, la peste negra durante el siglo XIV, la sífilis en el XV, la tuberculosis en el XIX y el sida y el cáncer durante los siglos XX y XXI. “A lo largo de los tiempos –explican–, y en distintos espacios, necesitamos entender y manejar aquellos sucesos que amenazan o interfieren en la vida”.
De lleno en el análisis de la comunicación respecto del cáncer, las psicooncólogas desentrañan metáforas bélicas y heroicas como “sos una luchadora, qué valiente, qué bien lo llevás” y eufemismos tales como “la papa”, “lo que tuviste”, “lo tuyo”, “larga y penosa enfermedad”, “cruel enfermedad”.
Explican que no ayudan a la mayoría de las personas que transitan la enfermedad porque refuerzan la asociación con la muerte -aun cuando las tasas de supervivencia han aumentado considerablemente en los últimos años-, las hacen sentir responsables de su evolución y culpables en caso de que su condición empeore. “Esas frases reproducen estereotipos, mitos y prejuicios y funcionan como amplificadoras del sufrimiento”, afirman.
Las especialistas sostienen que categorizar la experiencia de enfermar en términos marciales pone a los pacientes en lugares extremos. ¿Por qué? Porque si bien aclaran que para algunos pacientes puede ser motivador pensarse como guerreros, para otros implica una exigencia de estar siempre bien, no angustiarse, no reconocer los temores, los enojos, la incertidumbre, la tristeza como emociones normales a partir de un diagnóstico oncológico. Y apuntan que al reforzar el estigma cáncer=muerte, el uso de metáforas bélicas, especialmente en etapas finales de la vida, opera en forma negativa anulando todo lo que esa persona hizo antes. Queda sólo como quien perdió la batalla contra el cáncer.
Las voces de los pacientes
El libro es fruto de la campaña “La enfermedad y las palabras” que durante el año 2018 recopiló los testimonios de 146 pacientes con distintos tipos de diagnósticos oncológicos. De manera anónima y voluntaria, esas personas compartieron frases, comentarios y opiniones que escucharon dentro del ámbito familiar, médico, social, laboral y en los medios de comunicación. Entonces, desde el Servicio de Psicooncología del Instituto Alexander Fleming, donde las tres especialistas trabajan, se propusieron analizar el impacto emocional de la comunicación en la experiencia de enfermar de cáncer.
El cáncer y las palabras aporta una nueva mirada sobre las palabras utilizadas para hablar del cáncer, con el objetivo de ayudar tanto a los pacientes como a sus entornos familiares y afectivos a acompañar con empatía. ¿Cómo? Básicamente, dejando de asociar al cáncer con la muerte para empezar a encararlo como parte de la vida.
En este sentido, el trabajo de las especialistas intenta rescatar el valor de la palabra como herramienta a la hora de reflexionar, transformar y proponer otras representaciones sociales en torno a la enfermedad.
La nueva propuesta editorial recorre las experiencias de poco más de 30 personas que viven con cáncer o que en algún momento de la vida fueron diagnosticadas con la enfermedad: la sociedad y el cáncer; la familia, los amigos y el cáncer; el escenario médico y el cáncer; trabajo y cáncer; medios de comunicación y cáncer.
Aparecen, entonces, casos como el de María Josefina, que se sentía esperanzada en hablar sin reservas con su amiga para contarle que recibió el diagnóstico de cáncer de mama y de golpe recibió la pregunta: “¿Cómo? ¿No te hacías los controles?”; el de Pedro, en tratamiento por cáncer de próstata y con necesidad de validar sus emociones porque se sentía una carga para la familia, estaba irritable y sin ganas de nada, y el de Violeta, quien, al reintegrarse al trabajo tras su licencia laboral, pidió permiso para retirarse antes con el fin de hacerse un estudio de control y su jefe le respondió: “Mi empresa no puede depender de tu salud”.
En las reflexiones finales, las autoras resaltan una vez más que el libro intenta recuperar las vivencias particulares de las personas que padecieron cáncer, a quienes conocieron en sus roles de psicólogas, y también reflejar la literatura científica, por lo cual citan a varios profesionales con prestigio en el campo de psicooncología y la medicina social, y también escritores, historiadores e intelectuales. En este punto, aparece una cita especial al doctor Reinaldo Chacón, referente y pionero indiscutible de la oncología en Latinoamérica.
Para concluir, anexan recomendaciones necesarias para tener en cuenta en una de las necesidades de los pacientes: la búsqueda de información médica. Por eso brindan varios consejos, por ejemplo, prestar mucha atención a la dirección del sitio web y al uso de lenguaje utilizado.
“El cáncer y las palabras” (fragmento)
De tu actitud depende tu cura
Verónica, paciente joven de 28 años que atraviesa un tratamiento por cáncer de mama, dice en la consulta:
No sabés cuánto me irrita cuando alguien me dice: “Sos una luchadora, qué valiente, qué bien lo llevás”. Yo pienso que no soy nada de eso, soy una piba de casi 30 años que, en lugar de estar con amigas, pensando en chongos, salidas, proyecto de pareja, hijos o retos profesionales, me encuentro teniendo esta enfermedad de mierda.
