“Dinero, dinero, vil metal”, dice la canción. Metal, no obstante, sobre el que es posible proyectar los más diversos afectos. El dinero es una materia, pura materia, que sin embargo puede expresar nuestros temores y la relación con el mundo. ¿Cuándo dejamos de verlo como un medio y se convierte en un fin en sí mismo?
“El dinero no vale nada”, dijo alguna vez un filósofo. Porque no solo están todas esas cosas que el dinero no puede comprar, sino porque el dinero no puede comprarse a sí mismo. El dinero es también lo que el psicoanalista Jacques Lacan llamó “significante vacío”, porque no significa nada, no tiene significado; aunque es cierto que se encuentra en la base de todos los demás intercambios.
“Tanto tienes, tanto vales”, dice el saber popular, que muestra cómo la propia estima de uno puede depender del dinero y el poder adquisitivo. El dinero representa también seguridad y garantía de estabilidad. Asimismo, puede decirse que el dinero no hace la felicidad, “pero como ayuda” –según afirma otra canción. Y con más cinismo, en cierta ocasión alguien dijo: “El dinero no hace la felicidad, la compra hecha”.
De este modo, nuestra relación con el dinero es ambigua y es la punta de un iceberg por el que se llega a nuestra profundidad anímica. El dinero es parte de nuestro inconsciente, es decir, podríamos hacer un análisis de las distintas apropiaciones emocionales que el dinero tiene para nuestra vida psíquica –tal vez con la expectativa de tener una relación más sana y menos ansiosa con él.
¿Podemos curarnos de nuestra relación tóxica con el dinero? Sabemos lo que les ocurre a aquellas personas que, un día, pierden la salud y miran a su alrededor y no dudan en decir: “Daría todo mi dinero por volver a estar bien”. Lo mismo pasa con el amor, como lo exponen miles de películas en que por una ambición económica alguien echa a perder los vínculos en más y mejor se apoyaba para ser quien era, cuando todavía podía amar.
Así como existe una economía política, bien podemos hablar de una economía libidinal, porque de la misma manera que la energía sexual puede investir el dinero, también el dinero puede imponer su lógica cuantitativa de gasto y ahorro a las pasiones: ¿no hay personas de las que cabe decir que son mezquinas con su cariño?
No hay análisis del dinero que no tenga en su centro el fenómeno de la avaricia y piense qué tipo de goce une al avaro con el dinero. A esto me dedicaré en un primer apartado de este artículo. Luego hablaré de la monetización del tiempo, tal como se expresa en la afirmación que hace equivaler tiempo y dinero (“Time is money”). Que ambos apartados giren en torno a un tipo particular de neurosis, la obsesiva, no es una casualidad.
El neurótico obsesivo tiene una relación específica con el dinero, su acumulación y su gasto. Sin embargo, esto no quiere decir que hablemos de un tipo de persona. Esta neurosis se presiente como una potencia universal. Nadie está a salvo de la neurosis económica que, cada tanto, lleva a que alguien diga: “Éramos más felices antes, cuando no nos preocupábamos por el dinero”.
En este comentario, voy a reflexionar a partir de un nuevo libro de Patrick Avrane: Pequeño psicoanálisis del dinero. ¿Quién es Patrick Avrane? Uno de los psicoanalistas más interesantes de la actualidad, con una gran potencia para el ensayo breve y la articulación de la ciencia del deseo con la cultura. Lo conocí por su primer libro traducido: Casas. Cuando el inconsciente habita los lugares, que fue fundamental en la pandemia para pensar la intimidad y qué nos une a ciertos espacios, por qué hay hogares que nunca olvidaremos, o de los que no nos podemos ir.
Ahora bien, el inconsciente no solo habita las casas. También habita el dinero y esto es lo que vamos pensar a través de reflexionar sobre la avaricia, el tiempo y la neurosis.
El goce del avaro
La avaricia es un pecado. Otra cosa es la mezquindad, rasgo propio de la neurosis (sobre todo, obsesiva). Sin embargo, la mezquindad neurótica no consiste en el mero hecho de querer tener dinero. Cuestionar esta actitud podría hacerse desde un punto de moral, pero no desde el psicoanálisis. Este último no puede sancionar elecciones, más o menos decididas, en función de ideales o mandamientos externos al deseo que se pone en juego. Dicho de otro modo, un síntoma no es un pecado.
Por lo tanto, si la avaricia tiene una declinación en la mezquindad neurótica, este rasgo debe ser entrevisto desde otro punto de vista. Entre psicoanalistas es corriente interpretar la avaricia como una forma del deseo de retener, vinculado especialmente a la fase anal del desarrollo. Por esta vía, asimismo, se vincula el dinero –de acuerdo con una intuición freudiana– con las heces y se asocia el carácter ahorrativo con síntomas corporales como la constipación. Esta interpretación podría no ser falsa, pero recae en una dificultad más importante que su verosimilitud: no permite esclarecer cuál sería la especificidad del goce del neurótico, dado que no hace mucho más que vincular un síntoma con otro.
