Como si lo “hubieran metido a la fuerza” de vuelta en el cuerpo de su madre, un potrillo a medio nacer asoma sus “patas traseras cubiertas de placenta”. Insuficiente, la presión del cuello uterino de la yegua no logra expulsarlo y, sin ayuda humana, “cabe la posibilidad de que, sofocada por el dolor, abandone el trabajo”.
Con esta dolorosa y claustrofóbica escena comienza Las mil maravillas, el nuevo libro del escritor y editor argentino Denis Fernández. Editada por Marciana, esta novela explora las partes más turbias y oscuras del campo y los pueblos aledaños para “llevar al gótico rural hasta su límite más siniestro”.
En Las mil maravillas, el misterio de los carnavales enmascarados coexiste con el de un gurú o profeta conocido como “El ídolo”, encargado de mediar entre el mundo de todos los días y el de Moloch, “una divinidad que no es ni Dios ni Demonio”.
Entre “cadáveres despedazados, restos irreconocibles que se instalan en los sueños con la contundencia de la podredumbre, muertas traídas por la corriente de un río”, como escribe Giovanna Rivero en la contratapa, Las mil maravillas logra iluminar la oscuridad, sin por ello arrebatarle el atraactivo misterioso de su opacidad. Ya lo dice Rivero: “Aquí hay también belleza, no solo la del paisaje y su minuciosa fauna de insectos certeros e invisibles, sino la de la noche oscura del alma”.
“Las mil maravillas” (fragmento)
EL CENTAURO
El potrillo no puede salir a la luz. La presión del cuello uterino de la yegua no logra expulsarlo. Solo se asoman las patas traseras cubiertas de placenta. El peón, por si acaso, tiene a mano la tintura de yodo.
Cuando la cría queda mal posicionada en el interior de la bolsa, es necesario ayudarla a salir. Si la yegua comienza el parto sin ayuda humana cabe la posibilidad de que, sofocada por el dolor, abandone el trabajo.
Si eso sucede, la cría muere adentro de la panza.
Entonces, cuando el peón ve que la yegua no puede sola, la ayuda a parir. A ver si juntos logran sacar al potrillo. Cubre sus manos con yodo y tira de las patas. La yegua puja, bufa al aire, anima a su hijo para que salga y respire el mismo aire que respira ella.
A unos metros, apoyado contra una columna de madera, Ramón observa la escena. Teme que se le quiebren los huesos al potrillo. Son demasiado frágiles esos huesos. Si se quiebran habría que descartarlo; chueco o quebrado no sirve para armar la caballada de Puras Sangres.
En el interior del establo, el aire está encapsulado.
Afuera, el sol quema todo lo que toca.
–¡Miriam! –grita de pronto Ramón, con la vista en dirección a la casona. Su grito suena agudo, hace eco.
A los pocos segundos aparece corriendo un chico de diez años. Es Matías, su hijo. Le avisa a su padre que Miriam se fue con la camioneta. No tiene idea dónde.
–Cargó dos bolsas a la caja y salió arando.
Después de un hondo silencio, Ramón le pide que traiga una palangana, la manguera y la tijera para el pasto.
Ante los relinchos de dolor, el peón deja de tirar de las patas del potrillo. La yegua se recuesta sobre la tierra, de lado, sobre su lomo, intentando recuperar fuerzas. Come pasto seco. Bufa. Las dos patas de la cría siguen asomadas como si la hubieran metido a la fuerza.
El peón se limpia las manos en un balde con agua y espera la orden de su patrón para seguir con el trabajo de parto. Ambos saben que tiene que nacer sí o sí. Este potrillo debe permanecer vivo, le dijo Ramón hace dos días mientras ambos, preocupados por el acontecimiento, observaban la salida del sol por detrás de las sierras.
Tiene que nacer, por el futuro de la raza. Ramón se preparó durante mucho tiempo para este momento. Es la cría de Belshazzar, el caballo más puro de su caballada. El que viene cuidando hace años.
Enseguida, Matías llega con los bártulos que le pidió su padre. Le brota sudor por las mejillas. Tiene granos en la cara. El pelo sucio y la ropa llena de barro.
El peón se acerca a la yegua con sigilo para no asustarla. Le acaricia la trompa. El animal comprende que debe volver a pujar; se levanta, entonces, y puja con todas sus fuerzas mientras el peón tira de las patas del potrillo. Aunque el líquido amniótico chorrea en la tierra, el cuerpo vuelve a trabarse en el cuello uterino.
El miedo a la tragedia tiñe las expresiones faciales de los que están ahí esperando.
Después de un rato, tras un tirón firme, el potrillo logra destrabarse. Lentamente van asomándose algunas partes del cuerpo: la cadera, el lomo, el cuello y la cabeza, hasta que cae sobre la paja envuelto en la placenta. Queda unido a su madre a través de un largo cordón que, con cuidado, el peón corta con la tijera y tira en la palangana.
Huele rancio, a bosta, a pasto húmedo, a fermento.
