Las madres más terribles de la literatura: por suerte ninguna es la tuya

Una mata a los hijos, otra es indiferente, una les marca un destino más allá de los deseos de los chicos y está la que tiene demasiados problemas. La literatura le da una vuelta a la amada figura de mamá.

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Matilda, el personaje de Roald Dahl, y su madre, que no la ve.
Matilda, el personaje de Roald Dahl, y su madre, que no la ve.

¿Quién dijo que madre hay una sola? La literatura ofrece una nutrida galería de madres para gusto y disgusto de todos los lectores. Desde la angelical y abnegada Margaret March, madre de Joe March (en Mujercitas, de Louise M. Alcott) hasta la Yocasta de Sófocles (siglo V A.C.), las madres de la literatura han puesto en circulación mares de tinta y maremotos de emociones.

Porque la maternidad es una cuestión conflictiva, contradictoria, intensa, donde a menudo las palabras faltan, fallan, y entonces hay que desplegar la imaginación, nuevas ideas y nuevas imágenes para poder contarlas. Maternidad es trance, contrariedad, urgencia, impotencia, contratiempo, una licuadora de pasiones y, entonces, infinidad de personajes e historias para contar. La madre instala un vínculo que jamás es inocuo. Y más aún si se trata de madres con intereses y deseos que desbordan su propia maternidad. Vaya esta galería de madres malas (muy malas) para festejar con ellas. O a pesar de ellas. O en contra de ellas. O como sea: ¡salud y feliz día!

La que mata a sus hijos

Muchas versiones y reversiones tiene el mito de Medea, pero todas coinciden en describirla como una maga poderosa, amante intensísima, luchadora, mujer aguerrida. En algunas versiones se dice que fue nieta de Circe, la hechicera que deliró a Eneas; en otras, su sobrina. Como quiera que sea el parentesco, Medea sabía de brebajes, pócimas y encantamientos y era irresistiblemente malvada, aunque todo depende del punto de vista.

En el mito, antiguo y reversionado por muchísimas voces, Medea está locamente enamorada de Jasón a quien provee de la fórmula para obtener el vellocino de oro. Medea abandona a su padre para seguir a Jasón (que va con los Argonautas tras el carnero sagrado) y también se lleva a un hermano con ella. Entre campañas y huidas atroces, Jasón engaña a Medea y esto la habilita a ella para cometer ciertos crímenes: matar a sus propios hijos y a su hermano. Su furia intensa justifica la matanza. Según Medea, la culpa de tales crímenes no es de ella, sino del hombre que la engañó.

Según Medea, la culpa de sus crímenes no es de ella sino del hombre que la engañó

En la versión de Eurípides la cosa comienza en pleno conflicto: Jasón ha abandonado a su esposa Medea, que ha quedado con sus dos hijos y con cierto estado de irritación. Jasón pretende casarse con Glauce, la hija de Creonte, que es el rey de Corinto, para llegar al poder.

Medea ve su lecho deshonrado y entra en ebullición. El rey Creonte, ante el temor de que Medea se vengue, ordena su destierro inmediato. Pero Medea, fingiéndose sumisa, pide un solo día de plazo para salir al destierro. Ese día lo aprovecha para hacer unos regalos a Glauce: una corona de oro y un vestido envenenados que causan la muerte por simple contacto. Glauce muere de manera horrible: “No se distinguía la expresión de sus ojos ni su bello rostro, la sangre caía desde lo alto de su cabeza confundida con el fuego, y las carnes se desprendían de sus huesos, como lágrimas de pino, bajo los invisibles dientes del veneno”, dice la obra.

Tras perpetrar ese horrible crimen, Medea mata a sus propios hijos. “¡Oh niños, cómo habéis perecido por la locura de vuestro padre! Porque no los destruyó mi mano derecha. No: los destruyó tu ultraje y tu boda!”, brama la hechicera montada al carro de Helios, con quien ya tenía pactada su huida a Atenas.

Dice Medea: “De todo lo que tiene la vida y pensamiento, nosotras las mujeres, somos el ser más desgraciado. Empezamos por tener que comprar un esposo con dispendio de riquezas y tomar un amo de nuestro cuerpo, y éste es el peor de los males. Y la prueba decisiva reside en tomar a uno malo o a uno bueno. A las mujeres no les da buena fama la separación del marido y tampoco les es posible repudiarlo.

Y si nuestro esfuerzo se ve coronado por el éxito, y nuestro esposo convive con nosotras sin aplicarnos el yugo por la fuerza, nuestra vida es envidiable, pero si no, mejor es morir.

Dicen que vivimos en la casa una vida exenta de peligros, mientras ellos luchan con la lanza. Necios. Preferiría tres veces estar a pie firme con el escudo que enfrentarme al parto una sola vez”.

Pasan los siglos, y el texto sigue actual, interpelándonos: los clásicos por algo son clásicos. ¡A leer!

