¿Cómo se escribe este silencio en el que se mete de repente Guillermo Saccomanno cuando se levanta de la silla y abre el Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein en cualquier página para encontrar una oración que le haga sentir que todas las verdades entran en los libros? ¿Cómo se escribe este silencio con el que Saccomanno bucea entre los renglones como si el libro fuera el centro de la Tierra y todo lo demás, que es su casa, la ciudad que hay del otro lado de la ventana, el texto que va a escribir hoy, el texto que escribió ayer y esta entrevista, se pusiera en pausa hasta que él encuentre lo que busca?
Busca parado Saccomanno. Parado en el metrito cuadrado de su monoambiente de Retiro que decidió no cubrir con ninguna de las pilas de libros que crecen desde el parquet, sobre la mesa, en los estantes, en el escritorio, en las mesas de luz de esta casa a la que se entra por una puerta que tiene un cartel que dice “Call me Ishmael”, el arranque que Melville le escribió a Moby Dick y que Saccomanno usa para avisar que la literatura es la jefa de hogar.
Busca parado sobre un cuerpo flaco y alto de 74 años que, dice él, “está muy usado”. Y deja algunas -no muchas- pinceladas de cómo usó y usa su cuerpo. No sé cuántos cigarrillos fumó en las dos horas que duró esta entrevista, pero seguro fueron más de cinco y menos de diez.
Sí sé que dos de los episodios -no dice “cuentos” Saccomanno, dice “episodios”- de Esperar una ola, su último libro, se le ocurrieron porque escuchó las conversaciones de las enfermeras que lo atendieron en una terapia intensiva y entonces los hospitales se le antojaron buen escenario. Sé que usó los 25.000 euros de un premio literario en que le curaran una meningitis en un hospital privado cuando no tenía ni prepaga ni obra social.
Sé que se operó la columna y que, cuenta él, algo de habérsela lastimado fue por andar arrastrando libros desde este monoambiente hasta la estación de micros para tomarse uno a Villa Gesell, donde desde hace años intenta pasar veinte de los treinta días que trae un mes. “Siempre llevo a mis rusos o Kafka. Kafka absolutamente siempre, y yo no manejo, nunca tuve auto, así que andar llevando y trayendo todos esos libros ayudó a que mi espalda quedara así”, explica Saccomanno.
Sé que una vez estaba internado, cree recordar que en una cama de Fleni y con una vía de suero puesta, y llamó a su amigo Juan Forn, le contó lo que estaba pasando, y escuchó: “Boludo, yo también estoy internado, en Mar del Plata”. Y la risa de su amigo y después la suya. “Y hablamos una hora de literatura, sin parar. Así éramos Juan y yo”, dice, y conjuga en pasado porque Forn está muerto.
“En memoria de Juan Forn”, escribió, entonces, Saccomanno en la dedicatoria de Esperar una ola, que es el libro del que va a hablar con Infobae Leamos y “es el libro del tipo que dio el discurso que tanto quilombo parece que armó en la Feria del Libro”, dice.
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Es cierto: a fines de abril, el autor estuvo a cargo de las palabras inaugurales de la Feria y nadie salió del salón como si nada hubiera pasado. Algunos decían que por fin alguien había hecho lo que debía hacerse con ese discurso: patear el tablero. Otros decían que Saccomanno era como un invitado a una cena que, una vez sentado a la mesa, escupía el plato servido por el anfitrión. “A la distancia parece un paso de comedia: no cambió nada”, dice el escritor, seis meses después de que el cimbronazo que provocó en La Rural lo llevara a las tapas de los diarios.
Pero ahora está parado, hojea el Tractatus y lee: “Los límites de mi lenguaje son los de mi mundo”. Y se le alivia la cara porque encontró lo que buscaba, una verdad dentro de un libro, y se sienta. Y conversa.
“Tenés que estar en el agua para agarrar la ola”
No tienen nombre los episodios de Esperar una ola. Son cortos, de una página, de dos, de un par de oraciones. Hay sobre la muerte, el suicidio, la amenaza de muerte que supone el cáncer, lo agobiante que es despertarse e irse a dormir pensando en la plata que hace falta para despertarse e irse a dormir el día siguiente, lo violento que puede ser el robo a un jubilado golpeado hasta el asesinato y lo agotador que puede ser que ni uno ni dos trabajos alcancen para llegar a fin de mes.
