Juan Martín Fierro ha escrito un libro sobre el dolor profundo y la ferocidad que reside en nuestros anhelos. No ha sido el único, claro, pero lo que ha hecho cala en los huesos, si se lee en la clave correcta.
La trama es más o menos esta: Madred Janssen, poco antes de morir, le encarga a su hija un último deseo. Él quiere enterrar sus cenizas en la Sierra Nevada de Santa Marta y sembrar allí una ceiba. Janssen vive a las afueras de Róterdam, pero añora esta tierra en la que ha pasado un periodo de su vida y que le llama, aún en sus últimos días. La montaña es para él un paraíso en la tierra, y al trascender, así mismo se ve en medio de los árboles, el sendero, las piedras, los pájaros, la Madre Sierra, el espacio del reencuentro, de la redención última.
La hija de Janssen, Marysa, regresa a Colombia tras mucho tiempo y ahora se enfrenta a un presente que le es ajeno, hostil. Jacinto, un campesino, una suerte de Virgilio, le ayuda a cumplir los deseos de su padre, pero la montaña es inclemente, así como el territorio bajo ella, Palomino.
Este pueblo en la falda de la montaña vive asediado por la guerra. Nadie sabe con exactitud si al día siguiente le toque su último amanecer. Todos viven contando las horas, intentando dar con quién será el que muera primero.
Madre Sierra es la historia de un hombre que se desmorona y la región fracturada que intenta surgir a merced del dolor, la violencia, el narcotráfico, los grupos armados, las disputas por el territorio. El día a día, en últimas, de la Colombia de hoy, que es la misma de hace unos años.
“El cuerpo de Carlos Garavito apareció baleado en un trapiche. En vez del atuendo de algodón que usaba desde niño, tenía puestos un bluyín, una camiseta con propaganda política y unas botas pantaneras dos tallas más grandes. Junto a su mano derecha, había un revólver. Cuando corrió la voz de que lo habían matado, Jacinto Daza salía del mercado y, contrariando las súplicas de Marlén, aprovechó el alboroto de las fiestas patronales para subir a la montaña pasada la medianoche. Caminó por más de doce horas y llegó en tan malas condiciones que solo los cuidados de la familia de Carlos pudieron devolverle la fuerza para el regreso desde Tumangueka. Allí habló con baquino y colonos; trató de atar cabos, pero no logró averiguar mucho. La gente tenía miedo”.
Así inicia Madre Sierra, que en relación con las otras obras de Fierro, de las que se tiene registro, “La música en mis ojos” y “Sofronín Martínez: el ángel de Pasacaballos”, tiene una fuerza especial. Es la segunda novela del autor, apenas, y puede que sea prematuro asegurar que con esta ya consigue un registro bastante destacable en el panorama de la literatura colombiana de hoy, pero igual es posible arrojarse, y necesario, también.
En esta novela, Juan Martín Fierro se suelta como narrador y les permite a los lectores asistir al encuentro de esta historia durísima en la que la pregunta por la redención última está incluso hasta en el aire que respiran sus personajes. Una verdadera pieza de calidad en la que todo, o casi todo, los escenarios, los tiempos, los personajes, las situaciones, tiene la medida exacta.
No todo en el libro es perfecto, sin embargo. El libro en sí no es perfecto, pero hay mérito de sobra para asegurar que se trata de una novela de gran factura que, seguramente, será tema de conversación durante un buen tiempo y, quizá, le permita a su autor pensarse la ficción como un camino serio, porque a Fierro lo hemos leído, sí, como periodista musical, pero su pluma en esta novela le sugiere quedarse aquí, perfeccionar, tirar los papeles por la ventana.
— ¿Cómo surge la idea central de esta novela? ¿Por qué es la montaña y no el riachuelo, por ejemplo?
— La idea surge de una caminata por la vertiente norte de la Sierra, en 2015. Siempre he sido animal de ciudad, pero esa primera caminata me cambió la vida, literalmente. Sentí que quería contar una historia. Siguieron más caminatas, lecturas, entrevistas y un largo y extenuante proceso de escritura.
