Oí que “la maternidad está sobrevaluada”... no estoy tan segura

Hacemos lo que dijimos que no haríamos, cambiamos nuestro lugar en el mundo, armamos nidos a nuestra manera. Es para toda la vida y no hay devolución. El único deseo es verlos crecer felices.

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Las hijas de Marcela Aguilar.
Las hijas de Marcela Aguilar.

Cuando empecé a escribir estas líneas, la idea era describir en muchos episodios, relatos de maternidades como si fueran fotos, y los recuerdos de los diferentes tipos de madres que había cruzado en mi camino, pero esa idea se tropezó con los primeros recuerdos de mi infancia y lo que mi mamá representaba para ella.

El primer recuerdo que tengo, así vívido y en colores, es un roperito blanco en el que guardaba los juguetes en mi casa de Lope de Vega; estaba en el pasillo que daba al patio, para ser sincera era un mueble simple, desvencijado, pero que mamá había pintado con tizas de colores mojadas, había hecho sus flores " beat” y algunas mariposas. Ella había convertido un objeto intrascendente en un armario lleno de tesoros, con el que podía transformarte con dos trapitos en una princesa rusa o en un chino con sombrero, y todo…porque eso hacen las mamás… ayudarte a transformar la realidad si es hostil, si no la entendemos y tenemos que sobrevivirla.

Hace unos años atrás escribí un cuento basado en una historia real, donde la protagonista, cada vez que se acercaba su cumpleaños, volvía a preguntar a sus padres los detalles de la noche en que había venido al mundo. Felicidades era el título del cuento, y narraba el viaje que habían atravesado esa noche para ir a buscarla. Ella nacía en Misiones y su mamá y su papá iniciaban el recorrido cruzando la Plaza de Mayo el 21 de diciembre de 2001. Cada 21 de diciembre, el día de su cumpleaños, cuando Alba apagaba las velitas, la pregunta volvía a sonar: “Mamá … van a contarme otra vez lo que pasó esa noche?”, y esa vez y otra vez y muchas veces más, su madre relataba aquella historia que la había llevado a convertirse en su mamá.

Marcela Aguilar, de chiquita.
Marcela Aguilar, de chiquita.

Otra tarde, mientras atardecía detrás del puente de la mujer en Puerto Madero, mientras mi reloj biológico ya no cantaba un diáfano tic tac, escuché una afirmación que me dejó helada: “la maternidad está sobrevaluada.” Tal vez, hubiera sido una frase sin importancia sino no hubiera venido de mi madre, que había parido 4 hijos y era abuela a la edad en que aún yo me planteaba si la maternidad era parte de mi deseo.

Las historias cruzadas de madres que buscan hijos y la función de maternar son tan variadas como las motivaciones que nos llevan a ella. Desplegamos con ella nuestros mejores dones y también todos nuestros espantos. Apelamos a funciones sacrificiales que nunca hubiéramos imaginado, como por ejemplo hacernos cargo de sus mascotas, cuando apenas tenemos tiempo para llevarlos al pediatra.

Despertamos nuestros monstruos más salvajes cuando llegan a casa fuera de horario y condiciones y nos encontramos diciendo o haciendo aquello que nunca pensábamos hacer. Creo, a veces, que la maternidad es una larga lista de capitulaciones, un sinfín de banderas que doblamos y guardamos en el cajón después de arriarlas con rigurosa solemnidad algunas y en silencio otras. “Yo sólo tolero los perros de yeso” dije una día para marcar una firme posición sobre mi vínculo con los animales, y seis años después recorría 45 kilómetros para adoptar a un caniche toy porque junto a la fonoaudióloga mi hija ya estaba pronunciando la palabra Pe r r o.

Con la leche templada les pasamos nuestros miedos decía Serrat, pero a cambio nos hacen conocer la culpa y el terror. Hay pequeños momento que justifican toda una vida: cuando vi como mi panza iba desapareciendo mientras mi segunda hija estaba naciendo, cuando mi hija mayor reconoció las letras de mi nombre en un cuento y trasladó el Marcela a mamá, cuando cada historia en el relato de los nacimientos marca para cada sujeto la inscripción en un universo de significados, que irán haciendose propio.