Las personas enfermas necesitan ser reconocidas también en la fragilidad, la angustia, los temores y los enojos. Cuando todo esto puede ser aceptado, muchas veces vemos que el afrontamiento activo ocurre, no como apariencia o como postura frente a otros que lo reclaman, sino como vivencia real del paciente.
Bárbara Ehrenreich, periodista, doctorada en bioquímica e inmunología, cuenta en su libro Sonríe o muere que antes de su diagnóstico de cáncer de mama ella se consideraba una persona optimista, al punto de definirse como algo ingenua. Ante el diagnóstico y con el comienzo de los tratamientos activos, su respuesta emocional se caracterizó por una intensa ansiedad ante la posibilidad de la muerte, temor por las posibles pérdidas de afectos, rutinas, relaciones, angustia, una profunda tristeza y mucho enojo. En términos de Ehrenreich: “El cáncer es básicamente una inmensa putada”. El libro es un ensayo honesto y muy claro sobre la incongruencia entre los contenidos sociales disponibles que estimulan y premian una positividad artificial impuesta para los pacientes y la vivencia de quien atraviesa una enfermedad oncológica. Esto la lleva a plantear y a denunciar la “tiranía del pensamiento positivo”. Manifiesta de manera enfática que, en todo caso, la llamada actitud positiva sea una opción elegida por cada paciente y no un imperativo moral cuya transgresión comporta un doble castigo; por un lado, el pesimismo reducirá supuestamente las posibilidades de curación y, por otro, coloca a los enfermos en un lugar de soledad y aislamiento. Esta es sin duda una de las tareas terapéuticas necesarias, el reconocimiento de todas las emociones que se desencadenan a partir de un diagnóstico y desmitificar la idea de que angustiarse, enojarse o entristecerse hace mal.
Jimmie Holland, referente indiscutida de la psicooncología, dice que el peso de no ser capaz de pensar en positivo gravita sobre el paciente como una segunda enfermedad. Ni hablar cuando los tratamientos no son lo exitosos que se espera, la enfermedad avanza o aparece una recaída. Después de tener conocimiento sobre las metástasis y la gravedad de la situación, Gabriela Liffschitz inició una recorrida por las terapias alternativas, y relata que esas fueron las peores semanas desde el diagnóstico.
Pero entonces estaban ellos, los que, de acuerdo a parámetros morales diversos, podían detectar lo que estaba mal (el ateísmo, el estrés, la perversión sexual o ideológica, la falta de contacto con la naturaleza, la comida, etc.) para otorgarle al enfermo la solución que en realidad no tenían, sino que estaba en cada uno, pero que ellos sabrían dirigir a voluntad de vivir del paciente y así alejarlo de los impulsos dañinos y autolacerantes a los que se sometían en manos de la enfermedad. Así además se era culpable y responsable del cáncer. Solo dependía de uno curarse. Era un trabajo muy duro, pero si uno estaba enfermo era por cierta voluntad, cierta vocación hacia el mal.
Las personas enfermas necesitan ser reconocida también en la fragilidad, la angustia, los temores y los enojos. Cuando todo esto puede ser aceptado, muchas veces vemos que el afrontamiento activo ocurre no como apariencia o como postura frente a otros que lo reclaman, sino como vivencia real del paciente. La asociación de pensamiento positivo a pensamiento bueno, o que hace bien, es un error frecuente. La imposición del buen humor se convierte en un deber ser para los pacientes, que aumenta el estado de alerta y que muchas veces se convierte en una forma de violencia simbólica.
Quién es Agustina Chacón
♦ Nació en la ciudad de Buenos Aires en 1972.
♦ Es Licenciada en Psicología por la Universidad de la Marina Mercante.
♦ Se especializó en Psicooncología en el servicio de salud mental del Hospital Marie Curie.
♦ Es docente en la cátedra de Psicooncología de la Universidad del Salvador y secretaria docente en la Maestría de Psicooncología en la Universidad Favaloro.
♦ Integra el equipo del servicio de Psicooncología del Instituto Alexander Fleming.
Quién es Sonia Checchia
♦ Nació en Bolívar, provincia de Buenos Aires en 1970.
♦ Es Licenciada en Psicología por la Universidad Nacional de Mar del Plata y psicóloga clínica especializada en Psicooncología por la Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales.
♦ Integra los equipos del Servicio de Psicooncología y del Servicio de Asesoramiento Genético en Oncología del Instituto Alexander Fleming.
Quién es Nancy Ferro
♦ Nació en Las Flores, provincia de Buenos Aires en 1957.
♦ Es Licenciada en Psicología por la Universidad Católica Argentina.
♦ Se especializó en Psicooncología en el Servicio de Oncología Clínica y de Salud Mental del Sanatorio Güemes, en Psicoanálisis en la Escuela Argentina de Psicoterapia para graduados y en Psicoterapia Cognitiva Conductual en el Centro Terapia Cognitiva.
♦ Desde 1994 es jefa del Servicio de Psicooncología del Instituto Alexander Fleming y desde 2020 dirige el Espacio para el Bienestar de la misma institución.
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