En 2017, Ignacio Hutin viajaba por Europa estudiando, conociendo, viendo en el terreno lo que tantas veces había estudiado. Después de atravesar varios países decidió ir a Ucrania. “Quería saber cómo era esa guerra tan olvidada con dos repúblicas autoproclamadas a las que nadie les prestaba atención pero que de alguna manera eran de facto independientes”, contó a Infobae.
Fue, volvió, investigó. Habló con unos y con otros. Durmió en refugios. Tuvo miedo. A partir de eso escribió Una renovada guerra fría. Ucrania/ Donbass y Ucrania. Crónica desde el frente, que salió a fines de 2021.
Es especialista en Europa Oriental y aquí analiza la situación en Ucrania en los últimos días.
Panorama desde la ocupación
Vladimir Putin firma la anexión de cuatro regiones ucranianas y el público aplaude, ese mandamás de Chechenia llamado Ramzán Kadirov mira al techo y llora y, sin embargo, cuando les llega el momento de refrendar, no sonríe ninguno de los cuatro representantes rusos de Donetsk, Lugansk, Zaporizhia y Jersón. El de Zaporizhia parece nervioso, sus ojos giran en todas direcciones sin saber hacia dónde enfocar cuando el locutor lo presenta. Después sí, hay fotos y sonrisas que, más que alegres, resultan perturbadoras. Tan forzadas como esta anexión.
Cuando Rusia incorporó de facto Crimea en 2014, pudo presentar el referéndum con cierta legitimidad e insistir hasta hoy en que no habían existido presiones de ningún tipo. Es que formalmente no participó ningún soldado de las Fuerzas Armadas rusas en la toma de la península, sino hombres uniformados sin identificación y, en muchos casos, con el rostro cubierto. Se conocieron entonces como “hombrecitos verdes”.
Según Moscú, eran locales que luchaban en contra de un golpe de Estado y a favor de volver a la Madre Rusia. Oficialmente no tenían ninguna relación con el Kremlin. En pocos días, los uniformados tomaron edificios públicos y las cadenas de radio y televisión ucranianas fueron reemplazadas por medios rusos. Pronto Crimea declaró su independencia de la mano de los invasores de incógnito. El 16 de marzo un referéndum sin observadores internacionales arrojó más de un 96% de votos a favor de la anexión de la península de Crimea.
El escenario esta vez es similar, porque se repite el proceso de ocupación seguido de un referéndum con resultados exageradamente a favor. Pero hay una diferencia clave y es que Rusia no puede ni parece querer ocultar su participación: las regiones de Donetsk y Lugansk están ocupadas de facto desde hace más de ocho años y Zaporizhia y Jersón, parcialmente, desde marzo. Las tropas rusas no se ocultan, no se camuflan, no se esconden, no hay engaño. Todos saben que están allí, coordinando una serie de referéndums con un resultado tan ilegítimo como obvio y previsible. Moscú ahora considera a estas cuatro provincias como parte de su país y cualquier intento ucraniano por recapturar territorio será interpretado como un ataque a la soberanía rusa. La Doctrina Nuclear de 2020 habilita al Kremlin a usar armamento nuclear solamente en forma defensiva, como sería el caso siguiendo esa línea, con lo cual hay buenas razones para temer una escalada bélica importante.
Existe cierto consenso internacional que restringe el derecho de secesión que, como tal, sólo ha sido reconocido a modo de ejercicio de la autodeterminación de los pueblos bajo dominación colonial. Cuando en 2008 Serbia llevó ante la Corte Internacional de Justicia la declaración de independencia de Kosovo, territorio al que aún considera parte de su país, los jueces decidieron no abordar si existe, fuera de un contexto colonial, el derecho de una parte de la población de un Estado a separarse. Tampoco abordaron la libre determinación de los pueblos, principio reconocido en los artículos 1.2 y 55 de la Carta de Naciones Unidas y ampliamente utilizado en el contexto de descolonización para la formación de nuevos Estados. Pero fuera de este contexto, no existen límites claros a su uso.
Si se olvidan la invasión, la ocupación, las persecuciones y otros hechos que hacen ilegítimos a estos referéndums, las secesiones, como las de las cuatro regiones ucranianas, no violan ninguna norma del derecho internacional. De hecho la secesión es un acto completamente ajeno al derecho internacional y tan sólo incumbe al derecho interno de un Estado. Aún si el Estado original sancionara o prohibiera la posibilidad de secesión, eso no evitaría que la misma se diera de facto.
En ese caso, el éxito o no de la secesión de hecho depende del reconocimiento por parte de otros Estados. Y serán muy pocos los Estados que reconozcan la anexión rusa. Pueden adivinarse: en el mejor de los escenarios para Putin, se puede pensar en Siria y Corea del Norte, que este año reconocieron las independencias de Donetsk y Lugansk; en Venezuela y Nicaragua, que aceptan como país a los territorios georgianos ocupados de Abjasia y Osetia del Sur (o Tsjinvali, para Georgia); y quizás también Bielorrusia, casi un anexo de Moscú desde las elecciones amañadas de 2020. No muchos más podrían deslegitimar la integridad territorial de Ucrania.
