El psicoanálisis es una práctica contra-intuitiva. Esto quiere decir que su teoría desafía el sentido común. Nada es como aparece, desde la perspectiva psicoanalítica. De ahí que –ya lo decía Sigmund Freud– su aceptación social siempre será relativa.
Los discursos sociales, para ser tales, necesitan decir más o menos lo que las personas piensan. Lo que creen que piensan. Incluso cuando parezcan rebeldes, los discursos sociales consiguen reconocimiento cuando aquello que dicen es espantosamente obvio.
Es lo que ocurre hoy, cuando nos emocionamos con posturas que todo el tiempo hacen un elogio de la singularidad y la diferencia, pero igual vivimos en un mundo terriblemente uniforme. Un actor gana un premio y, cuando sube a recibirlo, proclama un discurso a favor de algún tipo de consigna política; se muestra comprometido, nos seduce de este modo e incluso dice que dudó de recibir el galardón, aparenta humildad y lo vemos humano, una persona, como lo somos nosotros. La escena es enternecedora; entiendo, a nadie le gustaría que se diga que se trata del colmo del marketing y la afectividad prefabricada.
Preferiríamos creer que nuestras pasiones son reales, porque de ese modo creemos que nosotros también lo somos. De la misma manera, cuando se narra la vida de algún personaje público, nunca falta la anécdota que nos lo muestre por fuera de su rol, por ejemplo, la vez en que fue a cenar a la casa de una familia que tenía un hijo enfermo. Es conmovedor, ¿a quién le gustaría saber que detrás de esas maniobras hay especialistas que construyen la imagen de nuestra admirada celebridad?
Un último ejemplo que se me ocurre, para ilustrar la idea que desarrollo, es el de los Juegos Olímpicos; cuando diversos atletas se negaron a competir o compartieron medallas con otros, lo que fue interpretado como un signo de humanidad y esperanza; tampoco faltó quien dijera que así se quebraba el aparato de extorsión perversa (entrenadores malvados, familias explotadoras, etc.) en que se fundan los deportes de alto rendimiento. A nadie le gusta que le digan que este es otro tipo de consumo cultural y que lo que aplaudimos como liberación no es más que una nueva cadena a la que nos sometemos: nos queremos originales, únicos, libres y somos el resultado de una nueva ideología, la del liberalismo individualista.
He aquí la distinción más básica que introduce el psicoanálisis, entre lo manifiesto y lo latente. No por nada a Freud se lo consideraba un “maestro de la sospecha” (junto a Marx y Nietzsche). Entonces, sí, donde hay psicoanalistas… hay incomodidad. Recuerdo a un amigo de mi familia que vendía seguros, allá en la década del 90, que se jactaba de ser un vendedor ejemplar. En cierta ocasión me dijo: “Los psicoanalistas son imposibles, no hay manera de venderles algo, porque esa gente todo el tiempo quiere entender por qué le querés vender lo que le querés vender”.
Con los años, esta anécdota me hizo tener presente un viejo chiste, el de un vendedor que, en su lecho de muerte, es visitado por un cura y, cuando este sale de la habitación, había comprado una póliza. El chiste podría ser el reverso de la anécdota, con un cambio de papel, pero con la misma conclusión: de los psicoanalistas es preciso huir; siempre tienen algo que interrogar, una pregunta molesta que realizar, no nos dejan reposar tranquilamente en nuestra estupidez.
Porque nuestra vida cotidiana transcurre en el más cómodo “no saber”. Si podemos no enterarnos, mejor; o más bien, si podemos estar al día de todo lo insignificante de la vida, con cuánta curiosidad nos relamemos, pero ¿quién quiere saber dónde está parado? Vivimos en medio una “pasión por la ignorancia”, como afirma Renata Salecl. Ahora bien, ¿podríamos dejar de ignorar y atrevernos a saber?
No es tan claro, porque también es cierto que no saber es una manera de estar salvo. Así lo dice Salecl, con un ejemplo bastante perturbador:
“La ignorancia y el acto de ignorar cumplen un papel esencial en nuestras vidas cotidianas, en especial en la manera en que creamos vínculo. Sin ignorancia, el amor no existiría. La crianza está llena de situaciones en las cuales los padres les prestan plena atención a sus hijos y después los ignoran rigurosamente. ¿La mejor manera de lidiar con los berrinches de un niño pequeño suele ser ignorarlo o adoptar la ‘penitencia’ como estrategia?”.