Desde la perspectiva lacaniana suele recordarse la indicación recurrente de la obra El avaro (de Molière), que vincula el goce de este último con el conteo secreto que simboliza la posesión del cofre. Esta pieza, cuyo propósito es ridiculizar el vicio, es retomada por Lacan para exponer cómo la satisfacción excede toda cuestión material o cuantitativa, al punto de depender de la falta: el avaro mima esa nada que el dinero representa, esa nada que es algo, su propia actitud de amarrete.
Sin embargo, no por ciertas estas aproximaciones dejan de ser estimativas, ya que es importante subrayar un aspecto paradojal de la avaricia –vinculado con su especificidad neurótica. Digámoslo en estos términos: el goce de la avaricia –como bien señala Avrane– se hace patente principalmente en el fenómeno del ahorro. Pongamos un ejemplo: es el caso de un muchacho que durante meses guardó monedas en una alcancía, que luego cambió por dinero en billetes en un supermercado de la zona. Este comercio ofrecía la ganancia de un porcentaje excedente sobre el monto. Durante un período de cuatro meses, este muchacho juntó monedas que le ofrecieron un diez por ciento de ganancia… ¡¿Cuál no fue su sorpresa cuando se enteró de que la inflación del país –en ese lapso– había sido superior a su margen de ganancia?! En efecto, no se trata de una cuestión de ganancia, sino del modo de relación con la pérdida. No se trata en este punto del ahorro como atesoramiento, sino como reducción del gasto.
He aquí, entonces, la paradoja del goce del avaro: la evitación de una pérdida ocasiona una pérdida
Esto mismo demuestra el caso de otro muchacho que, en cierta ocasión, al comprar una película en la vía pública se encontró en la circunstancia de pagar una segunda película a un costo promocional. Por cierto, la película que adquirió en segundo lugar no era de su interés (como sí lo era la primera), sino que sucumbió a la oportunidad de ahorrar un poco de dinero con su compra total. Dicho de otro modo, para ganar dinero (en el ahorro) perdió casi el doble.
He aquí, entonces, la paradoja del goce del avaro: la evitación de una pérdida ocasiona una pérdida; aunque, más precisamente, el afán de querer disminuir una pérdida, la reduce a un resto inquietante, a una diferencia imposible de asimilar. En esto se dilapida la ganancia, por eso debería decirse que el neurótico gana una pérdida, la produce, pierde al ganar –o, para decirlo con una expresión freudiana: “fracasa al triunfar”.
Es el caso de otro obsesivo, que acostumbraba pagar, al viajar en colectivo, un boleto de mayor costo, sólo para que no le quedarán monedas de cambio con las que no sabía qué hacer. ¡Ese resto insoportable, esas monedas! De ahí que el reverso del ahorro pueda ser también el gasto inútil. Este es el otro polo del goce del avaro, que, en última instancia, es la sintomatización de la posibilidad del pago.
El neurótico confunde gastar y pagar, aunque se trata de dos actos bien diferentes. Revolverse contra el gasto, incluso cuando eso ocasione otras formas de gasto –porque ya implica un costo no querer gastar–, es la forma neurótica de rechazar la asunción de que solo a través de un pago es que accedemos a lo que queremos. Como suele decir el dicho popular, “Nada es gratis en la vida”, a lo que habría que añadir esa otra verdad de que, por lo general, “Lo barato sale caro”.
El “tiempo es dinero” del obsesivo
Quien quiera curar a un neurótico obsesivo encontrará las mayores dificultades si pretende hacerle reconocer una pérdida, o bien el costo que una elección podría tener.
Recuerdo el caso de una colega que comentaba la situación de un paciente que llegó a la sesión con un sueño: se encontraba en la circunstancia de tener que realizar un viaje y, en el aeropuerto, tenía dos valijas. “En la vida hay que elegir”, fue la intervención de la analista, con un resultado predecible: la instalación de una tensión agresiva, resultado de la reducción a lo imaginario de la posición analítica. ¿Quién era la analista para decirle cosa semejante? Podríamos sospechar un postulado implícito, que en la vida todo tiene un costo, pero, si se trata de algo tan evidente, ¿por qué la analista se autorizaría a emplazarlo a tomar una decisión? Así, en lo sucesivo, el tratamiento quedaría obstaculizado.
La secuencia precedente tiene en su centro una confusión habitual: la castración –operación crucial del psicoanálisis– no es una herida narcisista; por eso, cada vez que el psicoanalista quiera apuntar a la primera a partir de la segunda se encontrará con el obstáculo de la agresividad. El secreto del análisis de la neurosis obsesiva –o, al menos, uno de ellos– radica en poder sancionar la pérdida sin que esto implique un forzamiento yoico. De ahí que la mayoría de las veces esta operación se realice a través de un uso del tiempo: se indica que eso que se esfuerza por no perder ya está perdido.
Con el psicoanálisis, a veces se descubre que el camino es llano, para quien puede pagar el costo sin verlo como un gasto.
