“El grito” es una narración distinta de la crisis de 2001 que reconstruye la explosión a través de sus esquirlas

Reeditada después de años de estar agotada, esta novela de Florencia Abbate parte de los disturbios de diciembre de 2001 que, en Argentina, terminaron con casi 40 muertos y la renuncia del entonces presidente Fernando de la Rúa.

Conocidos como "Cacerolazo" o "Argentinazo", los disturbios de diciembre de 2001 son la crisis social, política y económica más importante de las últimas décadas en Argentina.

El día de su cumpleaños número 30, un hombre se levanta decidido a cambiar su vida. “Mente sana en un cuerpo sano”, se repite plásticamente a sí mismo como mantra antes de arrancar su nueva década en el gimnasio. Pero, de camino, empieza a notar que algo no anda bien. Su renovado entusiasmo contrasta sobremanera con las escenas que, sin explicación alguna para él, presencia en la calle. Y es que, aunque no se enteró, la noche anterior el Gobierno argentino decretó estado de sitio ante una de las crisis sociales, políticas y económicas más graves de las que se tenga memoria en el país. Estamos, claro, en diciembre de 2001.

Así arranca El grito, de la escritora y periodista argentina Florencia Abbate, uno de los tantos libros que narran la crisis de 2001, conocida como “Cacerolazo” o “Argentinazo” que, con el lema de “¡Que se vayan todos!”, terminó con la renuncia del entonces presidente Fernando de la Rúa y un total de casi 40 muertos. Pero esta novela de 2004, agotada hasta la reciente reedición de La pollera, dista del tono solemne y declamatorio de denuncia usual de estos libros para abordar esta problemática con un pie en la poesía y el otro, por qué no, en el humor.

“Alrededor de mis pies vi cascotes y pedazos de vidrio, y en la esquina de Roque Sáenz Peña vi dos oficiales a caballo que escoltaban a otro policía que, a pie y con una itaka en la mano, iba arrastrando a un chico sin remera cual si fuera una especie de saco de papas. Mientras cruzaba Avenida de Mayo, vi un teléfono público incendiado y un grupito de pibes que avanzaban gritando “¡Que se vayan!”. Sobre Piedras e Yrigoyen, a metros del gimnasio, vi a una señora que, sentada en el cordón de la vereda, sacaba cacerolas de una bolsa. Por delante de ella pasó una chica que corría con limones en la mano, y un instante después un flaco en moto, a velocidad de rayo, envuelto en una bandera argentina”, escribe Abbate.

En El grito, Abbate alumbra otra faceta de un hecho por lo demás harto tratado en la literatura argentina. A partir de cuatro historias en principio inconexas, la autora logra crear un retrato hecho de retazos, como si quisiera reconstruir una explosión -con sus causas y consecuencias- a través de sus esquirlas.

“El grito” (fragmento)

florencia abbate

Miré la hora y me sentí un tanto idiota por haber estado tanto tiempo recordando cosas que no me hacen bien, justo el día de mi cumpleaños de treinta. No permitiré que nadie diga que cumplir treinta años es hermoso. Todo amenaza con la ruina. Pero me dije que tenía que pensar que había entrado en otra etapa de mi vida, y que toda mi historia de fracasos era parte de la década que quedaba atrás, y no iba a reeditarse. Debería tener la valentía de empezar a pensarme como una persona nueva, más responsable, más sana, más plena, me dije mientras apagaba la luz del living y me encaminaba hacia el cuarto.

Eran cerca de las nueve cuando me metí en la cama. Apoyé la cabeza en la almohada y me puse a imaginar los cambios que iba a encarar, y se ve que me abrumaron un poco porque me quedé frito. Fue por ese motivo que no llegué a oír las caravanas de gente que esa noche se movilizó a la Plaza, ni me enteré tampoco por la tele que a la tarde se había decretado el estado de sitio. Jamás hubiera podido suponer lo que me depararía el nuevo día. Y por eso estaba tan entusiasmado a la mañana siguiente, cuando me levanté, lleno de energía, y repitiéndome la célebre frase “mente sana en cuerpo sano”, me propuse estrenar la treintena yendo a hacer gimnasia.