Hasta aquí, Salecl se comporta como una ensayista más; pero a continuación la cita se revela como un verdadero pensamiento de psicoanalista: “¿Y qué es una ‘penitencia’ sino un lapso en el cual los niños deben aceptar que sus padres los ignoren?”.
Para quien no la conozca, Renata Salecl es una prestigiosa filósofa y socióloga eslovena que, hace unos meses, visitó la Argentina. Recuerdo que la primera vez que escribí sobre ella cometí un gravísimo error. Dije: “Es como Slavoj Žižek, pero en mujer”. Tengo que admitir que tengo talento para meter la pata, porque –más allá de lo políticamente incorrecto de la frase en cuestión– yo no sabía que Salecl fue esposa de Žižek. Entiendo que ya no lo es y solo recientemente advertí el hallazgo, cuando eché un vistazo al ejemplar de El sublime objeto de la ideología de mi propia esposa y en la portadilla, bajo una supuesta dedicatoria para mi mujer –su nombre escrito con lápiz, quizá por algún novio de otra época (o actual, uno nunca sabe)–, puede leerse tachado: “Para Renata”.
Por lo tanto, en esta ocasión voy a escribir sobre Salecl, pero con la intención de situar una de las aristas que mejor la definen y hacen de ella una intelectual incomparable. Leí todos sus libros traducidos en el último tiempo y puedo decir que un eje central de su trabajo es la relación entre padres e hijos.
Son muchos los pensadores à la Žižek hoy en día, que pueden reunir crítica cultural con giros de actualidad, a través de la teoría psicoanalítica. El resultado es muy atractivo: ironía, lucidez, utilización de una terminología (sobre todo la lacaniana) que muchos estiman. Sin embargo, la reflexión sobre parentalidad de Salecl es diferente. El fragmento que mencioné antes pertenece a su libro Pasión por la ignorancia (2021); sin embargo, ya desde Angustia (2004) encontramos inquietantes páginas dedicadas a la cuestión:
“Hoy en día somos testigos de la existencia de una angustia relacionada con ser madre o ser padre que surge del hecho de que ya no hay ningún consenso sobre la mejor manera de educar a los hijos […]. La angustia porque uno o una no están haciendo un buen trabajo como padre o madre, y el sentimiento de culpa por el fracaso frente a los hijos ha alentado a numerosos autores a escribir y proveer guías que, por desgracia, muchas veces se contradicen unas a otras en cuanto a los consejos que ofrecen.”
A continuación, Salecl menciona el caso de Andrea Yates, la mujer que, el 20 de junio de 2001, esperó a que su marido se fuera al trabajo, desayunó con sus hijos y, después, ahogó a uno por uno en la bañadera. ¿Se trata de una mujer “loca” o, mejor dicho, el infanticidio es una de las potencialidades de lo materno –lado B respecto del parricidio y el incesto de que hablan el complejo de Edipo?
Con mucha claridad, Salecl toma un caso extremo, pero con la intención de situar algo que puede valer de manera general. El motivo que alegó Yates para realizar semejante acto fue contundente: “No era una buena madre”. Incluso alegó que se trató de un acto de piedad. La conclusión nuevamente es estremecedora: ¿no es la madre que quiere lo mejor para su hijo la que, a su pesar, puede llegar a arruinarle la vida?
Entiendo que nadie quiera escuchar a quien diga cosas de este estilo. Quisiéramos más bien recuperar la idea de que los padres hacen lo mejor por sus hijos, que una madre es la que mejor sabe qué necesita un bebé y otras variantes de nuestro discurso social sobre lo que hoy se llama “mapaternidad”. ¿Quién quiere escuchar a una psicoanalista que pone sobre la mesa la particular “paranoia” (sic) con que hoy se viven las funcionen parentales? Nada les cuesta más a los padres de hoy que no saber algo sobre sus hijos, apenas les pueden sacar la mirada de encima y, eventualmente, se angustian (los padres) con su angustia (la de los hijos)– con lo cual (los padres) terminan angustiándolos (a los hijos) en lugar de protegerlos.