Estoy muy ocupada

Matilda es una niña astuta y sensible. Tan inteligente que desarrolla poderes especiales, maravillosos, que le permiten proyectar sus pensamientos y deseos. Matilda es traviesa y a la vez estudiosa. Pero su madre está muy ocupada para ejercer de madre, así que ni la mira. En Matilda, de Roald Dahl, vive una de las madres más odiosas de la literatura contemporánea: la señora Wormwood. Ella no es cruel, ni siquiera tan mala con su hija, sino que es indiferente, una forma sutil de la maldad si se trata del ejercicio de la (no) maternidad.

Cuenta la novela: “Entre semana, Matilda se quedaba en casa sola casi todas las tardes. Su hermano, cinco años mayor que ella, iba a la escuela. Su padre iba a trabajar y su madre se marchaba a jugar al bingo a un pueblo situado a ocho millas de allí. La señora Wormwood era una viciosa del bingo y jugaba cinco tardes a la semana. La tarde del día en que su padre se negó a comprarle un libro, Matilda salió sola y se dirigió a la biblioteca pública del pueblo”.

Esa tarde comienza para Matilda un hermoso y personalísimo camino lector que va de Dickens a Faulkner, sin dejar de lado Charlotte Brontë, Jane Austin, Rudyard Kipling, H. G. Wells y más. La bibliotecaria está asombradísima: Matilda no sólo mira las ilustraciones, sino que sabe leer. Ha aprendido sola, porque sus padres se olvidaron de anotarla en la escuela.

Es que la señora Wormwood está ocupadísima: tiene que mirar la televisión, ir a la peluquería y prepararse para el bingo del día siguiente. ¿Cuándo ser madre? ¡No hay tiempo! Por su parte, el papá de Matilda vende autos y sigue el ritmo de su esposa: la vida pasa. Cuenta la novela: “El señor y la señora Wormwood esperaban con ansiedad el momento de quitarse de encima a su hijita y lanzarla lejos, preferentemente al pueblo próximo o, incluso, más lejos aún”. ¿Quién ataja a Matilda?

Entonces aparece en la novela la señorita Miel, y empieza el cambio. También hay un personaje memorable (y odioso, pero nunca madre) que es la señora Trunchbull: inolvidable. Matilda es una novela disruptiva y desafiante, políticamente incorrecta y genial.

Incluso desde el cielo

En Como agua para chocolate, de Laura Esquivel, Mamá Elena tiene dos hijas sobre las que pesa una fuerte tradición familiar: la menor debe quedar soltera para cuidar de la madre. Pero la pequeña Tita se enamora de Pedro y él de ella.

Cuando el enamorado va a pedir la mano de la chica, Mamá Elena ofrece en matrimonio a la hija mayor, Rosaura. Mamá Elena es inflexible: Rosaura o nada.

Pedro se casa con Rosaura para estar cerca de Tita, o sea, la trama es un dramón intenso que le permite a Elena ejercer toda su maldad.

Lo más curioso (¿o lugar común?) es que Mamá Elena tampoco había podido casarse con el hombre que amaba. Señora mandamás de vida doblegada, siempre reprimida y sometida por su familia, Elena da a sus hijas el sufrimiento que la vida le dio. Incluso, más allá de su propia muerte sigue insistiendo. Madre karma, que las hay, las hay.

Emma Bovary

La señora Bovary toma a su hija como si fuera un objeto o, peor, un animalito molesto. Cada vez que Berthe, -la niña que Emma ha dado a luz con dolores de parto magistralmente narrados-, llora de hambre, su madre se la enchufa a la nodriza. Por supuesto que no había enchufes en los tiempos de la familia Bovary, -siglo XIX- pero sí bebés de clases acomodadas que succionaban el pecho de nodrizas generosas: la lactancia no era ocupación de las señoras burguesas y mucho menos para Emma.

Madame Bovary fue publicada como folletín entre octubre y diciembre de 1856 y apareció como libro un año más tarde. Su autor, Gustave Flaubert, trabajó casi diez años en dar a cada escena las palabras justas (le mot juste) y es una de las novelas más depuradas de la historia de la literatura. El realismo y el romanticismo se conjugan en un cruce magistral de escenas, situaciones y caracterización de personajes y ambientes. Madame Bovary es como estar ahí. No por nada, en eso diez años de trabajo intenso con la forma novela, Flaubert obsesionado confesó: “Madame Bovary soy yo!”

Emma Bovary padece la enfermedad crónica de la burguesía francesa: se aburre. La vida le parece vacua. Los entusiasmos duran poco. Sufre de insatisfacción crónica, lo que más tarde se denominará bovarismo. Madame Bovary lee novelas como quien devora culebrones y no encuentra con quien dialogar,a excepción, por supuesto, de un amante, que pronto enfermará de los nervios por el solo hecho de compartir con Emma amoríos, charlas y tardes sin futuro. La vida de la señora se convierte en un culebrón apasionante. Su propia imaginación la consume. La previsibilidad de la vida la derrumba.