El primero de esos episodios resuelve rápido el misterio de por qué el libro se llama como se llama. Empieza así: “Los balnearios ya levantaron las carpas. La costa es un horizonte de viento, arena y mar. Ahora se los puede ver. Los surfistas parecen haber estado siempre ahí, a unas brazadas de la orilla, en la rompiente, esperando. Y van a permanecer en el agua, agazapados aun contra el presagio de una sudestada, asomando apenas en la magnitud del océano. La espera de esa ola tiene mucho de misterio. A veces están desde la mañana temprano. Si el día empezó tormentoso, vienen al mediodía, cuando un resplandor débil se filtra entre las nubes densas. La ola esperada es un sueño personal, inaccesible. Solo el surfista sabe lo que está esperando (...) Quizá el misterio se explica en la espera. Y la revelación, en la fugacidad de ese deslizamiento en el que la existencia, de golpe, es viento. De qué estoy hablando. De escribir”.
-Tu libro empieza y termina con la imagen de los surfistas que esperan una ola y con la asociación explícita entre esa espera y el trabajo de escribir. ¿Cómo se siente cuando la ola llega?
-Creo que hay que provocar la ola. Llega, sí, pero cuando llega te tiene que encontrar escribiendo. La metáfora del libro no va por la inspiración sino todo lo contrario. Si bien creo que hay momentos donde estás más iluminado que en otros, esto además de un arte es un oficio. Tenés que estar en el agua para agarrar la ola. Yo soy un tipo que escribe todos los días. Tengo cuadernos y a veces dibujo y a veces escribo a mano. El otro día alguien me decía que este es un libro de teoría literaria. Yo digo que no, pero evidentemente hay algo de eso. No veo que en este momento haya escrituras que reflexionen o pongan en cuestión la herramienta con la que estamos laburando. Entonces este libro, humildemente, creo que puede hacer un planteo teórico a través de lo narrativo. Está puesto en escena en el texto. No era mi objetivo primero. Y es un libro que tiene que ver con mis conversaciones con Forn, la pérdida más importante que tuve en los últimos tiempos.
-¿Por qué tiene que ver con tus conversaciones con Forn?
-Porque tiene que ver con nuestra relación con la literatura. Juan era un neurótico obsesivo y un gran apasionado de la literatura: se la tomaba en serio. Yo también me la tomo en serio. No éramos dandys de la literatura y éramos concientes de que esto es un trabajo y que se puede vivir de esto pero que hay que atender la relación de todo esto con el dinero. Y tiene que ver con Juan sobre todo porque los dos creíamos y yo creo que hay relato en todas partes. Lo que pasa es que ese relato es dado a quien se lo toma en serio, se anima a escucharlo y a escribirlo.
Antes de ser el libro que es, dice Saccomanno, Esperar una ola iba a compilar “cien cuentos felices”. “Y yo soy un tipo que necesita 300 páginas para quedarse con 150″, cuenta. Por la ventana de su departamento entra la avenida Córdoba a la altura de Galerías Pacífico y sobre el sillón están algunos de los dibujos de mares tormentosos o calmos que hace Saccomanno con tinta negra y que expondrá en Menéndez, una librería de Retiro que también es galería de arte, como si ese uso múltiple se pareciera a lo que él hace con una hoja en blanco.
“Tengo dos o tres lectores de lujo. Una es Angie Pradelli, un puntal para mí, hablamos todos los días”, dice el autor de Cámara Gesell y de Soy la peste. Pradelli fue una de las escritoras que pasó por su taller, como Claudia Piñeiro, Débora Mundani o Laura Meradi. Pradelli es, también, una de las tres personas con las Saccomanno comparte lo que escribe más frecuentemente. Las otras dos son Paula Pérez Alonso, -”mi editora pero sobre todo mi amiga y una escritora que respeto”, dice- y Juan Ignacio Boido, el elegido para recibir los textos que escribe de repente en el celular para que alguien más los tenga en caso de catástrofe informática.
-Los textos de “Esperar una ola” son cortos y autónomos y, a la vez, atravesados por hilos que los interconectan: la reflexión sobre la escritura, la muerte, el dinero, la violencia. ¿Qué subyace entre estas historias?