Bajo la pretensión de “no traumar”, es preciso que los hijos decidan todo lo posible y que, además, no haya secretos: “…para impedir que los hijos desarrollen traumas, los padres deberían no tener secretos para ellos”, dice Salecl y, por ejemplo, podríamos pensar el caso de las personas que concibieron hijos a través de métodos de fertilización. Una persona dice que no quisiera mentirle a su hija, que quisiera decirle lo que, de otro modo, considera una falta a la verdad. Ahora bien, ¿esa verdad le corresponde a la niña? Quiero decir, los que son hijos que nacieron a partir de una relación sexual entre sus padres, ¿son esclarecidos por estos respecto de la tarde de verano en que quizá tomaron de más y, en lugar de dormir la siesta, hicieron el amor en la parte de atrás de un auto?
Llevar la circunstancia al extremo tiene una función que es didáctica: permite ver que los hijos, si son tales, están excluidos de la escena de la que provienen. ¿Cuál es la culpa que hace que ciertos padres introduzcan a los niños en escenarios que, en nombre de un “cuidado” de la parentalidad, destituyen la conyugalidad? Paradójicamente, los padres que no quieren ser traumáticos, son casi tan traumáticos como los que se supone que más trauman. Entiendo que esta es una idea que muchos preferirían no tener que escuchar.
La cuestión de la filiación nos lleva a otro libro: La tiranía de la elección (2010), en el que encontramos un capítulo específico sobre estos temas. Allí, por ejemplo, Salecl parte del análisis de un aviso publicitario por el que una mujer busca con quién tener un hijo: “Me gustaría que quien coparente conmigo sea un profesional de clase media y que tenga valores similares a los míos. […] Si es gay o hétero, si está solo o en pareja, todo es irrelevante. Simplemente, busco alguien que tenga verdaderas ganas de ser padre y coparentar.”
Así es como Jenny, una mujer 41 años, pide a los lectores interesados que manden una foto y CV. En principio, Salecl destaca que su nota se parece bastante a un anuncio laboral. Y aunque expresa estar abierta a diferentes tipos de hombres, claramente tiene preferencias muy específicas. Como no podría dejar de notar un psicoanalista, esta mujer “busca una versión masculina de sí misma […]. Jenny tiene la esperanza de encontrar un compañero para compartir la crianza, pero quiere tener el control total en cuanto al rol que cumplirá esa persona”.
Nuevamente, estamos ante un caso extremo, pero ¿no es un caso que dice algo sobre el modo en que se planifica la parentalidad hoy? Desde ya que no deben entenderse este tipo de argumentos como una crítica a la reproducción asistida; todo lo contrario, aunque sí es claro ver cómo estas técnicas permitieron plantear situaciones y amplificarlas más allá de sus casos concretos.
Por ejemplo, en esta línea presenta la historia de una prestigiosa periodista que decidió contratar a una mujer para que llevara en su vientre a su hijo y lo narra de este modo:
“Con el paso de los meses ocurrió algo curioso: cuanto más gorda se ponía Cathy, más me daba cuenta de lo contenta que me ponía no estar embarazada. […] ya cargar a mi perrita de cuatro kilos […] durante mis escapadas de senderismo por más de una hora me daba dolor de espalda. Cathy no paraba de engordar, cada vez podía hacer menos cosas. Yo, en cambio, podía aprovechar mis últimos meses de no maternar para hacer rafting...”
¿Alguien podría negar que la sociedad que, de un tiempo a esta parte, puso en tela de juicio la maternidad como institución natural –pero al mismo tiempo no cuestionó su carácter sacro–, se abrió a una experiencia que no solo propone distintos modos de ser madre, sino que también expresa sin ambages las dificultades para asumir las consecuencias subjetivas de la maternidad? Salecl lo dice sin vueltas: en cuanto al testimonio de esta periodista, “es difícil no leer en su relato un cierto tono explotador. Presenta el alquiler de vientre como un tipo de trabajo pesado que para las mentes liberales haría bien tercerizar”.
Por esta vía es que llegamos a otro punto significativo de este libro, la distinción que la autora plantea entre tener un hijo y asumir una condición parental:
“Las elecciones en materia de reproducción no se limitan, de todos modos, a mujeres o parejas que deciden tener o no tener hijos. Cuando eligen tenerlos, necesitan también elegir volverse padres. Necesitan identificarse con el rol de madre o padre. A veces esto no sucede del todo; así, por ejemplo, una madre puede actuar más bien como una hermana de su hija, o un padre puede decidir que no está dispuesto a adoptar un rol paternal.”
