“No sé por qué la gente insiste con las etiquetas”, comenta la estadounidense Laurie Anderson al comienzo de la entrevista pública que la escritora y performer argentina Agustina Muñoz le hizo en el marco del Filba 2022. “Dicen que soy una ‘artista multimedia’. Me da un poco de gracia porque no significa nada en realidad. ¿Qué artista no es multimedia?”.
Su voz, mucho más queda y dubitativa que la de sus discos y películas, resuena en una de las salas del Centro Cultural Recoleta, un galpón a oscuras en el que un techo cubierto de bolas luminosas de colores apenas ilumina al público que lo agolpa. Algunos afortunados sentados en sillas, otros recostados en colchonetas, la mayoría -los que llegaron sobre la hora, los que se colaron- sentados en el piso. Muchos cierran los ojos. Esta vez no hay nada para ver. Todos están ahí para escuchar esa voz inconfundible.
Como Muñoz, quien la entrevista, Anderson es escritora y performer. Pero también compositora, cantante, poeta, directora, violinista, inventora. La lista podría seguir y seguir o bien resumirse en una sola palabra: artista. Y es que, en la línea de polímatas como Leonardo da Vinci, cuando hablamos de Laurie Anderson cualquier intento de categorización -artista visual, musical, multimedia- solo limita el alcance de su obra.
“Nunca pensé en lo que hago como una carrera. De donde vengo, un mundillo de artistas del centro de Nueva York en los 70 en el que todos nos ayudábamos mutuamente, nadie quería tener la vida armada. A nuestros veintes nos parecía muy triste ver personas de nuestra edad con todo planeado, estructurado. ¿Quién querría eso?”, dice la autora de El corazón de un perro. A sus 75 años, su ecléctica obra es prueba de que, a pesar de todo, nunca perdió su espíritu aventurero.
Así como existen artistas por encargo, Anderson se refiere a sí misma, entre risas, como una “artista por sugerencia”. Con entusiasmo de cachorro, ha abordado los proyectos más estrafalarios sugeridos por amigos, artistas, curadores y cualquiera que tuviera una de esas ideas que excitaran su curiosidad inagotable. “Le digo que sí a todo. Y eso es un problema. Puede venir alguien y decirme ‘Laurie, ¿te gustaría hacer una sinfonía basada en la interacción de estas criaturas marinas?’, y yo no podría negarme”.
Compuso música con un grupo de monos rescatados en los humedales de Florida y colaboró con personas presas en Guantánamo. Dio un recital solo para perros y le enseñó a su perrita Lollabelle a tocar el piano. Fue la primera y única artista en residencia de la NASA y también la censuró la “Homeland”, como llama al Departamento de Seguridad Nacional estadounidense.
“No soy de esas artistas que quieren cambiar el mundo. Me gusta el mundo, incluso con su colapso”, dice Anderson con maestría dramática y un ritmo que difícilmente pueda recrear la robótica traducción simultánea que se escapa por los auriculares del público. Y remata: “Trato de resistirme a repetir esas historias de colapsos y apocalipsis, incluso cuando son historias que me interesan, porque, así como sucede con los comienzos del planeta, el fin del mundo es una historia difícil de contar”.
Ya lo ha dicho ella misma antes: Laurie Anderson es, ante todo, una contadora de historias. El medio -una canción, un mundo de realidad virtual, un poema- no es más que eso, un medio para llegar a un fin, que es la conexión. Porque, según dice, “contar una historia no es algo que se hace de a uno” y siempre implica, además de hablar, escuchar.
La prueba de eso, para risa del público, es la cantidad de veces que, después de responder una pregunta con un larguísimo y complejo monólogo, Anderson le pregunta a Muñoz por su opinión: “¿Vos pensás que es así?, “¿Sucede eso acá?”, “¿De qué manera se da eso en la literatura argentina?”. La entrevistadora se convierte en entrevistada y la escena va ganando así, pregunta a pregunta, nuevos matices que solo pueden darse, más que en una entrevista, en una conversación.
“¿Y tus sueños, Laurie?”, le pregunta Muñoz. “Ay, ¿no odiás cuando alguien te cuenta sus sueños?”, responde Anderson, que describe los suyos como un espacio “sin palabras ni lenguaje” al que, si tiene que comparar con su tiempo despierta, no prefiere. “¿Y los tuyos?”, le pregunta ahora a la entrevistadora. “Yo tengo sueños muy simples: que alguien me regala un cigarrillo, cosas así”, responde Muñoz. “¡Ah! Yo tengo la receta para tener sueños interesantes”, dice Anderson con una sonrisa de oreja a oreja, “un vaso de leche con algo salado antes de dormir y esos sí que van a ser sueños”. En el público nadie entiende del todo si es un chiste pero más de uno está dispuesto a probar.
Como suele suceder en sus entrevistas, Laurie Anderson responde la mayoría de las preguntas de Muñoz con anécdotas. Y es que su vida, un anecdotario de lo más ecléctico, la provee de una respuesta para -casi- todo. “Hace algunos meses, cuando estaba en República Checa...”, “Una vez un amigo me regaló una lapicera con forma de pipa que...”, “En el 97, mientras hacía una residencia en Viena...”, “Cuando me interné unas semanas a meditar 18 horas por día en un templo budista...”.
Una de las más coloridas es la anécdota de uno de sus proyectos más recientes, una colaboración con monos rescatados en unos humedales en Florida, Estados Unidos: “Crean unos ritmos asombrosos. Con uno de ellos, llamado Arthur, improvisamos mucho. Él cantaba una melodía hermosa, con una sensibilidad absoluta, y yo la recreaba en el violín, él cantaba de vuelta, con alguna variación, y así nos íbamos turnando”.
Pero de todas las historias que tenía para contar, a la que más tiempo le dedicó fue a la de Mohammed el Gharani, el chadiano que, a los 14 años, fue arrestado y llevado a Guantánamo acusado “de manera absurda”, según Anderson, de pertenecer a una red terrorista de espionaje. Como todos los hombres detenidos en esa prisión militar estadounidense en Cuba (”el 98% son jóvenes inocentes que tuvieron mala suerte”), Mohammed el Gharani tiene prohibida la entrada a Estados Unidos, pero Anderson encontró una forma gracias a la tecnología.
Gracias a unas cámaras especiales, transmitió en vivo su imagen en el monumento a Abraham Lincoln y permitió que la gente le llevara mensajes: “No quise que hubiera sonido porque, con la oleada de odio, temía que le gritaran cosas que él venía escuchando toda su vida. Pero la gente le llevó mensajes hermosos, muchos le pedían perdón en nombre del país. De todos modos, en estos casos hay que tener mucho cuidado con la fina barrera entre arte y explotación”, advierte Anderson sobre su experiencia de colaborar artísticamente con personas privadas de su libertad.
Incluso sin su violín, ese animal de compañía que siempre lleva encima en sus presentaciones, nadie se cansa de escucharla. No importa si habla de las virtudes de Bob Dylan por ser “el primero en romantizar a los perdedores”, de la historia de cómo su abuelo estuvo preso a los 12 años o de cómo “el arte es lo mismo que el budismo” porque ambos requieren “ver las cosas como son en realidad”. Hechizados por la cadencia inigualable de su voz, todos la escuchan, más que con atención, con placer.
Para terminar, ya excedida del tiempo que había para la entrevista, Laurie Anderson comparte las tres sugerencias para todo artista que le hizo Sharon Olds, una de sus poetas favoritas: “Comer bien, dormir bien y no odiarte tanto. ¿Te cuesta? Entonces intentá odiarte un poquito menos”.
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