Creo haberlo dicho (escrito) más de una vez: el único comunismo respecto del que me confieso macartista es el lugarcomunismo. El uso indiscriminado de la expresión “de lujo” para calificar la presencia de un invitado en un programa de radio o TV, o al jurado de un concurso de cualquier cosa, ha devaluado la expresión hasta convertirla en insignificante (literalmente).
Lo mismo pasa con “el secreto mejor guardado”, dilapidada de igual modo. Pero me resulta imposible encontrar otra manera de calificar al escritor argentino de uno de cuyos libros hablaré hoy: Alejandro García Schnetzer, mucho gusto. El gusto será de ustedes, cuando lo lean. Hasta me produce envidia que los eventuales lectores puedan descubrirlo ahora y tengan el placer de abordarlo por primera vez.
García Schnetzer nació en Buenos Aires en 1974, pero vive y trabaja como editor y traductor en Barcelona desde hace muchos años. Fue parte del equipo creativo inicial de la exquisita editorial Libros del Zorro Rojo, responsable de amorosas ediciones de obras ilustradas para chicos y grandes. También publicó varios libros infantiles (Un cuento del mar, luego editado como El castillo de arena; El circo raro y Don Hipólito navegante, junto al artista plástico Antonio Seguí). Comparte con Ricardo Viel la autoría de una obra fundamental sobre José Saramago, armada en base a fragmentos de sus libros e ilustraciones más que pertinentes: Saramago: sus nombres. Un álbum biográfico. También escribió la novela gráfica Barrio adentro, ilustrada por el gran José Muñoz, que apareció en francés. Tradujo a Diderot, Lispector, Pessoa y Eça de Queirós.
Pero como autor de narrativa para adultos solo publicó tres libritos (el diminutivo se refiere exclusivamente a su brevedad: todos tienen menos de noventa páginas), que tituló con apellidos de siete letras, como homenaje tácito al mítico escritor cordobés Juan Filloy. Son Requena (2008), Andrade (2012) y Quiroga (2015), aparecidos con el sello de la audaz Editorial Entropía, que se caracteriza por sus apuestas a autores nacionales.
Según una entrevista de 2015 en Página/12, está trabajando en otra novela, Estrada. El hecho de que todavía no haya aparecido y el lapso transcurrido entre la edición de cada una de las otras revela que el hombre se toma su tiempo. Algo que también se deduce de su prosa burilada, en la que casi cada frase contiene una alusión, una ironía, una referencia que el lector develará o no, sin que eso disminuya el sabor del texto.
No se trata de un trabajo de pulido al estilo del de Tomás Eloy Martínez, que complejiza las oraciones al infinito para embellecerlas, sino de la adjudicación de sentidos diversos pero precisos a cada fragmento de texto.
A la hora de encontrar referencias, se puede pensar en Arlt, Felisberto Hernández, Macedonio y hasta Onetti, como lo sugiere en su texto de contratapa para Quiroga la insigne María Negroni, que señala que “este libro está hecho de personajes que van corporizándose sin corporizarse, porque ¿cómo podrían? Si no son más que prismas de lenguaje”.
Es que, en efecto, esta nouvelle acerca de un empleado despedido de una biblioteca al que su jefe conecta con una red de bagayeros que trafican de ida y vuelta con el Uruguay viajando en el histórico Vapor de la Carrera, más allá de lo que relata, tiene su anclaje en el lenguaje. Es una mezcla de castellano arcaico, de palabras muy bien ubicadas pero “difíciles” (como morapio, noray, tiberio y otras, cuyo significado conviene googlear, pues todas existen), con letras de canciones populares (en especial, tangos), citas poéticas (entre otros, de su admirado Juan Gelman) y expresiones porteñas vetustas con resonancias en el inconsciente: la acción transcurre en diciembre de 1937 y esta ubicación temporal tiene sentido.
A propósito de Requena, la primera novelita de esta serie, Alberto Manguel (exdirector de la Biblioteca Nacional argentina) afirma que “ha logrado dar al Macedonio de Borges la materialidad que le faltaba. Requena, hombre de las tertulias de café de Buenos Aires, excéntrico descubierto por una banda de amigos hacia 1929, es la encarnación literaria de aquel prodigio inventivo borgesiano. Requena lee el Martín Fierro en sánscrito (solo está vagamente seguro de estar leyendo el Martín Fierro), traduce Macbeth al porteño (las brujas son curanderas y le dicen a Macbeth ‘se la van a dar’), se queja de hispanismos que infectan el castellano rioplatense (como ‘el Escorial, el Tibidabo, los palmares de Elche, Alhambra’) y cree, como el obispo Berkeley, que ‘la perfección solo toca a las cosas que podrían haber sido”. (…) García Schnetzer no ha hecho sino inspirarse en el estilo del evanescente Macedonio y, a partir de las anécdotas borgianas, ha construido una figura más encantadora, más ocurrente, más generosa que el original histórico. Este pequeño libro de apenas 70 páginas es una delicia perfecta, heredero de las invenciones biográficas de Pío Baroja y Marcel Schwob’”.
Varios de los personajes de Quiroga, otros contrabandistas de poca monta, son personas muy mayores. En la entrevista de Página/12 con motivo de la aparición del libro, Silvina Friera le pregunta al autor por su interés en la vejez: “El tiempo es una de mis preocupaciones –contesta–. Mis amigos de Barcelona son todos veteranos, gente que tiene de setenta años para arriba (…) Y tienen maneras de hablar, de decir, de construir sus frases, que son un museo de la lengua, porque quedaron como mosquito en la resina, expresiones que ya no circulan, que son caminos clausurados. A veces me siento escribiendo como arreando olvidos…”.
Si hay un tono general en los relatos, es el sarcasmo; los libros se leen con una sonrisa permanente que, en mi caso, a menudo devino carcajada, a pesar de que los sucesos narrados no son nada cómicos.
No sé si la frase con la que Negroni cierra su texto de contratapa puede alentar o desalentar lectores, pero es muy exacta: “Y este libro de A. G. S es rarísimo”.
Compruébenlo.
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