Es noviembre de 1938 y el aire en Berlín es cada vez más irrespirable. Manele Spielman sabe que las cosas irán cada vez peor y toma una decisión que tal vez lo ponga en peligro, en un peligro todavía más grande que el de ser un orgulloso miembro de la comunidad judía en medio del nazismo: sacar de la sinagoga el Sefer Torá -el sagrado libro de las Escrituras- y esconderlo en su casa.
Poco después, en la noche del 9 al 10, el templo arde. Hordas de paramlitares, con la juventud hitleriana y muchos civiles, prenden fuego, rompen a palos y destruyen los templos judíos pero también los negocios de los judíos y sus cementerios. Este lunes, en Buenos Aires, se bailará abrazando ese rollo salvado del odio en una ceremonia antigua pero también presente. Sobrevivir es así.
Mark Faerber nació en Inglaterra y es nieto de Manele. Este año llegó a Buenos Aires para la celebración de Shimjat torah y sintetiza los ataques conocidos como Noche de los cristales rotos en un discurso que pronuncia durante la ceremonia en la Comunidad ACILBA en Palermo: “91 judíos fueron asesinados; 76 sinagogas fueron completamente destruidas y demolidas; 7.500 tiendas, almacenes y negocios propiedad de judíos fueron saqueados y dañados por las turbas nazis. 30.000 judíos fueron arrestados y encarcelados. Mi difunto abuelo materno fue uno de ellos. Sin embargo, antes de ser arrestado, rescató un Sefer Torá de una sinagoga en llamas cerca de donde vivía en el distrito de Mitte. Este es el Sefer Torá que tienes ante ti”.
Cada año, las comunidades judías de todo el mundo completan la lectura del texto. En las sinagogas se consagran a su estudio tres días por semana, incluyendo una lectura pública de media hora cada sábado. “Alguien lee en voz alta y cada uno lo sigue. Está dividido en 54 parshiot (secciones) y las repartimos de modo tal que en un año se termina todo el libro –explica Shimon Wahinish, rabino de la comunidad–. Simjat torah es el día de la finalización y entonces festejamos. En vez de revolear las carpetas, como se hacía al terminar la secundaria, nosotros abrazamos las Escrituras, las besamos y bailamos. El objetivo es que el estudio no quede en la teoría, que es solo en la cabeza. Los chicos se suman al baile y se reparten golosinas”.
A través de un profeta, de un ángel o de un fenómeno sobrenatural, las religiones del mundo hablan de alguna revelación divina, cuyas enseñanzas constituyen la base fundamental de las creencias, los rituales y la tradición que se desprende de ella. La Torá es la revelación que recibió Moisés y que el pueblo judío fue presenciando a lo largo de su travesía por el desierto. Cuenta la Creación del mundo, la historia de las primeras generaciones, la descendencia de Abraham, Jacobo e Isaac y el pacto nuevo que ese pueblo hizo en el desierto.
Hoy se conserva gracias a una tradición milenaria de más de tres milenios consecutivos y es uno de los elementos más sagrados que cualquier judío puede poseer. “No es solo un libro, lo llamamos torah heim (torá de la vida) y es uno de los textos más antiguos y actuales porque todavía lo estudiamos”, prosigue el rabino.
En la ceremonia de este año, ACILBA baila en torno a esos rollos salvados de las llamas y conmemora a sobrevivientes del holocausto. Escrito a mano sobre un pergamino de cuero, ese sefer llegó a Buenos Aires de la mano de Mark Faerber, que actualmente vive en Londres y se encarga de resguardar tanto el rollo como su historia.
Nacido en 1901 en Polonia, su abuelo Manele cumplía 18 años en 1919, cuando el ejército quiso reclutarlo para luchar en la Primera Guerra Mundial. Consciente del antisemitismo de los militares polacos, decidió entonces salir del país e instalarse en Alemania. “Cruzó la frontera sin pasaporte, lo cual era posible en esa época en Europa, y aprendió alemán muy rápido porque su idioma era el yídish”, cuenta Faerber.
Catorce años después, cuando Hitler asumió el poder, iniciaba todo tipo de gestiones para conseguir una visa que le permitiera otra vez cambiar de país. Pero ahora necesitaba documentos y no los tenía. “Aplicó incluso a una visa chilena”, recalca su nieto, porque la guerra cultural había empezado en la década del ‘30 mucho antes que las acciones militares, cuando los académicos judíos perdieron sus trabajos, Albert Einstein entre ellos, además de profesionales como abogados y médicos. “Pero Dios no permitió que le den la visa porque tenía que preservar el Sefer Torá”, interviene el rabino Wahnish.
Manele tuvo que esperar seis años para obtener un resultado positivo, que llegó desde Inglaterra cuando le otorgaron una de las 4000 visas que ese país destinó a judíos alemanes, con Neville Chamberlain como Primer Ministro, después, justamente, de los ataques de la Noche de los cristales rotos. Para ellos se habilitó un campo de refugiados ubicado al Sudeste del país, en la localidad de Sandwich en Kent, que originalmente había funcionado como cuartel militar durante la Primera Guerra Mundial: el Kitchener Camp, nombrado así en honor a Herbert Kitchener, Secretario de Estado de Guerra entre 1914 y 1916.