Con los párpados pegados, el potrillo intenta asimilar la luminosidad. Identifica olores, percibe sus extremidades con movimientos espásticos, da bufidos ahogados, casi sin sonido. Respira el aire que circula afuera de la panza.
Durante un instante en que el tiempo parece estirarse, la yegua evita el contacto con su cría; solo se limita a seguir el trayecto de sus movimientos desde lejos, y vuelve a tirarse. El peón le acerca un tacho con agua para que se hidrate. Le acaricia el lomo.
En el otro corral del establo, Belshazzar, a pesar de que su cría acaba de nacer, mira hacia el techo de chapa como si estuviera desentendido. Es marrón y blanco. Tiene pelaje fino y brillante, el cuello largo y esbelto lleno de músculo sólido; el pecho profundo, el ojival amplio.
Ramón se acerca, junta pasto seco del comedero y se lo da en la boca. Gracias por haber sembrado la semilla de la pureza, le dice en voz baja.
En el establo sigue oliendo a rancio, a bosta y fermento. El aire está encapsulado. Afuera, en la superficie del campo, el agua de los charcos comienza a evaporarse.
La estancia de Ramón se extiende a lo largo de ochocientas hectáreas; una llanura de tierra fértil, rodeada por un monte que desemboca en la primera sierra de una cordillera rocosa. Una sierra sencilla de escalar desde donde se puede observar el resto de la serranía con la inquietante impresión de formar parte de un desierto sin fronteras.
A pesar de sus más de cincuenta años, Ramón conserva el mismo esplendor de su juventud. Es alto, de huesos gruesos. Tiene piel trigueña, dura de tanto trabajar el campo. Sus manos son pesadas por manipular el lapacho, el hacha para el algarrobo, ajadas por pelar tanta caña. Tiene las palmas curtidas, los dedos largos como biromes, uñas puntiagudas que parecen garras.
Sus ojos, negros y opacos, se asoman por un agujero hondo debajo de la frente. Mirarlo fijamente –posar los ojos sobre los suyos– puede generar una sofocante sensación de pavor, como si detrás de sus iris se abriera un portal de misteriosa dimensión.
Además de trabajar y cuidar el campo, Ramón tiene el poder de la curación: aprendió a tratar el mal de ojo, la culebrilla, la pata de cabra, el empacho. Enfermedades populares que solo los curanderos –conocedores de una sabiduría ancestral– son capaces de contener. La habilidad de sanar el padecimiento de los enfermos.
Todo eso lo aprendió de su padre adoptivo, un fiel creyente. Ramón también lo es. Su fe está puesta en Moloch, una divinidad que no es ni Dios ni Demonio; una entidad bloqueada entre ambos mundos que necesita ser liberada. Ramón es –como él asegura– el profeta encargado de armonizar esos dos mundos. Es quien intenta liberarlo.
“No soy yo, sino tu fe, lo que te ha curado”, reza la frase tallada en el altar: un sagrario de metro y medio hecho con bronce y detalles en oro blanco, ubicado delante de una columna al lado del establo: un humano con cabeza de becerro y corona sentado en un trono, con los brazos extendidos y las palmas orientadas al cielo, a la espera de que sus fieles depositen allí los sacrificios.
Todos los días, Ramón lo convoca. Es parte de su cotidianeidad. Al amanecer y cada noche antes de dormir reza frente al altar. Lo mismo hace su hijo; y Miriam –la criada–; y Horacio –el peón.
A la cabeza de ternero también le rezan los fieles que llegan a la estancia, los que van a curar sus males, los que acercan ofrendas para alimentar a la boca que espera agazapada; devotos que buscan darle algún tipo de gratitud.
A Ramón, los fieles lo llaman El ídolo. Los caseros de otras estancias lo adoran. Los pueblerinos lo veneran. Habitantes de pueblos aledaños lo honran con ofrendas caseras. Le rinden tributo. Lo respetan. Bajan la mirada cuando él los mira con sus ojos negrísimos.
Le temen, todos le temen: saben que, en cualquier instante, puede aplastarlos con sus manos. Es que a los líderes se les tiene miedo, eso lo saben los que veneran. Y Ramón es un líder nato. Pero –como todo líder–, además de tener el don de la curación, también posee el don de corromper espíritus.
“El origen está en lo divino. Las corrientes energéticas se ordenan y se regulan a través de mí”, canta como un mantra en las ceremonias que consuma junto a sus fieles alrededor del fuego, con los ojos cerrados y los brazos en alto, bajo el clamor y el choque de carnes y huesos.
“El horror se encuentra en todos los rincones de ese pueblo maldito”, cuentan los que alguna vez pisaron esta tierra. “Y el alcance de ese horror, inevitablemente, es muy difícil de calcular”.
Quién es Denis Fernández
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1986.
♦ Es escritor y, además, dirige la editorial Marciana.
♦ Escribió el poemario Tucson, Arizona, el volumen de cuentos Monstruos geométricos, y las novelas Cero gauss y Especie salvaje.
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