El volante lo había recibido por debajo de la puerta hace un par de semanas. En aquel momento no le di la menor importancia. El deporte nunca fue mi fuerte; todas mis incursiones en distintas actividades físicas resultaron breves, supongo que por esa tendencia mía a la inconstancia. Lo curioso fue que aquella mañana, al ver ese papel que, debido a mi pereza, se había salvado de ir a parar a la basura, decidí leerlo. Y me sentía tan bien y tan dispuesto a empezar a combatir mis viejos defectos, que sucumbí de inmediato al hechizo de esa publicidad, algo inusual, que decía: “Día a día vamos tomando conciencia de que los auténticos cambios son los que se producen desde nuestro interior y nos hacen sentir bien con nosotros mismos. A veces esos cambios se ven reflejados en la búsqueda de hacer más sólidos y fuertes nuestros músculos, lo cual puede ser una forma no sólo de contribuir a la salud, sino también de establecer nuevos vínculos en esta gran urbe. Le pedimos que guarde la presente y, agradeciéndole que la haya leído, lo invitamos a acercarse a Nadja, el único gimnasio en la zona con vista panorámica”.

Metí una toalla en la mochila, miré el walkman sobre la mesa y pensé en llevarlo. Desistí porque me pareció de pronto un objeto adolescente, cómplice de mi enfermizo gusto por el aislamiento. Estaba a punto de salir cuando oí la voz de la empleada en el contestador. Me llamaba “Señor Federico” y me avisaba que no iba a venir a limpiar; las razones parecían ser obvias porque no las aclaraba. Llegó a hacer alusión a “los líos” y a “la realidad”, y ahí se le deben haber acabado las monedas, ya que oí que se cortaba justo antes de que Delicia pudiese completar su frase.

La crisis de 2001 culminó con casi 40 muertos y la renuncia del entonces presidente argentino Fernando de la Rúa, lo que desencadenó una inusitada crisis de incertidumbre política en la que se sucedieron cinco presidentes en cuestión de pocos meses.

Cerré la puerta y bajé ansioso por disfrutar la caminata. Saludé al portero con alegría, pensando en el horizonte de buenas perspectivas que imaginaba abrirse a partir de esa mañana. Aún pensaba eso cuando reparé en que había cierto clima enrarecido en la cuadra. La cosa más llamativa era la presencia de cuatro patrulleros en la esquina de casa. Avancé por Reconquista y doblé por Tucumán hasta Esmeralda. Las calles se veían como inquietas y algunos negocios estaban cerrados, lo cual era muy extraño tratándose de un día jueves y próximo a los festejos de Navidad. Se me ocurrió que a lo mejor había paro general y yo no lo sabía. Pero ciertos detalles no tardaron en convencerme de que pasaba algo más grave.

Alrededor de mis pies vi cascotes y pedazos de vidrio, y en la esquina de Roque Sáenz Peña vi dos oficiales a caballo que escoltaban a otro policía que, a pie y con una itaka en la mano, iba arrastrando a un chico sin remera cual si fuera una especie de saco de papas. Mientras cruzaba Avenida de Mayo, vi un teléfono público incendiado y un grupito de pibes que avanzaban gritando “¡Que se vayan!”. Sobre Piedras e Yrigoyen, a metros del gimnasio, vi a una señora que, sentada en el cordón de la vereda, sacaba cacerolas de una bolsa. Por delante de ella pasó una chica que corría con limones en la mano, y un instante después un flaco en moto, a velocidad de rayo, envuelto en una bandera argentina.

Llegué al gimnasio y un tipo medio freak, parado en la puerta, me comunicó que no se podía entrar. Flaco, calvo, de unos cincuenta años, dijo llamarse Pablo Andrés y aseguró ser el dueño del local. Me gustó que el tipo fuese lo contrario de un patovica, y sobre todo me sorprendió descubrir, en su mano derecha, un libro titulado Cómo se escribe un poema. Mientras yo buscaba en mi cabeza una relación posible entre gimnasio y poesía, el tipo miró el cielo encapotado y, como si anunciara una tormenta, disparó: “Parece que esta tarde renuncia el Presidente”. Agregó que acababa de escuchar que los negocios saqueados superaban el millar: “Y oí también que ahora mismo vine una horda del sur saqueando todo lo que ve”. Extrajo del interior de su libro una hojita manuscrita, y se puso a leerla. Yo estaba voraz de información, pero me daba vergüenza pedirle detalles acerca de lo que había pasado. Resultaba evidente que eran acontecimientos de dominio público, y dado que no quería quedar como un tonto ante el dueño del gimnasio del cual pronto me iba a hacer socio, la estrategia que adopté fue preguntarle su opinión, pero fingiendo que ya sabía todo.