Era el caso de un muchacho que no terminaba de decidir con cuál de las dos mujeres con las que salía habría de continuar una relación. Lo cierto –y esto fue lo que se le indicó–, es que él ya tenía tomada esa decisión, sólo que buscaba evitar transmitir esta elección a la menos afortunada. Esta breve indicación permite destacar dos cuestiones: por un lado, la duda del obsesivo es menos una forma de no saber que un modo de detener el tiempo; por otro lado, la castración es el tiempo mismo. ¿Qué demuestra mejor la caducidad del ser que la finitud y el hecho de estar afectados por la temporalidad?
Por esta deriva, la neurosis obsesiva podría ser descrita como un modo de defensa contra el tiempo y sus efectos. Ahora quisiera mencionar una anécdota personal. En cierta ocasión le dije a un amigo: “¿Vamos esta semana a esa cantina por la que pasamos la otra vez?”. Su respuesta fue penosa: “Ese lugar cerró hace meses”. Por lo tanto, ¿qué quiere decir “la otra vez”? Es un tiempo indeterminado. La obsesión es una manera de indeterminar la temporalidad. Nada ocurre. Las cosas no pasan. En última instancia, el obsesivo padece de la ausencia de experiencia. Esta última es el verdadero nombre de la castración para este tipo clínico, y de lo que un analista puede servirse para que la pérdida pueda ser consentida sin que se la interprete como un daño al narcisismo.
¿Cuántas veces hemos escuchado a un obsesivo que vuelve a llamar a una mujer después de años como si nada hubiese ocurrido? También se comprueba este desfasaje temporal en la respuesta corriente ante una pérdida amorosa: la idealización. “Pero yo te amaba”, suele decir el obsesivo. En pasado. Así, se constituye el ideal como una suerte de defensa. O bien, como dijera alguna vez otro muchacho, respecto de la posibilidad de invitar a salir a una mujer: “Si yo te invitara a salir, ¿vos qué dirías?”. El uso del modo subjuntivo, otra forma de no habitar el presente y su curso. En efecto, ni lenta ni perezosa, ella fue taxativa: “No sé, invitame y te digo”.
Suele afirmarse que el pensar en demasía es un rasgo propio de la obsesión. Así es que se utiliza el término “obsesivo” en el lenguaje ordinario, y se considera al neurótico como alguien enfrascado en sus pensamientos. Sin embargo, este aspecto es descriptivo y no atiende a lo crucial: la duda obsesiva no está vinculada con una actitud enrevesada, sino con el afán de disolver el carácter de acto que tiene el pensamiento. En sentido estricto, entonces, el obsesivo no piensa, ya que su pensar nunca es conclusivo. Se hace y se deshace. Presenta una posición y la contraria, así se indetermina en la vacilación y la irresolución. El obsesivo busca la ganancia, reducir la pérdida, que el costo sea el menor posible, el mayor beneficio o utilidad, la conveniencia.
Dicho de otro modo, el síntoma obsesivo se determina en función de una alternativa. La duda obsesiva tiene la estructura de la opción. De ahí que sea corriente que este tipo clínico busque siempre un margen por el cual siempre quedaría una “puerta abierta” al tomar una decisión. Así lo decía otro obsesivo, al darse cuenta de cierto giro que usaba al hablar: “Por lo menos…”; es decir, ese “menos” indicaba un resto que quedaría a su favor en el caso de que su elección fuera infructuosa. Si tenía que estudiar durante el fin de semana, se distraía con una película, de modo que “Si me va mal, por lo menos pude verla”. En resumidas cuentas, puede notarse de qué manera el obsesivo padece la posibilidad de elegir. ¿En qué podría fundamentarse su elección? Era el caso de otro obsesivo que recurría a este método: pensar qué opción le gustaría que no existiera. ¡Sólo podía decidirse por la negativa!
Por lo tanto, ¿cómo producir el análisis del obsesivo donde todo apunta a resistir a la determinación? En principio, es importante advertir que jamás un analista lograría este movimiento a partir de sancionar el carácter inexorable de toda elección. El aspecto decisivo radica en apreciar que el obsesivo solo da curso a su síntoma cuando esa elección ya fue hecha. El síntoma obsesivo, entonces, apunta a aturdir el acto realizado, a borrar con el codo lo escrito con la mano. Si no existieran los obsesivos, no habría 2x1 en los supermercados ni garantías extendidas para los electrodomésticos.
Con el obsesivo siempre se trata del tiempo que quiere ahorrarse, o aprovechar. De la mano del nuevo libro de Avrane, podría recordar que Freud hablaba de cómo la neurosis nos puede hacer vivir como verdaderos miserables. No obstante, el psicoanálisis no propone una salvación; porque, en todo caso, “se trata de pasar de la miseria neurótica al infortunio de la vida cotidiana”. Antes que una promesa de felicidad, el psicoanálisis promueve que sepamos cómo no caer una y otra vez en la trampa de nuestra neurosis.
No es poco, si pensamos que el camino hacia la vida feliz suele estar empedrado de fantasías y síntomas neuróticos que, cada vez que creemos que estamos por llegar, nos devuelven al inicio. Con el psicoanálisis, a veces se descubre que el camino es llano, para quien puede pagar el costo sin verlo como un gasto.
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