Antes de que los “fuegos de octubre”, como reza la canción de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, dieran paso a la Revolución rusa de 1917, una masa de mujeres ya venía avivando ese proceso revolucionario desde febrero de ese año. Obreras y soldatki (mujeres cuyos maridos habían partido a la guerra) constituyeron no la chispa sino la base para que en Rusia se instalara el primer gobierno obrero del mundo.
En Las obreras que voltearon al zar, la escritora y periodista argentina Olga Viglieca Strien reconstruye una de las partes menos conocidas de este proceso, cuya omisión de los libros de historia no es una mera casualidad. El libro, contenido exclusivo de Indie Libros y parte de la colección #MiráCómoNosLeemos, da cuenta de cómo la huelga impulsada por las mujeres comenzó el movimiento insurrecional que quitaría del poder al zar Nicolás II y que allanaría el camino hacia aquel octubre cuya historia ya fue harto contada.
“Ese año hubo dos revoluciones, una en febrero y otra en octubre. Las mujeres no fueron la chispa de la revolución de febrero, sino sus organizadoras. Eso trata de demostrar este breve libro que cuenta que las mujeres tenían armas, que las distribuyeron, que organizaron el transporte, entre otros elementos primordiales de esa revolución. Ellas conducían los tranvías de San Petersburgo porque los hombres estaban en el frente, antes sólo los limpiaban”, dijo la autora en una entrevista con Infobae.
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¿Qué tuvo que pasar para que las mujeres decidieran llamar a huelga? ¿Cómo influyó la ausencia de hombres, que habían sido mandados al frente de batalla de la Primera Guerra Mundial?
El hambre y el frío, que llevaba a las mujeres a hacer interminables colas en busca de pan, leña y querosén, fueron los catalizadores de una revolución que terminaría instaurando “el más ambicioso ‘programa de la mujer’ que nadie hubiera soñado jamás”, en el que se eliminaron las diferencias legales entre los sexos, se garantizaron el derecho al voto, al divorcio y al aborto, se despenalizaron la prostitución y la homosexualidad, y se legalizó el primer matrimonio entre dos mujeres de la edad moderna.
Así empieza “Las obreras que voltearon al zar”
El 8 de marzo de 1917, millares de obreras textiles de San Petersburgo se declararon en huelga general y abandonaron las fábricas del principal distrito fabril de esa ciudad, la barriada de Viborg. Marchaban juntas con las soldatki, las mujeres que tenían a sus maridos en el frente, con las que compartían interminables horas de cola buscando por toda la ciudad alimentos, leña, petróleo.
Muchas eran a la vez obreras y soldatki y constituían el sector social más revulsivo contra la autocracia zarista, que las había arrastrado a la guerra, aunque posiblemente la mayoría no lo tuviera en claro ni tampoco los partidos de la izquierda les reconocieran ese poder. Pero sí sabían que estaban hartas de sus padecimientos, y horas después de celebrar el Día Internacional de la Mujer Trabajadora, abandonaron sus herramientas, se votaron en huelga y tomaron las calles. La totalidad de los partidos, incluido el Bolchevique, habían desestimado por prematura una medida semejante, y el día antes el orador del partido en el acto del Día de la Mujer las había exhortado a disciplinarse a esa posición. Algunos folletos del Partido Bolchevique llamaban a organizar una poderosa manifestación el 1 de Mayo.
Sin embargo, las textiles no quisieron esperar el momento justo sino manifestar su furia ante el hambre y la masacre. Esa furia era vastamente compartida: logró la adhesión de mujeres y hombres de otras fábricas. Y, horas más tarde, logró que no se animaran a reprimirlas los regimientos acantonados en los límites de la ciudad para proteger al zar de las cada vez más frecuentes revueltas populares. El grito de “pan y arenques” –la comida básica de la clase obrera– después de convirtió en “basta de guerra”, “paz” y “abajo la autocracia”; las mujeres avanzaron de a decenas de miles hacia el centro del poder político. Y lo pulverizaron.
El 5 de marzo de 1917 las hermanas Ulianov, Anna y Mariia, escribieron en Pravda:
En el Día de la Mujer, el 23 de febrero, se declaró una huelga en la mayoría de las fábricas. Las mujeres estaban en un estado de ánimo muy militante, no sólo las trabajadoras, sino las masas de mujeres que hacían cola para comprar pan y querosén. Celebraron asambleas políticas, tomaron las calles, se trasladaron a la Duma de la ciudad exigiendo pan y detuvieron los tranvías. “¡Camaradas, salgan!”, gritaban con entusiasmo. Fueron a las fábricas y talleres y convocaron a los trabajadores para que abandonaran el trabajo. El Día de la Mujer fue un éxito tremendo y dio un enorme impulso al espíritu revolucionario.
Así las trabajadoras, el sector más atrasado y despolitizado de la clase obrera, sobre el que caían todo tipo de prejuicios por su falta de educación, disciplina y experiencia políticas, acabaron con cinco siglos de dominio imperial y tres siglos de la dinastía Romanov, los zares que, decían, gozaban del poder por designio de dios. Y que cuando dios se distraía lo mantenían a fuerza de masacres, pogroms e interminables destierros en la Siberia.
Ellas fueron el punto más osado de la llamada “primera ola” del movimiento de mujeres del siglo XX. Las desacatadas que derrocaron siglos de despotismo hicieron la revolución de febrero y abrieron paso, meses después, al gobierno de los soviets, de los consejos obreros y campesinos. Las que crearon las bases de un poder que iba a materializar, de un solo golpe, el más ambicioso “programa de la mujer” que nadie hubiera soñado jamás, eliminando cualquier diferencia legal entre los sexos, garantizándoles los derechos políticos, el derecho al voto, al divorcio, al aborto, la igualdad entre matrimonio legal y concubinato. Y que despenalizó la prostitución y la homosexualidad y legalizó el primer matrimonio entre dos mujeres de la edad moderna, en 1922.