No sabemos cómo pasamos de ser un sex symbol a la señora que les tiene las camperas en el shopping

A través del lenguaje irá relatando el valor que le asigna a cada signo, a cada símbolo. Y ese primer relato, el del propio origen, es el que marca el lugar en la historia, en una historia de película que si bien empezó antes con quienes lo estaban esperando, dio pie a la preparación de un nido. Diferente para cada cual, habrá alguien que lo tejió con escarpines de lana y mantas de abuela en dos agujas de muchos colores, habrá otra que lo formó buscando algodón de tintes naturales y factura en donde la trazabilidad de su confección no advierta agrotóxicos ni trabajo infantil en su cadena de producción, beige y natural; otro tal vez en un osito heredado de su primo mayor y un aguayo como sostén en el regazo de su madre.

Todos los nidos son diferentes, cada universo simbólico provisto por su madre es distinto y responde a ella. En ese vínculo natural y corporal que se establece a través de su mirada sostenida, que le asigna un lugar y empieza a contar su historia.

El individuo humano es la cría más indefensa, el cachorro de la única especie que por sí solo no puede procurarse comida, abrigo o refugio. Es apenitas un manojito de carne sin terminar y viene al mundo sin voz, sin saber pedir o extender las manos. Entonces ese primer vínculo con quien se encarga de maternarlo se basa en el aprendizaje para decodificar y asignar un valor a cada movimiento, adivinar, acertar o errar y aún así, aunque parezca delirante, en la mayoría de los casos lo logramos, tal vez como huella filogenética.

La familia de Marcela Aguilar, cuando ella era chica.
La familia de Marcela Aguilar, cuando ella era chica.

Lo cierto es que lo sacamos adelante, y crece y casi siempre, un día lo descubrimos diciendo las frases que se dicen en casa, prefiriendo los sabores de nuestra cocina y aunque de reojo, mirando los programas que nos gustan y no sabemos cómo pasamos de ser un sex symbol a la señora que les tiene las camperas en el shopping, mientras ellos hacen explotar los fichines.

La maternidad tiene miles de fotos, algunas maravillosas, otras que necesitan mucho amor para ser sostenidas, pero lo fantástico es que dentro del universo femenino no hay una ventanilla de devolución para las maternidades, y aunque abandones la lucha al grito de Freedom, serás una madre rebelde, abandónica, ausente… pero llena de calificativos a tu maternidad.

En la huída hay incuso una tipificación para esa maternidad ausente, pero no hay existencia para la in maternidad o amartenidad. Porque nos guste o no, es para toda la vida, aunque no hayamos podido, sabido o querido. No es un archivo al cual darle delete. En el mejor de los casos habrá una figura sustituta que cumpla la función y años de terapia para restablecer el lugar que no se construyó, eso es tema de otro texto. Pero una vez que parimos solo queda ver como bailamos con eso.

La pregunta es: ¿cómo llegamos a convertirnos en madres? Para las mujeres de mi generación, en franca alianza superadora, la ciencia y la fe se aliaron trayendo como el ángel de la anunciación muchos e interesantes caminos que cruzaron con los métodos conocidos miles de variantes disponibles para extender la posibilidad de ser madres.

Me encantaría desdecirme y afirmar que nuestras madres no tenían razón al decir que el reloj biológico marcaba el fin de la posibilidad cuando los óvulos empezaban a ser un problema… pues no: pareciera qué arreglamos un problema y surgieran otros.

No solamente los óvulos son una dificultad, una vez que logramos que ellos aparezcan también a edad avanzada – propios, prestados o donados- también lo es pararse con dolor de espaldas cuando sos madre después de los 40, tratar de que la cola entre en una sillita de sala de 2 en la primer reunión de padres del jardín y tratar de ir corriendo mientras cargamos las mochilas y la loncheras porque cierran la puerta del colegio. O cuando las piyamadas interfieren con nuestro desempeño y concentración laboral, porque somos más grandes y con la edad asumimos más responsabilidades en el trabajo y el problema creció, porque una vez que sos madre, ya no te basta solo tenerlo, sino que buscas aliarte con Cronos y poder manejar el tiempo para tener varias vidas en una y cumplir, al final, un único deseo: verlos crecer felices.

* Marcela Aguilar es Directora Editorial en VR Editoras. Docente, editora y escritora.

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