En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos autores y autoras cuentan el detrás de escena de los libros que acaban de publicar. Por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, cómo organizaron su trabajo, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura, qué sensaciones hubo a medida que ese proceso ocurría o qué objetivo se propusieron.
Esta vez, quien cuenta en primera persona su experiencia de escritura es la argentina Silvia López, que es psicoanalista y docente, y también es novelista, y que publicó el libro Suite presidencial. En las páginas de su obra, López imagina un rincón de Tierra del Fuego en el que se monta una clínica destinada a la práctica (ilegal pero normalizada allí) de la eutanasia. Un lugar al que Nena, su protagonista, llegará como profesional de la salud y en el que descubrirá un mundo que le parece libre y que la hace redescubrirse.
El texto destinado escrito por López para publicar en Infobae Leamos no escapa a la literatura. Allí está el puntapie de su novela, que terminó siendo sobre humanos pero que, en lo más íntimo de la vida de la escritora detrás del texto, empezó alrededor de un perro.
El acompañamiento de ese perro en sus últimos días, la decisión de que ya no puede vivir así y el dolor -y el duelo- posterior a su muerte fueron las imágenes y los estados de ánimo que llevaron a López a ponerse a escribir una novela que la sacara de esos días confusos. El resultado fue Suite presidencial.
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Cómo escribí “Suite presidencial”
La caja de medicamentos sobre la mesa. Nuevo envase hermético, dice la etiqueta. Le pido al perro que abra la boca, lo engaño con una cucharada de queso crema, segura de que la píldora lo va a curar. Es un tratamiento, durará un tiempo, me digo. La veterinaria le detectó un soplo. Suena a viento y huracanes.
Me siento en la cucha del perro viejo, lo abrazo y respiro con cuidado el mismo aire. Eran las cinco de la tarde de un sábado radiante con el cielo de color rosado que a veces vemos en el verano de Buenos Aires y más que un cielo azul y rosa parece una pausa acordada para el deslumbramiento colectivo. Impresionante, ¿no?, le digo. El perro levanta la cabeza y lo observa.
No es del todo animal, no se asusta con los fuegos artificiales a fin de año, no come lo que cae fuera del plato, huele las flores, cuando salimos a pasear se detiene ante la puerta y me deja pasar primero. Fue príncipe y reencarnó en perro, pensé cuando lo conocí. Me acompaña cuando escribo, leo una página en voz alta y él inclina la cabeza, camina a mi lado cuando me desplazo por la casa revisando un capítulo.
Anda lento últimamente. Dieciséis años es su vida entera. Me conmueven los perros, son como hijos sin que tengamos que asumir demasiadas obligaciones. Podés ir de viaje y cuando regresás se ponen contentos de verte. No reprochan, no juzgan, no van a la escuela y por lo tanto no estás obligada a formar parte del chat de mamis. Deberían vivir cien años los perros.
Pero no pasaron cien días desde que le detectaron el soplo y se mueve apenas. Dicen que así no puede seguir. No sé cómo enfrentarlo. Salimos a la calle y miramos los dos hacia arriba. Será que es verdad que todos los perros van al cielo, hoy es como de terciopelo. No podría relatar el trayecto, no sé si estuve ahí o era solo una parte mía dividida y errática la que caminaba por la calle Matienzo hacia la veterinaria.
Lo acaricio para despedirme. Gracias por todo, le digo. ¿Eutanasia? ¿Sacrificio? ¿Cómo se llama esto que en los perros se aplica sin más? No hay coherencia en este acto, estoy de acuerdo y en total desacuerdo. Sé que dentro de un rato el cielo parecerá un decorado.
A la mañana siguiente el escritorio es un desierto, paso un tiempo sin rumbo hasta que lo encuentro y comienzo a escribir esta novela. Sale una de pasiones en un pueblo donde vivir deja de ser obligatorio para los que ya no lo desean y, en este sentido, es el reino de la libertad. No se tratará del perro, pero nació, como diría Lorca, con toda su ausencia a cuestas.