-La trama está dada por dos constantes: contemporaneidad y simultaneidad. La contemporaneidad no está dada, como sí ocurrió en Cámara Gesell, por el principio de “describe tu aldea y serás universal”. Aquí no hay nada circunscripto a un solo lugar, sino que hay muchos lugares al mismo tiempo. Son todas historias contemporáneas entre sí y están pasando al mismo tiempo. Hay un cuento que yo iba a descartar pero después lo dejé porque me pareció que era central para dar esa sensación de tiempo real. No creo que haya que explicitar esa sensación, sino tirar las pistas de que todo está pasando al mismo tiempo. A mí me interesa que cada libro tenga algo distinto, no perder el placer del experimento. Me preocupa cuando veo que un autor publica varios libros todos iguales. No sé si logré hacer algo distinto con estos episodios del hoy que vivimos. Creo que hice una novela atomizada, que estos pueden ser capítulos del mundo que vivimos. Ahora estoy escribiendo un libro sobre la amistad, intentando un libro más tierno, si es que me sale. De nuevo, el experimento. Porque la escritura te debe poner en tensión a vos con vos mismo. Si no te incomoda a vos, no pretendas incomodar al lector.
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Dice así el cuento que Saccomanno casi descarta pero al final no:
“Ochenta millones de refugiados en el mundo no son una cifra. La pianista en el teatro lleno no toca solo para esta audiencia. Piensa en otros que podrían escucharla en los lugares perdidos del mundo. Una nena iraní del otro lado del alambre concentrada en la transmisión de una radio portátil, como esos muchachos libaneses en el paso fronterizo francés que detectaron su música en un celular. Y está un viejo periodista chino que nadó el mar y, exiliado, la sintoniza en la compu donde denuncia a la policía hongkonesa. Una boliviana se ajusta los auriculares en una tapera patagónica. No está solo con la pianista, se dice el que escribe”.
Y dice así otro de los cuentos de Esperar una ola. Uno de los varios a los que, al mejor estilo “Casa tomada” de Cortázar, conviene sumarle enseguida algún otro relato para sacarse de encima el pavor de todo lo que pudo haber pasado sin que nadie lo haya explicitado:
“Toda una vida frente al bosque y nunca se animó a cruzarlo porque le han dicho, desde chico, que quien cruza el bosque en una noche de luna llena como esta escuchará un lobo y, si logra salir, si es que tiene la suerte de salir, algo que casi nunca sucede, no será igual. (...) Recién al abandonar la espesura se atreve a darse vuelta. Después el hombre corre hacia la casa que no encontrará”.
El hombre que pensó en sus hijos y tiró sus diarios
-Hay terror en algunos episodios del libro. ¿Qué te da terror a vos?
-El deterioro físico y el deterioro mental me dan terror. Vi la decrepitud de mi padre, que había sido un gremialista de los de cagarse a tiros. Intentó ser escritor, trabajó en el puerto, las hizo todas el aventurero. Y vi su caída. Eso me genera terror, un terror que se agudiza con el paso de los años. La literatura y el análisis me ayudaron a sobrevellevarlo. Libros como De la finitud, de Günter Grass. Me genera terror también la lucha por la vida. El mundo del trabajo cambió, no por la pandemia y el home office, sino porque ya no podemos pensar el proletariado como antes. Yo me sigo reconociendo marxista, aunque muchos piensan que soy peronista. Como Evita, pienso que donde hay una necesidad hay un derecho pero me sigo reconociendo marxista. Leo desde la lucha de clases y ver este país depredado después de que tanta gente dio la vida, equivocada o no, después de haber atravesado el golpe de Estado más cruento de Latinoamérica... Me genera terror el mundo en que vivimos y hacia donde vamos. No la bomba atómica, porque viene el bombazo y se termina todo. El mundo está en manos de cuatro irresponsables millonarios y cuando decimos capitalismo no sabemos muy bien qué estamos diciendo porque el capitalismo se las ingenió para que nosotros seamos nuestros propios explotadores.
