Alfonsín, el Presidente que no tuvo tiempo para aprender a gobernar antes de mudarse a Olivos

El historiador económico Pablo Gerchunoff acaba de publicar “Raúl Alfonsín. El planisferio invertido”, una investigación exhaustiva en la que recorre la vida personal y política del primer Presidente de la democracia recuperada.

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Raúl Alfonsín asumió la Presidencia el 10 de diciembre de 1983, Día Universal de los Derechos Humanos. REUTERS/Stringer/Files
Raúl Alfonsín asumió la Presidencia el 10 de diciembre de 1983, Día Universal de los Derechos Humanos. REUTERS/Stringer/Files

“Soy de la generación que vivió la campaña de Raúl Alfonsín de 1983 peleando por decir que esos ojos que yo veía por televisión ‘me miraban a mí', mientras Pablo Gerchunoff, a mi lado, afirmaba ‘que lo miraban a él’. Fue una larga controversia conyugal y el comienzo de una inquietud compartida por saber ‘quién era ese hombre’ con ese mensaje extraordinariamente novedoso en nuestras vidas, ese hombre al que íbamos a votar con entusiasmo pero tristemente convencidos de que perdería frente a Ítalo Luder. ‘Quién era ese hombre’. Quizás esa antigua pregunta fue la semilla de este libro”, escribe la economista Susana Lumi apenas empieza el prólogo de Raúl Alfonsín. El planisferio invertido.

Se trata del libro que acaba de publicar el historiador económico Pablo Gerchunoff, editado por Edhasa y de casi 500 páginas. Lumi, pareja de Gerchunoff desde aquellos tiempos y hasta ahora, anticipa lo que vendrá: un trabajo exhaustivo por intentar descifrar la vida y la obra del primer Presidente de la democracia recuperada. En su libro, el Profesor Emérito de la Universidad Torcuato Di Tella recorre el camino que llevó a Alfonsín a construir su personalidad política, así como sus seis años al frente del máximo cargo ejecutivo de un país en el que nunca había ejercido un cargo ejecutivo.

Gerchunoff también se toma el tiempo de revisar los años posteriores a ese gobierno, en los que Alfonsín nunca dejó de ser una figura central de la política no sólo partidaria sino institucional de la Argentina hasta su muerte, en marzo de de 2009. Infobae Leamos seleccionó algunos fragmentos del libro para recuperar algo de la investigación exhaustiva a la que se dedicó el historiador durante años. Tal vez, desde que veía al candidato radical a la Presidencia por televisión y se preguntaba quién era exactamente ese hombre al que votaría.

“Semana de vértigo (10 de diciembre - 16 de diciembre)”

Alfonsín había cumplido 56 años en marzo de 1983 y el 10 de diciembre llegó a la presidencia, quinientos días después de la rendición de los mandos militares en Malvinas. Que la asunción del nuevo presidente hubiera sido el 10 de diciembre, el Día Universal de los Derechos Humanos, fue una primera victoria. La última Junta Militar había querido demorarlo todo hasta el 25 de mayo de 1984, quizás con la esperanza de usar el tiempo para negociar con el presidente electo el futuro de los uniformados, pero Alfonsín impuso su criterio. Era una pequeña victoria, sin embargo. Una pequeña victoria en medio de la incertidumbre.

"Raúl Alfonsín. El planisferio invertido" es el resultado de una investigación de años.
"Raúl Alfonsín. El planisferio invertido" es el resultado de una investigación de años.

Alfonsín tenía un largo entrenamiento político de 38 años, pero no sabía gobernar. De eso no había aprendido nada. Ni siquiera había gobernado Chascomús. Gobernar era distinto a hacer la política de la calle, de los comités, de las esgrimas parlamentarias. Gobernar era tomar decisiones minuto a minuto, ejercer la autoridad haciendo equilibrio en la punta de una aguja con varios frentes abiertos al mismo tiempo, corregir errores, no corregirlos, administrar vanidades, superar depresiones, aplacar euforias, acostumbrarse a la adrenalina, nombrar funcionarios, pedirles que renunciaran, escuchar consejos contradictorios, ir al combate o rehuirlo, balancear la verdad con el ocultamiento de la verdad y a veces con la mentira, soldar lo que estaba roto, romper lo que estaba unido, hacer homogéneo lo heterogéneo, pactar y romper pactos, estar solo, rodearse de gente, todo ello en la inauguración de un régimen político que no se sabía si se iba a estabilizar.