En cierta medida, esto es lo que les ocurre a muchos de los padres que hoy en día están tan angustiados ante sus hijos –preocupados por hacerlo bien. Como bien dice Salecl, estos padres necesitan demasiado ser amados por sus hijos, de un modo que pone en cuestión su aptitud para el rol que les incumbe. Son los padres que no pueden poner límites, a los que sus hijos incluso llegan a pegarles, niños a los que también se ha denominado como “tiranos”.
En el libro El placer de la transgresión (2017), Salecl vuelve sobre esta cuestión y lo expresa del modo siguiente:
“Por un lado, los padres se preguntan qué es lo mejor para el desarrollo de sus hijos; por el otro, les preocupa también qué piensan los hijos de ellos. Un estudio inglés ha demostrado que hoy los padres tienen gran temor de que los hijos no los quieran. Por el temor condicionado por el narcisismo, a los padres les resulta cada vez más difícil poner límites a los hijos. Cuando le decimos a un hijo que no, en efecto tenemos que tolerar que el hijo no nos demuestre cariño sino un odio y enojo desembozados.”
En este punto, Salecl vuelve a destacar una paradoja: en nuestra sociedad cada vez son más las cosas que se esperan de los padres, pero estos se encuentran cada vez más destituidos. “No podemos negar que los padres son muy importantes para el desarrollo de los hijos. Pero con el avance del individualismo en la sociedad se ha sobredimensionado su importancia. Antes, en el desarrollo del niño, también eran importantes la calle, el vecindario, la familia ampliada”, continúa Salecl y destaca cómo hoy los padres quieren ocuparse de todo, al punto de desplazar y regular la participación de sus propios padres en la crianza: “Algunos padres jóvenes, por ejemplo, no permiten a sus padres que pasen tiempo con los nietos, porque temen una mala influencia”.
Por último, Salecl apunta contra uno de los temas más complejos: el deseo de hijo, que se diferencia del capricho de tener un niño como complemento del propio interés narcisista. Para ilustrar este aspecto, analiza el caso de Nadya Suleman, una mujer que parió octillizos en 2008:
“Cuando le preguntaron por qué se había hecho transferir tantos óvulos fecundados, Suleman respondió: ‘Son mis hijos, estaban disponibles y los usé’. […] Nady Suleman usa a menudo en su discurso la palabra ‘quiero’. Su explicación sugiere que necesita a los hijos, y eso es algo completamente distinto del deseo de tener hijos.”
¿A qué se refiere Salecl? A que el deseo es algo que nos sorprende, que llega para que la vida se transforme y no es un anhelo asociado a una voluntad férrea. Entiendo que muchos no quieran escuchar algo así, menos en una sociedad en la que todo el tiempo se machaca con que hay luchar por lo que uno quiere y que “querer es poder”, pero ¿a qué costo? La vía del deseo, en cambio, parte de una distinción básica: nunca estamos preparados para el deseo y para poder acceder a su realización tenemos que convertirnos en los que habremos de ser. Dicho de otro modo, nadie está preparado para ser padre y solo podrá serlo si, en lugar de querer controlar el proceso, se presta a que la llegada de un hijo lo transforme. Curiosamente, eso es lo que también hará de ese niño un hijo, porque ese es el misterio de la filiación, no basado en los ideales de turno (no frustrar, gratificar siempre, etc.), sino en transmitirles a nuestros hijos un deseo que no podemos explicar ni justificar.
Digo “nuestros hijos”, porque así también lo dice Salecl. Y esta es una de las cosas que más me gustan de sus libros. Porque, aunque escriba desde el psicoanálisis, no deja de haber huellas en sus textos de sus preocupaciones como madre: “Por eso no debe sorprendernos que nuestros hijos intenten influir en modos que no nos resulten comprensibles”. Si hay algo muy lindo en los libros de Salecl, es que no deja de subrayar eso tan extraño que los hijos aportan al vínculo con los padres. Los hijos no dejan de ser extraños, a los que es preciso conocer en su diferencia enigmática.
Si hay un descubrimiento liberador para la vida de un niño es advertir que sus padres no saben todo. Esa ignorancia es profundamente aliviadora. Ojalá los padres de hoy puedan ser capaces de confiar en lo que no saben, menos para ser ignorantes que para darle a un hijo el lugar que necesita para crecer.
Quién es Renata Salecl
♦ Nació en 1962 en Eslovenia.
♦ Es filósofa, socióloga y especialista en teoría jurídica.
♦ Entre sus libros se cuentan Angustia, La tiranía de la elección y Pasión por la ignorancia.
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