Hay un archivo de Word abierto en la pantalla de la notebook que Saccomanno tiene sobre el escritorio. En un estante, un tablero profesional de ajedrez. Sobre la mesa, los Diarios de Kafka. “Es un modelo de diario sin retorno. No hay nada más después de esto”, dice, y cuenta que él también llevó diarios. Que durante años llevó diarios pero que hace dos o tres decidió tirarlos para que ninguno de sus cuatro hijos -tres mujeres, un varón- los encontraran. “Hay amores, hay amistades, hay dolores. Todo es un poco dramático en los diarios, y entonces pensé que para qué hacer que ellos se encuentren con todo eso. Si encuentran una ficción y quieren publicarla, perfecto. Pero los diarios... ¿para qué hacerlos leer todo eso?”, dice Saccomanno, y en algún momento de la conversación se acuerda del día que una de sus hijas le dijo: “Papá, no fue fácil. No es fácil ser hija tuya”.
Sin un punto que permita respirar, escribe así sobre lo asfixiante de pensar en la plata todo el día, todos los días:
“Apenas abrimos un ojo pensamos en el dinero aunque parezca que nos distraemos con el sexo, cuando en el coito nos decimos frases de amor entreveradas con otras puercas, no dejamos de pensar en el dinero mientras nos apuramos a desahogarnos porque debemos ir a nuestros trabajos, y decir trabajo es hablar de dinero como cuando llevamos a los chicos al colegio y, ni siquiera vale preguntarse el porqué, los mandamos a un colegio caro para que en el furuto ganen bastante dinero y, mejor no pensarlo ahora, en el futuro podrán amortizar nuestro derrumbe senil, pero mejor no pensar en eso ahora porque ya en la mañana, durante el día, en nuestras ocupaciones, concentrados en nuestros puestos (....)
El 28 de abril de este año, durante el discurso inaugural de la Feria del Libro, Saccomanno dijo: “Nuestra relación con los editores es siempre despareja. Nos sentamos en desventaja a ofrecer nuestra sangre, no otra cosa es la tinta. El editor es propietario de un banco de sangre compuesto por un arsenal de títulos publicados siempre en condiciones desfavorables para quienes terminan donando prácticamente su obra”. Y también: “Esta es una Feria de la industria, y no de la cultura aunque la misma se adjudique este rol. En todo caso, es representativa de una manera de entender la cultura como comercio en la que el autor, que es el actor principal del libro, como creador, cobra apenas el 10% del precio de tapa de un ejemplar”.
-Bueno, hablemos de plata. Escribiste un texto que al lector no le permite respirar y que describe cómo nos vinculamos con el dinero. Lo publicaste apenas unos meses después de, entre muchas otras cosas, hablar de la relación entre los autores, el dinero y la industria del libro. ¿Cómo se cruza ese agobio por el dinero con el trabajo del escritor?
-Por un lado, ese es el agobio que se siente en cualquier departamento de clase media en la Argentina hoy, y por otro, este es el libro del autor del discurso de la Feria del Libro. Yo no vivo de escribir, sino de algo ganado con la literatura. De un Premio Nacional, un Premio Municipal y mi jubilación: vivo de subsidios, y de escribir notas de vez en cuando en Página/12. No estoy en la situación de Alejandro Dumas, de escribir por página, pero va por ahí. La literatura de nuestro tiempo está ligada con al revolución burguesa. Dostoievski escribía para vivir. Chejov escribía teatro para ganarse el mango. Ningún escritor la tiene asegurada. Yo vengo del palo de la publicidad, y cuando yo era pibe se decía que los que trabajaban en publicidad vendían la pluma. Y sí, vendían la pluma pero porque había que pagar las cuentas. Lo que pasa es que estaba en medio el idealismo romántico de los 60. Yo aprendí mucho de Alberto Breccia, que decía: “Yo cuando dibujo soy un gran artista, y cuando salgo a vender mis originales soy un fenicio”. ¿Por qué la literatura no va a ser así? ¿Por qué no va a contemplar el dinero? Creo que muchas literaturas, por haber sido consideradas comerciales, fueron marginadas. La relación con el dinero debe estar planteada desde el vamos.
Vivir de escribir
-¿Por qué creés que hubo tanto revuelo alrededor de tu discurso?