Las obreras rusas –la mayoría mujeres sin partido que fueron virando entre febrero y octubre hasta reconocer a su dirección en el bolchevismo– fueron el motor del derrocamiento del zarismo y la más peligrosa fuerza corrosiva del gobierno provisional burgués que lo reemplazó. Crearon la condición de posibilidad de una revolución socialista y con ella un terremoto en las costumbres, que se sirvió no sólo de una vasta legislación protectora de la madre y el niño sino de una red de instituciones –lavanderías, comedores, escuelas, jardines de infancia, casas para madres solas– que tenían el propósito manifiesto de liberar a las mujeres de las tareas de cuidado, de lo que los marxistas consideran las bases materiales de la doble opresión.
Las hijas rebeldes del padrecito zar
La Primera Guerra Mundial había significado que millares de hombres –obreros y campesinos– fueran movilizados al frente y, en su reemplazo, millares de mujeres fueran incorporadas a la producción industrial, incluso en oficios que hasta ese momento les habían sido vedados, como el manejo de la red de transporte urbano de la época, los taxis y los tranvías.
Venían de muy atrás: para mediados del siglo XIX, en Rusia, sobre una población de poco más de 60 millones de personas había 50 millones de siervos. Recién en 1861 el zar Alejandro abolió el régimen de vasallaje y habilitó la migración de los siervos a las ciudades donde despuntaba –impulsada por capitales franceses y británicos– el desarrollo industrial. Muchas de las trabajadoras de 1917 eran primera o segunda generación de mujeres urbanas. Sus abuelas habían nacido bajo la servidumbre y ellas mismas apenas se habían sacudido las supersticiones que traían del dvor, la retrógrada familia ampliada campesina.
Esas reformas emancipadoras alteraron poco las condiciones de vida en la familia campesina, que estaba dirigida por el bolshak, un patriarca en la visión más arcaica del término. Su autoridad era omnímoda, el hijo varón que dejaba la casa familiar perdía todo derecho, las mujeres eran casi esclavas y en el mejor de los casos su vida transcurría por entero en los límites de la familia. Otras, como las batrachka, se podían alquilar una temporada como “esposas” y se devolvían a los caminos cuando quedaban embarazadas o cuando terminaba la cosecha. La ignorancia, la superstición, el analfabetismo y trabajar hasta la extenuación eran la norma en la familia campesina.
Hacia fines del siglo XIX las campesinas comenzaron a migrar a medida que crecía el desarrollo industrial urbano: buscaban empleo en fábricas o en el servicio doméstico. Aunque las jornadas eran interminables y el salario magro, también era la primera vez que huían del poder brutal de los popes de la Iglesia Ortodoxa y de las estructuras patriarcales de las aldeas.
La vida en las ciudades era difícil. En 1913, las mujeres trabajan de 12 a 13 horas al día. En el sector de la confección, de 13 a 14 horas; las vendedoras y encargadas de almacén, de 16 a 18 horas. Las obreras se concentraban en la industria textil y en los oficios menos calificados y peor pagos, como en todo el mundo. Hacia 1916, el salario medio de una costurera no llegaba a la mitad del que cobraba un metalúrgico. No existía licencia por maternidad y miles de mujeres morían cada año durante el parto.
Antes de 1917 Rusia carecía de un sistema educativo obligatorio, ni siquiera el más elemental. El porcentaje de analfabetismo, que promediaba un 36 por ciento entre los trabajadores industriales, se reducía al 17,4 por ciento entre los metalúrgicos. Pero trepaba al 62,5 entre las obreras textiles, si bien la brecha entre hombres y mujeres se reducía entre las más jóvenes, por ejemplo las activistas de las fábricas textiles.
A pesar del atraso, de los popes y del zar, las rusas tenían una heroica tradición revolucionaria. Alrededor del año 1875 numerosas estudiantes, hijas de familias acomodadas, se incorporaron a Tierra y Libertad, un partido que se dirigía al campesinado pero que también intervino en las grandes huelgas en Moscú de los años siguientes.
La autocracia cayó con mano de hierro sobre las rebeldes y la mayoría fueron condenadas en lo que se llamó el “juicio de las mujeres moscovitas” o “juicio de las cincuenta”. El pueblo ruso se conmovió ante esas jovencitas enviadas a largos años de prisión y al destierro.
Obreras y simpatizantes de las “moscovitas” se unieron al grupo terrorista Narodnaya Volya, que alternó los atentados contra la autocracia con el repliegue hacia el campo, donde esperaban alfabetizar a los campesinos y elevar su conciencia libertaria.
Vera Zasulich, María Spiridonova, Vera Figner y Ekaterina Breshko-Breshkovskaia (Catherine Breshkovsky) fueron sólo algunas de las hijas de familias nobles o de la nutrida burocracia del Estado que se incorporaron a la militancia revolucionaria. Todas pasaron largos años presas o en el exilio y cuando comenzaba el siglo XX estaban integradas al Partido Social Revolucionario (SR), que se decía representante del campesinado y era tal vez el principal rival de los bolcheviques. Sasulich, Spirodovna y Figner serán protagónicas en el movimiento de mujeres en 1917.
Quién es Olga Viglieca
♦ Nació en Corrientes, Argentina, en 1956.
♦ Es escritora y periodista gráfica.
♦ Trabajó en medios como El Porteño, El Periodista, Página 12, Clarín y Diario Z.
♦ Escribió los libros Nenina y Las obreras que voltearon al zar.
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