“Mi casa está continuamente llena de gentes de todas clases a ver tu retrato, unos lloran, otros ríen, y otros te colman de bendiciones; y todos te desean como único remedio a tantos males que nos afligen”, le escribía María Antonia Bolívar a su hermano Simón en 1826. María Antonia se refería al retrato que Bolívar había encargado ese año a José Gil de Castro y que, anticipando su llegada, mandó a colgar en la casa de su hermana en Caracas, con las persianas estratégicamente abiertas, para peregrinaje y admiración de toda la ciudad.
Los retratos que conforman la galería de héroes latinoamericanos tienen una doble dimensión de arte y documento: de eso se trata el libro de Laura Malosetti Costa, Retratos públicos. Pintura y fotografía en la construcción de imágenes heroicas en América Latina desde el siglo XIX (Fondo de Cultura Económica, 2022). Con claridad y erudición, la autora analiza la producción, la recepción y la persistencia de algunas imágenes, para desentrañar las razones por las cuales se instalaron en el imaginario colectivo.
Los retratos eran piezas fundamentales en las campañas militares: operaban como dispositivos políticos que reemplazaban los retratos de reyes y virreyes. Junto con las banderas, los escudos y las escarapelas se constituyeron en los símbolos de las nuevas repúblicas. Los héroes les daban rostro a las flamantes naciones, construyendo novedosos sentidos de pertenencia y actuando como soporte de la memoria afectiva. En el proceso de consolidación de los Estados nacionales, estas imágenes se reprodujeron ad infinitum en monedas y billetes, y en estampillas, medallas, manuales escolares y oficinas públicas, generando un panteón de héroes cuyos atributos morales eran el ejemplo por seguir y la razón de ser.
Pero no todos los retratos sortearon la prueba del tiempo. Malosetti investiga el contexto de producción, la sintonía con ciertas sensibilidades oficiales, la supervivencia al cambio del gusto, y el papel de los artistas y de los museos en la circulación de las imágenes, pero les otorga una autonomía sutil para explicar su pregnancia definitiva.
El caso de Miranda en la Carraca (1896) es quizás el más emblemático. Pintado por Arturo Michelena, es un retrato de Francisco de Miranda (1750-1816), precursor de la independencia de Venezuela y mentor de Bolívar y San Martín. Miranda murió estando preso en Cádiz, y es allí en donde lo sitúa el pintor, en un calabozo miserable con grilletes colgando de los muros, posando en un catre “como una moderna Madame Recamier masculina”. El rostro no sigue la iconografía previa: es el de Eduardo Blanco, amigo del artista. Miranda no aparece como héroe, sino como víctima. Sin embargo, el retrato capturó la imaginación de su tiempo, y se convirtió en una sensación inmediata: salió en la tapa de todos los diarios, se exhibió públicamente de día y de noche, fue comprado al instante por el Estado venezolano, se copió en menor tamaño y en varios soportes. Malosetti contextualiza esta exaltación colectiva dentro de un cambio de sensibilidad, en donde “la era de las posturas heroicas dejaba paso al melodrama”.
El retrato de Miranda fue pintado 80 años después de su muerte; muy distinto es el caso del retrato “de la bandera” de José de San Martín que todos conocemos y que asociamos a las aulas de nuestra infancia y a la revista Billiken.
En los tres años que pasó en Chile, San Martín posó para Gil de Castro, que había llegado a Chile en campaña de retratos en busca de legitimación como artista. Sabemos que su imagen presidía los actos cuando él estaba ausente. Estos retratos entraron al Museo Histórico Nacional y son los preferidos en el ámbito militar. Pero la historiografía argentina los ignoró por anticuados. En su lugar entronizó el retrato alegórico “de la bandera”, que fue pintado a partir de un retrato realizado en Bruselas por Jean Baptiste Madou cuando San Martín ya había partido al exilio.
El autor permanece anónimo y, aunque la familia siempre lo atribuyó a una maestra de dibujo de su hija, no se descarta que haya sido la misma Mercedes quien envolvió al héroe en la bandera argentina, ajustando la iconografía de la independencia a una estética más moderna, más romántica, más afín a los retratos napoleónicos. San Martín lo prefería, y lo había colgado en Boulogne Sur Mer. Su nieta lo donó al Museo Histórico Nacional junto con el resto de su dormitorio y un croquis para que la distribución de los objetos reprodujera el ambiente original. De este modo, el héroe y sus descendientes administraron la posteridad.
Otro derrotero interesante es el de Artigas en el puente de la Ciudadela, de Juan Manuel Blanes (1830-1901). Desconocido hasta 1908, cuando las obras que habían quedado en el taller del artista en Italia llegaron a Uruguay, la que se consideró una “invención” de Blanes es hoy la imagen que prevalece del héroe oriental. Para realizarla el pintor ignoró la única imagen considerada verdadera: un retrato de Artigas en el exilio paraguayo realizada por Alfred Demersay, quien lo consideraba un tirano sanguinario y lo había retratado en la vejez.
Blanes planteó una fisonomía acorde a las ideas que quería expresar, representando a Artigas como un héroe moderno, de expresión severa, vestido con uniforme simple y poncho, con el sol del amanecer sobre su cabeza y parado sobre el puente levadizo de la ciudad de Montevideo que ya nunca volvería a cerrarse.
El pintor nunca consideró la obra por terminada ni la dio a conocer; quizás imaginó el debate encarnizado que terminaría provocando. Pero el poder de la imagen terminó imponiéndose y, para las celebraciones del Centenario de Artigas en 1950 ya se había convertido, de modo indisputable, en “un lugar de memoria”.
Malosetti Costa dedica varias páginas a los retratos de Belgrano y a la vida y la iconografía de Juana Azurduy. Su análisis de “la inclasificable” es muy agudo: la figura simbólica del héroe militar no admitió versión femenina, por lo que la representación de Juana osciló entre el retrato de mujer vieja con pecho plano y charreteras y el de la amazona elegante que monta a la inglesa; o una Marianne del siglo XIX, modelo de la muy reciente escultura monumental de Andrés Zerneri (2015), una nueva versión de La libertad guía al pueblo de Delacroix.
Es también fascinante la historia del retrato de la chilena Javiera Carrera, custodiando la memoria del hermano muerto en un daguerrotipo de composición excepcional: posó, viuda y vieja, sosteniendo un retrato miniado de su hermano, fusilado 30 años antes, en una escena a la que bien le cabe la famosa frase “ni olvido ni perdón”.
Precisamente con la aparición de la fotografía Malosetti Costa cierra el libro, analizando vida y retratos del dandy Lucio V. Mansilla para luego sobrevolar sobre dos íconos del siglo XX: Evita y el Che. Pintura o fotografía, Malosetti se toma la banalización de las obras de arte con mucho respeto, y las incorpora como documentos históricos de alto voltaje por su poder de conmover, de persuadir, de educar la sensibilidad, y de viajar en el tiempo.
SEGUIR LEYENDO