Algo de todo eso había hecho Alfonsín a lo largo de su vida, pero en dosis menores que no se podían comparar con la presidencia que se le venía encima. Iba a ser entonces difícil gobernar, tanto más difícil cuanto mayores sus ambiciones de cambio en el ejercicio del poder al que ahora accedía. Desde las épocas jóvenes en Chascomús, Alfonsín había tenido proyectos de poder que fueron escalando con el tiempo, porque no le había ido nada mal en su carrera política, como atestigua la primera parte de este libro. Si a una persona no le va bien, no se escala, sabía Alfonsín. Ya lo vimos en la Legislatura de la provincia de Buenos Aires, en la Cámara de Diputados de la Nación, en la presidencia del Comité Provincia, y lo acabamos de ver en la batalla electoral exitosa por la presidencia de la nación.

Alfonsín sabía que le gustaba luchar por el poder, pero ahora tenía que averiguar si le gustaba gobernar, si lo soportaba. Esa no iba a ser una cuestión menor. Dani Yako, el fotógrafo indiscutible de la campaña electoral, dijo algo sobre el tema mucho más tarde, el 3 de noviembre de 2008, en la revista Zoom: “Pienso que Alfonsín es un gran demócrata. Se le nota hasta en el trato. Y creo que eso le generó problemas de poder. No es un tipo de poder, le costaba, él pensaba como estadista, no tenía vocación de poder”.

Un proyecto de país y un proyecto de poder día tras día podían ser, en efecto, una carga insoportable de grises y de negros. Para averiguar cuán insoportable, iba a dar un salto más alto y más riesgoso que cualquier otro que hubiera dado en su historial político, mucho más alto y más riesgoso que el que se atrevían a soñar en esos días incluso sus amigos políticos más cercanos. Tenía que gobernar la nación después de siete años de tierra arrasada por una dictadura abrumadoramente torpe y violenta de la que no podía heredar nada virtuoso, y diecisiete años después de que Illia fuera desplazado del poder y el radicalismo quedara a la intemperie, ajado y deprimido. Mucho tiempo.

Pablo Gerchunoff es historiador económico y Profesor Emérito de la Universidad Torcuato Di Tella.
Pablo Gerchunoff es historiador económico y Profesor Emérito de la Universidad Torcuato Di Tella.

Ahora el partido estaba entusiasmado, exaltado, pero había pasado demasiado tiempo. No solo era, entonces, que él no tenía experiencia, sino también que era otra Argentina la de 1983, y era otro mundo en comparación con el de comienzos de los años sesenta, los años del ascenso de Alfonsín dentro de la estructura de la Unión Cívica Radical, y era otra Argentina y otro mundo en comparación con aquellos de 1972, cuando se había atrevido a desafiar a Ricardo Balbín convirtiéndose en una figura nacional con aspiraciones presidenciales. La diferencia entre este tiempo que ahora empezaba y aquellos otros reclamaba entonces un aprendizaje sin tiempo para aprender. Le había tocado a él. Lo había buscado.

Y, aunque pareciera una cuestión menor, Alfonsín también tendría que aprender a moverse desde ese 10 de diciembre no solo en terreno políticamente desconocido, sino también en terreno materialmente desconocido, como cuando a los 13 años lo habían internado como alumno pupilo en el Liceo Militar General San Martín de Campo de Mayo –alejado de un día para el otro de la casa paterna– y del que había egresado como subteniente de reserva en 1944. No subestimemos las dificultades para ubicarse en el espacio, son dificultades perturbadoras.

Terreno desconocido eran la Casa Rosada y la residencia de Olivos. A la Casa Rosada la conocía superficialmente desde los tiempos de Arturo Illia en la presidencia; a la residencia de Olivos no había ido nunca, e iba a ser su nuevo hogar sin haber pasado por la estación intermedia de un gobierno de provincia, con sus propias pompas y sus propios protocolos. Doble misterio entonces. Las casas nuevas, como los gobiernos nuevos, tienen un componente de incomodidad, no se conocen los rincones ni los secretos, y además en este caso Olivos era abismalmente grande para los patrones de Chascomús, o incluso de La Plata, donde Alfonsín había pasado semanas y semanas ininterrumpidas cuando ocupaba su banca como diputado provincial.

El problema entonces era principalmente con ese chalet de estilo neoclásico y esos jardines excesivos para las costumbres de los Alfonsín. El matrimonio se mudó del Hotel Panamericano a la Quinta del partido de Vicente López, inaugurada por Agustín P. Justo, inmediatamente después de la asunción del mando, acompañado por Javier, el hijo menor, de 27 años. María Lorenza no había querido hacer reformas importantes, como si rechazara hacer propia la residencia, “la jaula de oro”, como la llamaba. Todo era tan distinto a Chascomús para María Lorenza, tan ajeno.

Raúl Alfonsín dio su discurso de asunción en el Cabildo, frente a una Plaza de Mayo repleta y conmovida.
Raúl Alfonsín dio su discurso de asunción en el Cabildo, frente a una Plaza de Mayo repleta y conmovida.