Este era un lugar de barracas para soldados, que estuvo abandonado durante aproximadamente veinte años y que los hombres fueron reconstruyendo a medida que llegaban, con la comunidad judía a cargo de los costos. “No era sencillo lograr, en aquel momento, antes del inicio de la guerra, que entraran tantos judíos a Gran Bretaña a lo largo de solamente 8 o 9 meses”, sostiene Faerber, que ha investigado y conocido muchas otras historias de gente que atravesaba esa Europa hostil para, a través de España y Portugal, llegar a los Estados Unidos. Mientras tanto, en la pequeña localidad de Sandwich, el número de judíos llegó a superar al de pobladores originales.
En este contexto, Manele viajaba solo desde Berlín, abordando distintas combinaciones de trenes y barcos, llevando algo de ropa, un poco de plata –los alemanes no permitían llevar mucho dinero– y los rollos del templo. “Para pasarlos por la frontera, tuvo que sobornar a dos funcionarios de la aduana nazi, pero el sefer era para él lo más importante”.
Los aduaneros, por supuesto, estaban al tanto del contenido de su equipaje. Manele tenía 38 años y una esposa que se había quedado en Alemania junto a su hija de 7 años. “Ella tenía un pasaporte polaco vencido y no pudo irse en aquel momento. Entonces viajó mi abuelo para instalarse en Inglaterra, sin saber lo que iba a pasar”, explica.
Llegó a Kitchener en febrero de 1939; en julio se sumaba su familia y el 1 de septiembre estalló la guerra. Mientras tanto, en Kitchener, los rollos salvados de los ataques de Berlín se utilizaban para celebrar las ceremonias religiosas. “Se deben haber sorprendido mucho con la aparición de ese sefer”, comenta recordando que todavía se conserva una carta de 1939 de un rabino del campo en la que documentaba y agradecía su llegada al templo que habían improvisado en una de las barracas.
Manele consiguió trabajo en Birmingham, donde se instaló definitivamente junto a su familia después de la estadía en el campo de refugiados. Partió a su nuevo domicilio, siempre trasladando el sefer, que aportó entonces a la congregación de su nueva ciudad. Ahí permaneció por 60 años e incluso después de su fallecimiento a mediados de la década del ‘80, ya que su hija y el marido –madre y padre de Faerber– aún vivían ahí.
“En el año 2000, cuando mis padres se mudaron, lo llevé conmigo y lo usamos en mi comunidad de Londres, donde ha estado los últimos 22 años. Ahora vino a Buenos Aires, pero va a volver porque se trata de un objeto muy querido en la familia. Yo lo estuve resguardando, pero tengo que consultar con mi hermana cualquier decisión importante. Vamos a ver con el tiempo cómo hacemos para preservarlo en el círculo familiar. Esta es la primera vez que sale de Inglaterra desde 1939″, dice.
Meir Chami y Daniella Faerber, su esposa, se conocieron en Buenos Aires hace doce años, mientras ella se encontraba en la ciudad por un viaje de estudios. Después Meir la visitó en Londres, donde Mark Faerber, que es hoy su suegro, le relató la historia del sefer: “Íbamos caminando al templo y me pareció fascinante. Pasaron los años, vinimos acá y, un día, durante otra caminata, se lo conté al rab [Wahnish], que mostró un gran interés y me preguntó si existía la posibilidad de traerlo”.
“Fue una locura –comenta al respecto el rabino–, pensé que no iban a aceptar porque es un objeto de un valor incalculable, está escrito a mano con pluma sobre cuero de vaca; transcribirlo puede llevar uno o dos años de trabajo a tiempo completo. La verdad es que sacarlo de su lugar en Londres, viajar, traerlo, ¡es casi como pedirle al Museo Británico que te traiga una pirámide de Egipto!”. De todos modos, el yerno se comunicó ese mismo sábado a la noche con Faerber en Londres y se lo sugirió. “No sé qué pensó en ese momento”, dice.
Faerber contesta que se sorprendió mucho “porque nadie antes me había pedido de verlo”. Y añade: “En Inglaterra lo usamos para los rezos los últimos 83 años desde que llegó de Alemania y este es su principal propósito. Su historia es un interés adicional, pero lo más fundamental es leerlo, para el presente y el futuro”.
Cuando Meir sube este año al púlpito con su pequeño hijo, siente la emoción de cinco generaciones acompañadas por el mismo sefer, tanto en tiempos difíciles como en los festejos más alegres. Hoy bailan alrededor de esta Torá, que pronto regresará a su lugar en Londres aunque, según asegura Faerber: “Yo vengo dos veces por año y puedo volver a traerlo. Ya sé que será un poco triste cuando me lo lleve, pero ahora tenemos esta conexión”.
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