— ¿Qué retos a nivel estílistico supuso la escritura de este libro?
— Todos, porque yo estaba desahuciado como escritor literario y me había concentrado más en el periodismo musical. El reto más grande fue narrar un entorno tan ajeno a mí, lo cual supuso un arduo trabajo de investigación, tanto en fuentes como en campo, para adentrarme lo más posible en el entorno natural, ancestral y espiritual de la Sierra. Después de publicar una novela en 1997, le debo a Madre Sierra haberme traído de vuelta a la literatura.
— De repente, es una pieza que le exige al lector entrar de lleno en el monte. Como periodista, ¿hizo trabajo de campo para obtener el insumo de este libro?
— Más que una exigencia, es una invitación. Mi deseo es que el lector sienta que está caminando por la Sierra junto a los personajes, admirando lo que ellos ven, sufriendo lo que les duele física y emocionalmente.
Para construir la historia y los personajes hice muchas entrevistas en diferentes puntos de la Sierra: hablé con indígenas, matronas, campesinos, policías, contrabandistas, jipis de aquí y de afuera; en fin, acudí al oficio periodístico para lograr esa inmersión tan difícil en un universo tan complejo como el de la Sierra. La mía es apenas una aproximación literaria a este territorio; pero ojalá vengan otras. La literatura colombiana sigue en deuda con la Sierra. Desde que José Arcadio Buendía desistió de regresar, luego de una travesía de 26 meses atravesándola, y decidió fundar Macondo, y desde que Bernardo Valderrama publicara una trilogía de novelas, entre ellas, El gran jaguar, muy poco se ha contado de ese mundo fascinante e inhóspito que es la Sierra Nevada de Santa Marta.
— El personaje de Marysa se funde con el ambiente de la novela. Puede decirse que se disputan el protagonismo. ¿Cuál es su origen?
— Es una muy buena pregunta que nos hicimos con Alonso Sánchez Baute antes de presentar la novela en Bogotá. Ambos concluimos que la gran protagonista de la historia es la Sierra, y que todo lo que le pasa a los personajes, incluyendo a Marysa, no es sino una excusa para contar literariamente la Sierra. Me gusta esa versión porque quería poner a la montaña en el centro, no como una locación o como un lugar de paso, sino como escenario y personaje principal.
— Esta no es una novela sobre el conflicto, sobre la violencia.
— No es una novela sobre un conflicto, pero sí tiene un trasfondo muy difícil para los habitantes de la vertiente norte de la Sierra como telón de fondo. El conflicto armado que se vivió en esa zona a comienzos de la década del 2000 es uno de los peores capítulos de desplazamiento forzado, violencia sexual y despojo de tierras en la historia del Caribe colombiano. Un episodio que dejó marcó muchas vidas. Ubiqué la acción en ese momento para dar más contundencia a la suerte de los personajes, pero también anhelando que tal grado de violencia jamás vuelva a repetirse.
— ¿De qué forma se tratan aquí conceptos como lo trascendente o lo insignificante? El conflicto de la novela sugiere algo más radicado en el fervor que en otra cosa.
— La acción física de caminar, algo tan elemental, que aprendemos de pequeños y automatizamos al creer, es una puerta siempre abierta al encuentro con la naturaleza. De hecho, todos los personajes de la novela están caminando constantemente por la montaña, cada uno en función de sus propósitos, de que pasen o no pasen cosas; pero caminar también es un merodeo constante hacia lo más profundo de nosotros mismos, un ejercicio de honestidad que amplifica el pensamiento y los sentidos, pues en la montaña todo adquiere una perspectiva diferente. Lo que nos parecía gravísimo e imposible de resolver, se vuelve insignificante ante la solemnidad de un amanecer mirando el nevado Gonawindúa, la cumbre litoral más alta del mundo, y de paso la cima más alta del país. Este libro me enseñó que caminar es como meditar.
—¿Morimos todos y vamos a parar a nuestra Madre Sierra?
— Sin duda. De ella venimos y a ella volvemos.
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