Preocupada por sus amantes, sus lecturas, el dinero y las deudas que contrae a lo largo de toda la novela, la señora Bovary apenas notó que tenía una hija y se perdió la oportunidad de ejercer la maternidad (que por supuesto era la ocupación central de las mujeres de su clase y de su época). Entre tanto, la pobrecita Berthe apenas llora durante algunos capítulos de la novela, Emma protesta sistemáticamente y la entrega al cuidado de otra mujer, la nodriza dadivosa y nutritiva. Del padre, ni noticias. Madre e hija no tienen (lo que se dice) un final feliz pero la novela sigue siendo de lo más genial.

Cuentos con madres

“A mamá le gustaba mucho el trago”, empieza el cuento Mamá de Roberto Fontanarrosa, que pinta a una madre polémica, no tan mala madre como una mujer con problemas (de alcohol, entre otros). El cuento despliega la mirada extrañada de un hijo que describe niñez, adolescencia y madurez con una madre insólita: “Varias veces la encontré a mamá tirada entre las gallinas, que la picoteaban. No era lindo de ver. Las gallinas le ensuciaban encima, o ella se ensuciaba con la caca de las gallinas y, además, se le llenaba el vestido de plumas. Yo no sabía bien qué hacer en esas ocasiones. Al principio me volvía al departamento y me hacía la leche yo solo, para no ponerla en el difícil trance de explicarme su situación. Pero una vez, enojado, la zamarreé hasta despertarla. Me dijo que se había dormido sin querer, mientras buscaba huevos para la noche; que el sol estaba muy lindo allí en la terraza. Pero olía espantoso y no sé dónde metía las botellas”.

No hay juicio ni opinión en este hijo que ve a la madre trasmutar a lo largo de los años y padece – sin quejarse – de los cambios que se suscitan en la convivencia. Al contrario, la mirada del hijo es insistentemente amorosa: “…era una mujer encantadora. En verdad encantadora. Siempre alegre, siempre dispuesta, pese a todos los problemas que vivimos…”, dice. También dice: “Pero mamá le caía muy bien a todo el mundo. En realidad, el problema de mamá no era el alcohol. Era el cigarrillo”.

Medea. En el teatro.
Medea. En el teatro.

Este texto de Fontanarrosa -incluído en el libro Te digo más… y otros cuentos- es una pequeña perla que dialoga de maravillas con un cuento indispensable de Lorrie Moore, narradora de tono mordaz y pluma punzante, que se titula Es más de lo que puedo decir de cierta gente. En sus más de quince páginas, Moore desgrana a una madre perspicaz, medio víbora, que ama a su hija pero es torpe o distraída o lo suficientemente mala como para poder expresarlo sin hacerle la vida imposible.

La cosa empieza de una manera casual: Abby está confundida, recién divorciada, sufre de pánico ante las personas, y de pronto se ve embarcada en un viaje a Irlanda con (¿salvadora?) madre. “Abby no podía recordar exactamente de qué modo su madre pasó a formar parte del viaje. Tuvo que ver con el cambio de marchas y con que Abby no supiera manejarlo.

—En mis tiempos —dijo su madre— todo el mundo aprendía. Todos aprendíamos. Las mujeres sabían hacer cosas. Sabían guisar y coser. Ahora las mujeres no sabéis hacer nada”. Entonces salen a la ruta.

"Cuentos completos" (Seix Barral) de Lorrie Moore
"Cuentos completos" (Seix Barral) de Lorrie Moore

El viaje es a Irlanda, donde alquilan un auto que por supuesto tiene el asiento del conductor “del otro lado”. La madre insiste en manejar. “Conducía a trompicones y con el pie iba tanteando el suelo, para encontrar el embrague. Quizá la idea de dejarla manejar había sido un error”.

Día a día, en cada excursión, cada hotel o cada almuerzo la relación se tensa pero nunca se corta (una particular y valiosa constante entre madres e hijas) y llega a momentos tan cómicos como desesperantes.

“—¿Cuándo piensas volver con Bob?

—Ya volví —dijo Abby—. Pero lo he vuelto a dejar.

—Las mujeres de vuestra generación siempre deseáis una relación distinta de la que tenéis —dijo la madre con un suspiro—. ¿A que sí? —Quién sabe —contestó Abby. Comenzaba a no tener ganas de hablar con su madre, metidas en aquel espacio, como astronautas”.

Una perla.

Otra madre tremenda es la del cuento Una reina perfecta, de Inés Garland. Soberbia, fría, super chic y distante. La narradora (otra vez la mirada de la niña que describe y no juzga) permite ver sin ver las fisuras de un mundo adulto que genera sus propias reglas, sus silencios e hipocresías, sus modos de actuar. “Apenas la veo le pregunto si puedo comer un poco de mousse, un poquito de mousse, le digo, para que parezca menos. —Es para los invitados —dice mamá (…)

Y sigue: “Mamá se va para su cuarto y la sigo. No insisto con lo de la mousse. Los no de mamá no se mueven jamás de su lugar. Son como piedras enormes y negras. Los dice así, muy quietos, aunque no parece pensarlos mucho. Le salen fácil y las cosas se terminan ahí, en la piedra; si no, seguirían”.

Tremendas, malísimas, únicas.

Todas son madres finalmente. Y para cada hijo o hija, ya sabemos, hay una sola. Feliz día a todas. A leer y brindar.

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