En esto –que pretendo que no sea una necrológica– trataré de evitar centrarme en la tristeza que me produjo este jueves la noticia de la muerte de Noé Jitrik y referirme, en cambio, a qué fue para mí Noé vivo. Y muy vivo y lúcido y activo a sus 94, como lo ratificaba cada una de sus contratapas en Página/12 o el hecho de que su ACV lo sorprendiera en Colombia, adonde había ido a dictar conferencias.
Siempre admiré a los oradores –profesores, por lo general– capaces de un discurso sin fisuras, sin digresiones innecesarias, que no empleaban muletillas y que, en sus exposiciones, me iban aclarando panoramas como si descorrieran telones sobre lo que explicaban. Me sucedió especialmente con tres de ellos: con Tulio Halperín Donghi, a quien tuve como docente en Historia Social General, en 1966, en un curso para graduados de la Facultad de Sociología, abruptamente interrumpido por la intervención a la Universidad de Buenos Aires y la Noche de los Bastones Largos; con el uruguayo Ángel Rama, que me enseñó todo lo que llegué a saber sobre literatura latinoamericana, y con Noé Jitrik, a quien nunca tuve como profesor, pero al que escuché en cantidad de conferencias y charlas.
Facilidad de palabra, puede ser, pero sobre todo, claridad en las ideas: Noé hablaba como si estuviera recitando algo muy sabido por él que develaba a sus oyentes.
Tuve el orgullo de publicar en Ediciones de la Flor dos de sus libros, muy disímiles entre sí: el ensayo histórico-filosófico El símbolo de la cruz en los Diarios de Colón y uno de poemas, Comer y comer. De la tramitación previa a la publicación de esos libros y lo que siguió a su aparición derivó una relación amistosa, no íntima, que nutrió mi admiración por él y por su mujer, la excelente narradora Tununa Mercado, a quien nunca opacó.
Nadie sabe qué pasa en el interior de una pareja, pero ellos parecían el ejemplo de dos personas bien avenidas que se complementaban en todo. Los frecuenté en su departamento de la calle Viamonte, en Buenos Aires, y también en el que tuvieron durante su exilio, en la Ciudad de México. En este último recuerdo un diálogo trivial durante un almuerzo al que me invitaron, que versaba acerca de la temperatura a la que hervía el agua a la altura de esa ciudad y la necesidad de que el arroz se cocinara mucho más tiempo que en la llanura.
Poeta, novelista, crítico, autor de una insuperable Historia crítica de la literatura argentina, nada de eso lo alejó del rol de intelectual orgánico –como lo definía Gramsci–, comprometido con su tiempo y con el pueblo que le había dado origen. Esa coherencia lo llevó al exilio, en donde prodigó sus conocimientos en sus clases en el Colegio de México y muchas otras instituciones.
Militante no partidista hasta su último aliento, sus contratapas en el diario que ya mencioné (siempre eruditas, nunca farragosas) aludían con ironía y actitud crítica a la realidad nacional de cada momento.
Ante ciertas desapariciones, es usual mencionar que “dejan un lugar imposible de llenar”. En este caso, es rigurosamente cierto.
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