En Chascomús, se podía salir a la calle en alpargatas –ella lo hacía–, hablar con los vecinos, ir al Club Náutico, o ir a misa en un ambiente de sociabilidad, no como la misa solitaria de la capilla de Olivos. Además, en Olivos no se escuchaba el ruido de la calle, sino ruidos difíciles de identificar. Nada más inquietante que los ruidos que no se pueden identificar. María Lorenza iba a extrañar su pago chico. Alfonsín no iba a tener tiempo para extrañar, como no tendría tiempo para aprender.

Pero además de las dimensiones de la casona y de los ruidos, había otro factor inquietante: soldados desconocidos, siluetas que tampoco se podían identificar, centinelas, policías, sombras cuando se hacía de noche. El hombre que en esos mismos días –apenas durante la primera semana de gobierno– iba a desafiar al mismo tiempo a los jefes militares y sindicales promoviendo mediante un decreto el juicio a las tres Juntas Militares, fundando la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), enviando al Congreso un proyecto de reforma del Código de Justicia Militar y otro de reforma laboral, se instaló en ese predio aislado no con las nostalgias de María Lorenza, pero sí con la tensión de un caballo pura sangre que intuye la proximidad de la largada, pero que nunca había corrido hasta ese momento más de una milla.

Tensión en Alfonsín, no parecía miedo, y aún teniendo miedo no lo dejaba traslucir. Sus funcionarios recién nombrados y sus amigos de siempre sí tenían miedo. Un miedo confesado entre ellos en secreto en esos días iniciales y luego por mucho tiempo. Veían a la Quinta vulnerable a un ataque militar, fácil de penetrar por cualquiera de sus bordes. Alguien dijo que en el Hotel Panamericano se vivía más seguro. Hablaban como expertos. Para lo que no se necesitaba ningún experto era para mirar un planisferio, no invertido, y descubrir que la democracia era una experiencia lejana. Colombia, Venezuela y Costa Rica constituían el triángulo democrático en el norte de América del Sur. Allí se hacían las conferencias sobre la democracia a las que iba Alfonsín. Más abajo, poco o nada, más bien nada. Y nada de nada en Chile, Brasil y Uruguay. Eso daba miedo.

¿Y por qué no iba a producirse entonces una sublevación militar? Era su destino más probable. Siempre había pasado desde septiembre de 1930. Nadie recordaba que alguna vez hubiera habido democracia en Argentina. Entre aquel 1930, en que se interrumpió por obra de un golpe de Estado la primera experiencia de democracia plena (masculina), y este diciembre de 1983 solo dos presidentes constitucionales habían completado un mandato, y no casualmente habían sido generales: Agustín P. Justo (gracias a la proscripción de Alvear en las elecciones presidenciales de 1931) y Juan Domingo Perón (gracias a la justicia social, pero también gracias a su autoritarismo). Eso hablaba del país y de sus desencuentros, se decía Alfonsín y lo decía públicamente.

Para colmo, ahora muchos militares tenían motivos aparentemente fuertes para sublevarse, motivos de supervivencia en sus carreras y, si lo habían entendido bien a Alfonsín durante la campaña electoral, y si además le habían creído, motivos de libertad ambulatoria. Esta vez el golpe de Estado no iba a ser para salvar a la patria que muchos militares creían haber fundado, sino para salvarse a ellos mismos de la cárcel. Un fundamento grosero y a la vez frágil que, mirado a la distancia, no parece factible que pudiera haber convocado a las Fuerzas Armadas como un todo orgánico. Pero era difícil observar los acontecimientos en perspectiva en esos días.

En 1984, el presidente de la Conadep, Ernesto Sabato, entregó el informe completo sobre desaparición de personas a Alfonsín en el Salón Blanco de la Casa Rosada. (Facebook: Espacio Memoria y Derechos Humanos (ex ESMA))
En 1984, el presidente de la Conadep, Ernesto Sabato, entregó el informe completo sobre desaparición de personas a Alfonsín en el Salón Blanco de la Casa Rosada. (Facebook: Espacio Memoria y Derechos Humanos (ex ESMA))

El vértigo a la vez esperanzado y amenazante de ese presente anulaba el don de la perspectiva. Si se aceptaba la posibilidad de la sublevación “en defensa propia” –por extraño que nos parezca ahora ese concepto–, el gobierno de Alfonsín recién nacido podía durar un par de semanas, un par de meses, con suerte un par de años. En cualquier momento, esas siluetas en la sombra se esfumarían y en su lugar aparecería un coronel a los gritos y con una ametralladora en la mano, como el coronel Luis César Perlinger, el jefe del operativo que había desalojado a Illia de la Casa Rosada el 28 de junio de 1966 para después, con el paso del tiempo, arrepentirse.

