Annie Ernaux (1940) entiende su escritura como quien blande con minucia la acción de un cuchillo, como una manera de ajustar cuentas y hacer que la literatura nombre con precisión inefable y cortante lo real inmediato y su contraparte social. Su literatura es obra pues de un escalpelo acorde a los modos en que una observación descarnada del propio yo alterna con el análisis de vidas olvidadas que nadie parece observar ni asistir.
Si bien su literatura parte, a comienzos de su carrera, por textos de ficción, su obra última revisita más abiertamente su propia vida, a la vez que focaliza en “registros de vida”, como quien arma un archivo de “estallidos de realidad” propios en consonancia con otras detonaciones de realidad en el vasto campo de las denominadas “vidas mudas”.
Ocho años después del Premio Nobel (Nobelprisen) entregado a Patrick Modiano, Ernaux recibió ayer la alta distinción de la Academia Sueca volviendo a instalar la literatura de Francia en el podio de las literaturas más premiadas. Si luego de la muerte de Sartre se pensaba que las letras del Hexágono saldrían de la égida de las preocupaciones contemporáneas, los nombres de Michon y de Houellebecq (en la lista segura de los candidatos al Nobel) y esta premiación a Ernaux, vuelven a colocar en la palestra a una literatura fértil y llena de talentos acorde a su tradición y a su más actual modernidad.
Annie Ernaux es la escritora que acciona sobre una doble valencia: cómo registrar el acontecimiento de lo real y, a la vez, como volver esa escritura un acontecimiento; en ese doble juego de registro e imantación de hechos a través de la literatura, sucesos y personas salidos de lo real vuelven inigualable su proyecto representacional, ya sea “narrando” el duelo de una madre, un aborto o bien la meditada auscultación de la vida de los “nadies”.
Ernaux produce literatura y, a su vez, reflexiona sobre los medios y los límites del lenguaje en la apropiación de lo real circundante: “En el metro, un muchacho y una chica se hablan con violencia y se acarician alternativamente como si no hubiese nadie alrededor de ellos. Pero es falso: de vez en cuando levantan la vista y miran a los demás pasajeros de modo desafiante. Impresión terrible. Yo me digo a mí misma que la literatura es eso para mí”.
Ernaux es la cronista que, como un juez que analiza con rigor y sequedad soberanas, intenta captar lo infinitesimal de lo cotidiano, operando sobre el círculo de lo más íntimo y, en lo social, en el espacio liminar que es la periferia urbana como topos ejemplar de múltiples turbulencias existenciales.
Cada gesto recuperado para la memoria y, en su galvanización escrituraria, los modos parcos de Ernaux, como si de una escritora púdica se tratase, consiste en rechazar la gran Historia y rescatar el día a día perdido y poco recuperado: Ernaux fusiona, en un proyecto literario de vasto alcance, la notación de su propio yo y del conjunto de muchos yo desgranados, solitarios y marginados en el complejo ensamblado de lo social.
La literatura de Ernaux viene a llenar un blanco al confundirse con una humanidad que, sin nombre, ni carnadura de personaje ni psicologismos, nace de la captación de la realidad: heredera de Flaubert, quien sostenía que todo objeto visto más de cinco minutos es motivo de atención, Ernaux es la garante de una literatura que, tildada de testimonial y de documental (o propia de un neonaturalismo), desde principios del milenio, ha obtenido un interés creciente poniendo a la luz en particular un feminismo sin alharacas.
En ese feminismo de rescate de mujeres anónimas y en el que Ernaux se manifiesta como quien vuelve reversible su propia existencia mujeril en el seno de muchas otras vidas, hay una interrogación a lo real que anuda siempre lo individual a un destino social. Ernaux le reconoce en esa brecha a Simone de Beauvoir una deuda existencial: el deseo de escribir (“el duro deseo de escribir”), poniendo el foco en la condición y en la subjetividad femeninas, pero con la convicción acaso más firme de que el origen social (sintiéndose a sí misma como una “tránsfuga” de clase) es más condicionante que la individuación sexuada.
El trabajo literario más llamativo de la autora de El acontecimiento no parece ser tanto lo que registra, sino las adecuaciones (“la escritura es un rito de transustanciación”) que ejerce sobre esa voz que da cuenta de lo que ve y testimonia. Esa ironía, mezcla de distancia y decoro, con que el tono seco y sagazmente imparcial que emprende en sus libros, vuelve, gran parte de su producción, un conjunto disperso de “autobiografías quirúrgicas” en los que encarna un ideal imposible de objetividad que vuelve ejemplar sus modos de representación.
Ernaux, de fuerte formación católica en su infancia, sostiene que su trabajo es volver “cuerpo glorioso” todo lo narrado; se trata de una metáfora que implica poner a resguardo un “cuerpo” ya despojado de la materia y vuelto escritura como una forma de preservación y memoria. Ernaux escribe por fragmentos que enlaza con blancos que son interrogaciones a la existencia misma de esa representación y a una tarea que emprende una interpelación severa al arte de la escritura y sus límites.
Su obra jalonada de premios internacionales que van del Renaudot al Goncourt y del Mauriac al Formentor (que ganaron Borges y Beckett), comprende un interés que ha sido tildado de etnográfico (como perspectiva y como método), al incluir un examinación sigilosa y comprometida que, de lo personal, abarca lo familiar y se expande a la esfera de lo público.
Así supo Ernaux emprender, para nombrar sólo los libros traducidos al español de su bibliografía, la rememoración ficcional de la infancia (Los armarios vacíos), la pregnancia tutelar de una madre (Una mujer), la indagación sobre el padre (El lugar y La vergüenza), los años matrimoniales (La mujer helada), la relación sentimental secreta con un amante a modo de crudo diario (Perderse), la innegable singularidad del sexo al que asemeja con la escritura (Pura pasión), la enfermedad de los celos (La ocupación), su propia experiencia del aborto (El acontecimiento), las dolencias de su progenitora (No he salido de mi noche), el paso de los años (Los años), su cáncer de mama (El uso de la noche), las especularidades de la memoria (La otra hija), el recuerdo lacerante de la primera noche con un hombre (Memoria de chica), y, en una membrana entre lo íntimo y lo comunitario, las anotaciones sobre su vida y sobre nuestra contemporaneidad en los deslumbrantes Diario de afuera y La vida interior, publicados en díptico en edición argentina por Milena Caserola y traducidos por Sol Gil, gran especialista argentina de la obra toda de la escritora francesa nacida en Ivetot, en plena Normandía.
A partir de este Nobel, la dimensión política y social de Annie Ernaux queda finalmente al descubierto para el gran público en tanto que escritura de una subjetividad femenina comprometida desde una memoria personal enlazada a nuestra “historia colectiva”.
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