El sueño de la vaca y el tatuador de camellos es una novela, sí, en el sentido convencional del término. Uno abre las páginas del libro y enseguida hay prosa y situación: “Era invierno, y una tarde sin sol había caído una neblina espesa, estaba oscuro y hacía mucho frío en el pueblo donde se había detenido el circo”.
Bien, ahí tenemos todo, o si no todo, al menos el principio. Aunque pensándolo mejor, y siendo coherente y rindiéndole tributo también al espíritu que empuja la escritura de Ezequiel Alemián, ¿no está el todo ya contenido en el principio? ¿Por qué el todo (la novela en este caso) es más importante que un principio, que la prosa, que la transformación que experimentamos en el tiempo de la duración de la lectura?
El sueño de la vaca y el tatuador de camellos es una novela, sí, aunque también es una idea sobre la novela y un desmontaje mismo de las ideas convencionales acerca de la novela. Hay un personaje principal, Notre Dame, de familia circense, que sueña una ambiciosa obra que un grupo de teatreros decide montar en un pueblo de la costa.
Hasta ahí la historia, a la que se irán insertando retazos de narración, curvas en el meandro del río del relato que irán abriendo nuevos paisajes e introduciendo personajes desopilantes. Desopilantes y tristes, al mismo tiempo, aunque lleve tiempo darse cuenta si son desopilantes porque son tristes, o si son tristes porque son desopilantes.
La novela hace posible que nos preguntemos si esa reflexión no cabe también para la vida. No “la vida” en general sino la vida en particular: nuestra vida. Y eso es posible por la misma prosa de Ezequiel, por su búsqueda, por el nervio absurdo al que está sujeto la novela y del que no se suelta aún cuando hayamos terminado la lectura.
Escribo, de hecho, este comentario, de memoria, después de haber repasado algunas páginas sueltas. Porque confío en la pregnancia que tuvo mi lectura de la novela de Ezequiel: el sabor amargo que me quedó después de terminar. Una sensación de pesimismo inmediata que no supe entender hasta días después, y que tienen que ver con su estilo, con su forma de escribir, de afirmar pero también de desafirmar. Podría ser una novela sobre el poder de la afirmación. Auinque también podría ser una novela sobre el poder de la duda.
Anoté, sí, algunas cosas mientras iba leyendo. Cosas que me interpelaron directamente como persona y que pocas veces se encuentran formuladas de manera tan sintética en prosa. Reflexiones en tercera persona que en realidad están hechas para decírselas a uno mismo. Esta por ejemplo: “Probablemente a Notre Dame le faltó ambición para ser un verdadero dramaturgo, ambición que le hubiese permitido dar un salto cada vez que se topó con una dificultad; ambición de hacer de esa dificultad un punto de apoyo para seguir”.
Y aunque haya momentos de más transparencia, como el de recién, Ezequiel se encarga de opacarlos enseguida: cuando nos encariñamos con un personaje, el personaje desaparece de repente y no vuelve más. Cuando habitamos una situación y queremos quedarnos ahí como lectores, la situación se enturbia. No hay vacaciones en la literatura, parece querer decirnos. No hay entretenimiento. Hay pensamiento, lucha, disociación, inconformismo.
En esta literatura sin concesiones, el lugar del lector es incómodo porque hay que trabajar mucho. No contra el escritor ni contra la novela, sino contra los propios modos de leer, contra la asumida y normada percepción de las cosas y de la literatura en particular. Quien haya leído agunos de los otros libros de Ezequiel, poesía o narrativa (mis favoritos son El Talibán y Me gustaría ser un animal) sabe de lo que hablo. Quien no los haya leído, vaya a buscarlos urgente. Uno sale distinto de ahí.
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