En sólo cinco minutos Pablo Andrés opinó un montón de cosas, estrafalarias y completamente inútiles en cuanto a lo que yo pretendía saber. Dijo que la culpa no era de los saqueadores, sino del gobierno que había asumido “actitudes tan prosaicas”. Le parecía horroroso, sin embargo, que los saqueos se hubiesen concentrado en los supermercados. A estos lugares les tenía un cariño incomprensible e incluso dijo que, hacía muy poco, había descubierto que toda su poética surge, automáticamente, de sus visitas al supermercado. Dijo que esa multiplicidad de voces oídas al paso, el tenue murmullo del abrir y cerrarse de las cajas, el libre fluir de los billetes, el erotismo de los llamados por megáfono, eran la fuente de su inspiración. En “el cosmos del supermercado”, del cual cada góndola venía a ser algo así como una constelación con sus singularidades, comprendió que la poesía de verdad puede ser hecha por todos. “Un poema es algo así como un changuito cargado de lo más heterogéneo”, arriesgó.

Florencia Abbate es escritora y trabajó como periodista, profesora universitaria, editora e investigadora de CONICET en el campo de la literatura. Además, actualmente es la directora de Letras del Fondo Nacional de Las Artes (FNA).

Lo miré desconcertado y me invitó a la sala de aparatos, cuya vista panorámica me permitiría tener “una mirada asombrosa del caos urbano”. Le dije que estaba apurado y pareció ofenderse. “Nuestro encuentro es fortuito pero tiene la fuerza irrefutable de la necesidad”, me dijo con un tono solemne. Yo empecé a preguntarme si el tipo no sería gay, algo tan común después de todo en los gimnasios, y él cambió de tema. Muy serio me confesó que, aunque confiaba “en los dictados del azar”, le daba pavor el posible estallido de una guerra civil, y que había intentado escribir un poema sobre la pavorosa situación nacional, pero que ese universo era tan denso que la asociación de imágenes se le fue de las manos.

Yo estaba molesto y me había agarrado una especie de desesperación por volver a mi casa. Pensé que lo mejor hubiera sido quedarme haciendo abdominales en el living, y que de hecho casi todas las máquinas que ofrece un gimnasio pueden ser reemplazadas por métodos caseros igual de eficaces. Como si hubiera leído mi mente, Pablo Andrés me abrazó con brusquedad y me dijo que existen numerosos mundos contenidos en éste, y que uno de los mejores de esos mundos es Nadja, su gimnasio. “Nadja es en ruso el principio de la palabra esperanza –dijo sonriente–, sólo el principio. Te espero el lunes para descubrirlo. Al lado de Nadja el paraíso parece un terreno baldío.”

Después se puso a leerme el poema que había intentado escribir; recuerdo que empezaba diciendo “Mi país, con ojos de bosque eternamente bajo el hacha”. Yo me sentía cada vez peor y repetí que tenía que irme. “Es fundamental que en medio de lo real mantengas –contestó mientras sus manos jugaban a delimitar un espacio en el aire– una pequeña ventana abierta hacia el más allá… Por ahí te entrarán las señales de lo merveilleux.” Me asombró que supiera francés, pero no se lo dije. “Lo que veo es una llama que sale de la muñeca, así…”, agregó desplegando el movimiento de hacer desaparecer un naipe. Asentí con la cabeza y me fui. Mientras cruzaba la calle oí que me gritaba desde la vereda: “¡Hoy tendrás una gran revelación!”.

Por la esquina vi pasar una tanqueta. Y ni bien puse un pie en Av. de Mayo, una súbita ráfaga de viento trajo hacia mi rostro una avalancha de humo tan espesa como tóxica, y cuando logré liberarme de ella, noté que estaba en medio de una batalla campal. Los motoqueros pasaban rugiendo por el centro de la avenida, colaborando con la ofensiva de una línea de pibes que tiraban piedras hacia el cordón policial. En ese momento se pudrió todo en serio. Comenzaron los disparos de balas de plomo y empecé a correr.

Quién es Florencia Abbate

♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1976.

♦ Es escritora y trabajó como periodista, profesora universitaria, editora e investigadora de CONICET en el campo de la literatura.

♦ Actualmente es la directora de Letras del Fondo Nacional de Las Artes (FNA).

♦ Es autora de libros como Felices hasta que amanezca, El grito, Magic Resort, Biblioteca feminista, El espesor del presente y Love song.

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