“Suite presidencial” (fragmento)
Para alguien como yo, exiliada de la felicidad, solitaria, prudente, sin tendencia a la vida social, el trabajo en la clínica parecía hecho a medida. El director se dio cuenta en la primera entrevista. Nunca olvidé nuestro primer encuentro. Si cierro los ojos y me parece estar de nuevo en su oficina. Lancy me espera detrás del escritorio, impecable traje azul, corbata celeste, gemelos de plata, la mano apoyada en el mentón. Hace preguntas y no me cuesta responder ninguna.
Me comporto como si hubiese estudiado de memoria un manual de instrucciones. Sé con exactitud lo que está buscando. En cada respuesta utilizo mis mejores recursos y argumentos. Los nervios no me traicionan, trasmito esa especie de suficiencia que da la certidumbre de saber el verdadero propósito del entrevistador. Lo escucho, adivino en cada uno de sus gestos lo que no puede decir, lo innombrable. Pasan los minutos, su objetivo es convencerme, limar cualquier arista de reproche o denuncia. De pronto, se me ocurre un atajo, lo miro a los ojos, le digo que la prolongación artificial de la vida es algo inadmisible.
Nunca más pude desprenderme de aquella afirmación. Me sentí capaz de practicar la eutanasia sin proyectar nada sombrío ni transformarme en alguien temible. Después de escuchar mis frases con atención, Lancy me invitó a recorrer la clínica, la sala oval y sus esculturas, la suntuosa escalera de mármol, el ascensor transparente, las suites deslumbrantes y sus respectivos balcones.
En el trayecto, habló de un suero eficaz, probado en Suiza. No hice preguntas. Ni siquiera acerca de lo que me parecía más inquietante: el encierro, los guardias, la idea de vivir en un pueblo vigilado. Sin proponérmelo, comencé a hablar del curso de la vida como si lo conociera de memoria, como si mis treinta y siete fueran solo el aspecto oficial y visible de una vida milenaria. El puesto tenía que ser mío.
No era un capricho, era una determinación. Y si más tarde, sentada frente a la chimenea, mirando el fuego y los leños consumirse, me daba el lujo de decir que aquel acto había sido un error enorme, iba a estar preparada para perdonármelo.
Lancy parecía haberse perdonado, en aquella visita guiada, dijo que a su clínica llegaban ancianos cansados de vivir situaciones degradantes, gente que se negaba a terminar sus días en un cuartucho con el aire impregnado de morfina. Cuando terminó de recitar frases conmovedoras, se aflojó el nudo de la corbata y empezó a hablar en voz muy baja, como si quisiera ocupar menos lugar:
—Supongo que usted conoce esta clase de problemas a través de la enfermedad de su padre.
—Por supuesto —contesté.
—En cuanto al suicidio asistido, para eso no hay edad.
—Por supuesto —repetí.
Formar parte de la Riviere implicaba firmar un acuerdo de confidencialidad. El escribano iba a explicarme los detalles.
Regresamos a la formalidad de su escritorio y acordamos un nuevo encuentro para la mañana siguiente. Mientras caminábamos hacia la puerta de la oficina, miré la franja finita de luz que la cortaba en dos, Lancy empujaría el panel derecho y yo el izquierdo. Aparecimos nuevamente en la sala oval. Sobre el suelo de mármol, sentí algo que mi razonamiento no podía abarcar, creí encontrarme ante una fórmula matemática, una de esas ecuaciones sin resolución que permanecen suspendidas durante cientos de años hasta que alguien las despeja.
No consigo olvidar la sensación de extrañamiento que tuve al finalizar la entrevista, cuando empecé a entender el alcance de mis obligaciones. Era como si todos los seres agotados de vivir y todos los condenados del mundo se pusieran en fila ante mí.
Quién es Silvia López
♦ Nació en Argentina y es doctora en Psicología Clínica.
♦ Además de su trabajo como psicoanalista y docente, se dedicó a la escritura de ficción.
♦ Entre sus libros se cuentan El cerco rojo de la luna, Cálculo y presentimiento y Suite presidencial.