Esos miedos eran la razón por la que por las noches de esos primeros días y de esos primeros meses los amigos y funcionarios se quedaban a cenar y a tomar café tras café después de tratar los temas de agenda. Así nacieron las cenas de Olivos, sin que nadie supiera que estaban naciendo. Con el tiempo, esas noches cobrarían otro carácter, más impregnado por la rutina del gobierno y del trajín de la decisión política, pero siempre con ese vértigo a veces contenido que estuvo en la naturaleza del gobierno de Alfonsín, en su vida personal, en su vida política, de día y de noche.

“El error más grave, ¿o no?”

A menudo me preguntan cuáles fueron los errores más graves en que incurrí durante mi gestión presidencial. Yo suelo contestar que en un gobierno de transición, en el que había que luchar contra tantos inconvenientes, prácticamente sin flancos cubiertos, era necesario hacer unas diez apuestas por día. Si acertábamos siete me podía dar por satisfecho. En consecuencia, se podían anotar, con ese cálculo no más, no menos de tres errores diarios.

También me suelen preguntar qué es lo que no supe, lo que no pude y lo que no quise. Yo respondo que quien haya sido presidente en cualquier país y al término de su mandato afirme que supo hacer todo es un vanidoso; sostenga que pudo hacer todo es un jactancioso y declare que quiso hacer todo lo que hizo es un mentiroso, porque, por ejemplo, no se pueden querer, simultáneamente, objetivos que son contrarios entre sí.

Carlos Menem y Raúl Alfonsín caminan por la Quinta de Olivos: allí sellaron el pacto que habilitó la reforma constitucional de 1994.
Carlos Menem y Raúl Alfonsín caminan por la Quinta de Olivos: allí sellaron el pacto que habilitó la reforma constitucional de 1994.

Pero para satisfacer la inquietud del interlocutor, a veces agrego algunos ejemplos y señalo que no supe organizar una campaña suficientemente importante como para obtener del Congreso las leyes complementarias del Plan Austral, o acelerar el traslado de la Capital, entre otras falencias; que no quise aplicar el plan de ajuste ortodoxo que proponía el Fondo Monetario Internacional, entre otras negativas; y finalmente, entre otras incapacidades, que no pude construir un poder político democrático que fuera más fuerte que los factores de poder.

Raúl Alfonsín en revista Noticias, 23 de junio de 1991, citado por Pablo Gerchunoff en Raúl Alfonsín. El planisferio invertido.

“No vamos a aceptar la autoamnistía”

Se acabarán los comandantes en jefe de cualquiera de las armas. La jerarquía militar terminará en el cargo de jefe de Estado Mayor, y habrá un solo comandante en jefe de las tres Fuerzas Armadas, el que establece la Constitución Nacional: el presidente de la Nación Argentina. Lo digo sin consideración peyorativa alguna y sin vanidad, ni jactancia, sino por el contrario, con la humildad de quien en definitiva va a ser un servidor de la nación, obligado por ello a cumplir con los preceptos constitucionales. Como lo manda la Constitución, vamos a mandar a las Fuerzas Armadas argentinas. (....) Queremos superar todos los antagonismos , no solo entre la civilidad, necesitamos también superar los antagonismos entre la civilidad y las Fuerzas Armadas.

Pero necesitamos Fuerzas Armadas de la Nación, de la Constitución y de la democracia, y no señores feudales que porque tengan algunos galones se crean amos de un pueblo de súbditos. No vamos a aceptar la autoamnistía, vamos a declarar su nulidad; pero tampoco vamos a ir hacia atrás, mirando con sentido de venganza (...)

Cada uno de los argentinos comprende y sabe, y lo comprendemos y sabemos nosotros, y lo hemos reiterado y lo decimos una vez más, porque nuestras palabras se han interpretado capciosamente, falazmente, diciéndose que pretendíamos dividir a las Fuerzas Armadas. ¡No! Lo que queremos es que algunos pocos no se cubran la retirada con el miedo. Aquí hay distintas responsabilidades; hay una responsabilidad de quienes tomaron la decisión de actuar como se hizo; hay una responsabilidad distinta de quienes en definitiva cometieron excesos en la represión, y hay otra distinta también de quienes no hicieron otra cosa que, en un marco de extrema confusión, cumplir órdenes.

Esto, cualquier juez de la república, cualquier ciudadano argentino sabe que señala discripancias y distinciones fundamentales en cuanto a los grados de responsabilidad, y de esta manera es como vamos a salid adelante, no con leyes de autoamnistía que igualan en el delito a todos y que hacen que el que tenga mayor culpa se iguale con el que no tenga ninguna.

Discurso de Raúl Alfonsín durante la campaña electoral en Ferro Carril Oeste, 30 de septiembre de 1983. Extracto citado por Pablo Gerchunoff en Raúl Alfonsín. El planisferio invertido.

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