Hay un factor fundamental extra a tener en cuenta si se quieren evitar los estereotipos: no es lo mismo la anexión de Donetsk y Lugansk que la de Zaporizhia y Jersón. En estas últimas el proceso de anexión se ve apresurado y forzado, más aun en el marco de una guerra que alcanzó un nuevo punto álgido a comienzos de mes, cuando Ucrania comenzó su contraofensiva.
Pero buena parte de los territorios de las primeras dos lleva ocho años alejada de Kiev, casi sin intervención del gobierno ucraniano en asuntos políticos, sociales, económicos, en materia de educación, sanidad o transporte. Hace ocho años que estas regiones (sus fronteras, sus escuelas, sus fábricas, sus trenes, sus recursos, sus habitantes) son controladas por Rusia y quienes la apoyan.
Ha sido casi una década de propaganda permanente reafirmando a la población local una y otra vez que Ucrania es un Estado nazi, que su gobierno es dictatorial, que ataca y odia a los rusos y que no hay más alternativa que la separación ahora y para siempre. Y Ucrania no hizo prácticamente nada para rebatir ese discurso, tan sólo repetidas acusaciones de “terrorismo” ¿Cómo convencer a los ciudadanos de Donetsk y Lugansk que siguen siendo ucranianos aún hoy, mientras Putin firma la anexión de facto? El desafío es enorme y continuará más allá del día en que termine la guerra.
Camino a la terminal de autobuses de Lugansk hay un cartel callejero con la imagen de tres oseznos, junto a ellos y en letras con los colores de la República Popular de Lugansk: “Estamos volviendo a casa”. Probablemente muchos locales realmente lo crean, al fin y al cabo llevan demasiado tiempo como receptores de ese discurso único y en verdad no habrá demasiados cambios para ellos: hasta ahora Rusia ya controlaba de facto todo lo que seguirá controlando de facto desde hoy.
Ucrania cuenta con un amplio respaldo internacional, tanto político como militar, y quizás logre continuar con su avance, recuperar territorios y expulsar a los soldados rusos en el marco de una muy probable nueva escalada del conflicto. Pero sin un diálogo comprometido con los habitantes del este, del Donbass, será muy dificultoso reincorporarlos a una sociedad que hoy se sabe mucho más unida que antes del inicio de la invasión del 24 de febrero.
Ucrania, crónica desde el frente (Fragmento)
Elena tenía 30 años, era alta, rubia, formal y prolija. Casi un estereotipo de rusa. Pero no, era ucraniana, aunque hablara ruso. Fue la primera persona con la que me topé en Donetsk que me mostró un claro e inocultable disgusto con la situación. También fue la primera que me pidió no publicar su nombre real.
Nos encontramos en plaza Lenin y nos encaminamos a un café en parte construido en un muelle sobre el río Kalmius. “Yo soy ucraniana y amo a mi país. Odio todo esto”, dijo más de una vez. Le molestaba la propaganda constante en contra de Ucrania y a favor de un país “inexistente”, el arreglar el centro de Donetsk rápidamente para que nadie recordara que había una guerra y la reiteración incesante de que Ucrania no era más que nazismo.
Pero, por encima de todo eso, le molestaba que su país hiciera lo mismo: “Para Ucrania, en el este somos todos terroristas. Lo dicen todo el día en televisión. Que en Donetsk somos separatistas, terroristas, criminales, que odiamos a todos los ucranianos. Lo único que logran es separar familias, enemistarnos. No entienden que acá somos prisioneros, que vivimos en un estado de paranoia y control permanentes. Los ancianos son los que más apoyan este régimen y es justamente porque lo asocian con la Unión Soviética, con sus símbolos de heroísmo y enemigos nazis. Pero pienso en los chicos en las escuelas y me aterroriza lo que puedan estar diciéndoles”.
Le remarqué las diferencias culturales y políticas entre el oriente y el occidente y cómo había sido una de las causas de la guerra. Respondió que sí, que esas diferencias existían pero que nunca habían sido un problema. Recordó la Eurocopa de 2012, que Ucrania coorganizó junto a Polonia. Entonces el Donbass Arena de Donetsk albergó cinco partidos, incluyendo dos de la selección local. “Éramos 50 mil personas cantando todas juntas el himno, con la bandera y alentando a nuestro equipo. No fue hace tanto, ¿y ahora todos odian a Ucrania? No tiene sentido. Hoy todo eso parece muy lejano y yo no puedo cantar mi propio himno.”
*“Ignacio Hutin (Castelar, 1989) es magíster en Relaciones Internacionales (USAL, 2021), licenciado en Periodismo (USAL, 2014) y especializado en Liderazgo en Emergencias Humanitarias (UNDEF, 2019). Es especialista en Europa Oriental, Eurasia postsoviética y Balcanes.
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