El amor es la única fuerza capaz de cerrar la herida del tiempo. En una era de relaciones lábiles, una idea como esta le da una carga épica a la vida, es una idea casi revolucionaria. El tema del amor y el tiempo fue el eje de la bellísima conferencia que dio Alessandro Baricco ayer en el Teatro Colón. El escenario no podría haber sido mejor: el gran teatro de la desmesura romántica acentuaba cada frase.
Baricco es un escritor y, como tal, entiende que la literatura no admite moralejas; el hecho artístico es un misterio que se agota en sí mismo. Baricco no enseñó nada: no desarrolló tesis ni lógicas. Hizo —apenas hizo— el milagro de llevar a los asistentes a través de una experiencia poética.
A las ocho de la noche en punto, con una sala casi colmada que lo aplaudía a rabiar, Baricco, camisa azul de mangas cortas y jeans oscuros, se sentó en una larga mesa blanca que tenía una tablet, una jarra de agua y algunos apuntes. Más allá, a unos tres o cuatro metros, estaba la traductora vestida completamente de negro. Un escenario despojado que parecía sostener desde el comienzo que la protagonista iba a ser la palabra. Y así fue. Durante una hora y media, en un italiano impecable que casi no necesitaba traducirse, Baricco nos llevó por un viaje mítico.
El hechizo pudo haberse roto por un problema en la amplificación; desde algunos sectores hubo quejas porque no se escuchaba —¿pero no tenía el Colón la mejor acústica del mundo?— y por la incapacidad inconcebible de ciertas personas para silenciar sus teléfonos. Pero pasados esos sobresaltos, el hechizo fue completo. Como un antiguo bardo delante de una audiencia maravillada, Baricco hizo lo que mejor sabe hacer: contó historias.
Escape de Versalles
Comenzó con dos hechos aparentemente desconectados a los que prontamente les encontró un vínculo. Dos años después de la Revolución Francesa, Luis XVI, el rey depuesto que todavía estaba preso en el Palacio de Versalles, intentó una fuga que, por aparatosa y torpe, resultó fallida. Quería escapar hacia Suiza, pero un día más tarde ya había sido encontrado. Lo interesante para Baricco fue cómo el país recibió la noticia: en las zonas más alejadas de París, en los territorios más escarpados, se enteraron casi una semana después, cuando el rey ya había vuelto a su celda de cristal. La Revolución, explicó, se había abstenido de matarlo porque a partir de él se organizaba la sociedad y preferían preservar esa red de relaciones. Donde llegaba la noticia de la huída, entonces, estaballaba el caos. Pero en el mismo momento unos cientos de kilómetros más allá seguían viviendo en el orden anterior, como si nada. En otro tiempo, hasta que llegó la noticia.
Algo así sucedió con León Tolstoi, que a los 82 años se fue de casa. Se fue primero a pie y luego en tren, pero en algún momento se sintió enfermo y debió interrumpir la huida y pasar la noche en un pueblito, que lo recibió conmocionado. Hacia allí fueron, como en procesión, miles de personas. Y cuando en el relato finalmente Tolstoi murió, Baricco hizo ver cómo el tiempo que tomó en que la noticia llegar desde quienes estaban al frente hasta los últimos tuvo el mismo efecto —como si se trataran de un juego de fractales— que la de Luis XVI. Un tiempo solapado en el que para unos y otros Tolstoi estaba vivo y muerto.
“El tiempo exacto sólo está en los relojes”, dijo, “los hombres están atrasados o adelantados, pero nunca en tiempo”. Excepto, claro, cuando aparece el amor.
Una actuación inmensa
Ennio Flaiano, el guionista de Federico Fellini en La dolce vita, solía decir que la característica más notable de las obras maestras es que parecían ser fáciles de hacer. Lo de Baricco —y digámoslo de una vez: el intercambio con la traductora— fue una actuación inmensa que en su sencillez se revela en todo su espesor como una obra de arte.
Detrás de un escritorio, hablando —¡simplemente hablando!—, apoyado por una pantalla que apenas usó, Baricco borroneó los límites del tiempo y el espacio. Lo llamativo es que tomó tres ejemplos que forman parte de una cultura casi popular: como si se preocupara que nadie quedara fuera.
Habló de Florentino Ariza y Fermina Daza, los protagonistas de El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez, habló de Romeo y Julieta, y habló, cómo no, de Ulises y Penélope. El del amor es un tiempo sin tiempo: por eso las tres —el amor que persevera, el amor que es una llama incandescente, el amor que espera— son formas de la eternidad.
Es probable que Baricco hablara del amor para referirse, en realidad, a la experiencia poética. Para Baricco todo es poesía: hasta un mapa de Francia que señala cuántos días tarda en llegar la noticia de la huída de Luis XVI. El tiempo del amor es el tiempo del poema. Cómo no entenderlo así. Baricco no lo dijo: un poeta no explica sus trucos. Acaso porque él mismo tampoco los conozca.
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