-Sinceramente, no me esperaba tamaño quilombo. Pero yo me dije: “Esto no puedo dejar de decirlo”. No podía dejar de decir que los Blaquier son cómplices de la dictadura, que Urtubey es Urtubey y está involucrado con los Panamá Papers, que el autor se lleva sólo el 10% de lo que vende su trabajo. Lo que pasó fue que muchos me dijeron “estuvo muy bien todo lo que dijiste salvo esta parte”, y esa parte siempre era la que involucraba a su sector. Lo pienso ahora a la distancia y lo veo como un paso de comedia porque al final no cambió nada. Sé que fue un discurso parteaguas entre los anteriores y los que vendrán. Yo a los 15 años era un niño troskista que militaba en los orígenes del PO así que no soy inocente: me formé en la lucha de clases y desde ahí hablé. Un editor tiene un poder económico que no tiene el escritor, que va a ofrecer su librito como quien dice “publicámelo, por favor”. Cobrás el adelanto y te dura para pagar la tarjeta. Y si es en dólares te lo pagan al dólar oficial y te cae encima la retención de AFIP, entonces de los 10.000 dólares que ibas a cobrar, cobrás 3.500. 3.500 divididos los 24 meses que te llevó escribir el libro.
-¿Qué modelo te parece que debería existir en la industria editorial para que los autores salieran mejor parados?
-Uno que permita que un autor viva de su obra.
-¿Y cómo sería?
-Lo ignoro porque estamos hablando del mercado, entonces es muy difícil de saber. La literatura es un oficio solitario. ¿Cómo vas a agremiarte con tipos que vos no valorás? Mi viejo fue sastre. Era un gremio muy difícil porque los sastres eran tanos, cultores del arte lírico, escuchaban ópera y frenaban el trabajo para sentarse a escuchar. Se sentían artistas y no querían saber nada con estar en el sindicato con otro sastre que estaba a cuatro cuadras porque les parecía que ese otro no sabía hacer bien una solapa. ¿Cómo agremiás a tipos que están convencidos de que lo suyo es un artesanado supremo? En la literatura pasa algo muy parecido. Entonces creo que los que estamos en una buena situación podemos darnos el lujo de putear. Creo que no me perdonaron que estando en el lugar que estoy dijera lo que dije, que pateara el tablero. Pero yo sigo peleando por mis derechos igual que el primer día. Peleando la guita hasta el último momento.
Termina así el cuento de Saccomanno que no deja respirar:
“(...) Seguimos con la mente activa en la cuestión del dinero si se trata de impedir que alguien nos mueva el piso y ascienda sobre nuestras cabezas o nosotros, por nuestro lado, procuremos pasarle por arriba, obteniendo ascender en la escala jerárquica porque un ascenso representa un ingreso mayor de dinero, el necesario para vivir bien, tal vez sin exceder nuestras posibilidades pero también sin pasar necesidades y disfrutar merecidamente un fin de semana de descanso y vacaciones una vez al año porque es necesario a veces un tiempo sin pensar en el dinero, es decir, reponer energías para, a la vuelta, estar en condiciones de ganar más dinero y, al fin del día, cuando nos volvemos a acostar, lo hacemos pensando en qué impuestos y cuotas vencen mañana ya que vivimos a crédito”.
Lo escribió el autor que se alivia cuando encuentra las verdades escritas en los libros.
Para leer y mirar a Saccomanno
Una selección de libros del autor puede comprarse en formato digital en Bajalibros con 30% de descuento clickeando acá. Incluye títulos como Cámara Gesell, Soy la peste, El sufrimiento de los seres comunes y Los que vienen de la noche, que fue escrito en co-autoría con Fernanda García Lao.
El autor expondrá pinturas y dibujos de su autoría en la librería y galería Menéndez (Paraguay 431, Buenos Aires) desde el 3 de noviembre hasta el 30 de diciembre.
Quién es Guillermo Saccomanno
♦ Nació en Buenos Aires en 1948.
♦ Es escritor y guionista, especialmente de historieta.
♦ Entre otros premios, ganó el Premio Nacional de Literatura, el Premio Municipal de Cuento y el Premio Konex de Platino por su trabajo como novelista.
♦ Entre sus libros se cuentan La lengua del malón, 77, Cámara Gesell, Soy la peste, Esperar una ola, El oficinista y Situación de peligro.
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