Fito Páez, como el resto de los seres humanos, es muchas cosas y muchas personas al mismo tiempo y también a lo largo de la vida. Pero hay cuatro cosas que es todo el tiempo, según él mismo refleja en (¿el primer tomo de?) sus memorias, Infancia y Juventud, que llegará a las librerías argentinas este lunes editado por Planeta y que Infobae Leamos adelanta en exclusiva.
Fito Páez es, absolutamente todo el tiempo, el huérfano repentino de una mamá que se murió a sus ocho meses, de un cáncer que ya no la dejó ser la pianista destacada que era en Rosario, ni la mujer que lo criara. Páez, que aún no se ha perdonado haber perdido en una mudanza el disco de un concierto de esa madre, es un hombre de más de veinte años y menos de cincuenta kilos que cada vez que piensa en su flacura cree que se debe a no haber tomado toda la leche de teta que necesitaba, y no las a larguísimas semanas que pasaba sin comer porque mejor era beber o domesticar el último teclado que hubiera conseguido.
Es un hombre que advierte, en alguna de las 400 páginas de Infancia y Juventud, esto:
“Todas las compañeras con quienes tuve vínculos de novios o maritales terminaron dejándome. Les doy la derecha. Que Dios las bendiga. Madres de musas, dueñas de grandes caracteres, firmes convicciones y, sobre todo, infinita paciencia.
Hay una foto donde no tendré más de dos años. Estoy sentado en la terraza de la casa de calle Balcarce. Rodeado de juguetes. Decenas de ellos. De todos los tamaños. Aún así, estoy llorando, se me ve con la boca abierta lanzando un grito feroz. Animal.
Con ese niño y su madre muerta tuvieron que convivir todas esas heroínas del amor. Fabi fue la primera”.
Los párrafos que, casi como un manual de instrucciones o de supervivencia, avisan que habrá que convivir con ese animal feroz que llora y que trae consigo a su madre muerta, sirven para hablar de algo que también atraviesa su libro de memorias y su vida. “Todas esas heroínas del amor”, dice Páez, y en esa línea spoilea otra de esas cuatro cosas que Fito es todo el tiempo: un hombre en busca de una mujer. No cualquier hombre en busca de cualquier mujer, sino un hombre al que le arrancaron su primera mujer antes de que fuera capaz de nombrarla, que es consciente de ese dolor primario y que va por la vida creyendo (¿o haciéndose el que cree?) que jamás va a estar a la altura de la chica que le gusta en ese momento.
A veces la chica es una rubiecita que baila con él un lento de Los Beatles en un asalto de la primaria, a veces es una vecina de la adolescencia, a veces es una morocha que cursa con él la misma secundaria a la que todavía le debe inglés y contabilidad, a veces es su niñera, a veces es la ayudante de cátedra de Liliana Herrero en la Universidad Nacional de Rosario, a veces es Fabi, la mujer que corea a Charly y que a veces duerme con Charly pero por poco tiempo. A veces es una cubana que lo lleva a pasear al malecón, a veces es la cuñada de Juan Carlos Baglietto, a veces es la rubia de ojos verdes que conoció en la pantalla de un cine cuando miraba una película de Pedro Almodóvar. Cecilia se llama. Todas esas veces Fito dice (escribe, estamos leyendo Infancia y juventud) que cómo le van a dar bola esas mujeres con lo hermosas e inteligentes que son y él tan desgarbado, y primero un poco drogado y después ya no tanto pero, dirá él, “en un lento suicidio alcohólico”, tan oscuro, y sin embargo, al final, el amor sucede y dueme con todas ellas.
El hombre que en las últimas semanas llenó -y que en algunas semanas más volverá a llenar- el Movistar Arena para festejar los treinta años de su obra cumbre reunió allí, con un ramo de flores para cada una, a las dos ex parejas a las que les agradece al final de sus memorias. A las dos, Ceci y Fabi, les cantó alguna de las canciones que les escribió y es imposible calcular cuánta gente sintió algo en el pecho cuando vio a la Roth mirarlo de costado mientras él le cantaba que la vio, la vio, la vio, que él no buscaba nada y la vio.
Pero de esa búsqueda implacable de una mujer que lo amara hasta no aguantarlo más están atravesadas la infancia y la juventud de Páez, dice este hombre que el año que viene cumplirá 60, que le venía dando vueltas a la idea de este libro, más esquivándolo que escribiéndolo, y que finalmente usó el encierro de la pandemia para ponerse manos a la obra.
Así que: un hombre que ve el mundo a través de lo que vio en el cine, un huérfano, un chico que quiere una chica que lo quiera. Además de ser eso todo el tiempo, Fito Paéz es (sobre todo) un hombre que vive en la música. No tanto de la música, que también, aunque eso haya costado. Sino en la música.
Un chico criado por un padre que escucha jazz y tango y música popular brasilera en una casa en la que un piano del 1800 se mira y también se toca. Un adolescente que decide no rendir las dos últimas materias del secundario porque está triste porque el día anterior asesinaron a John Lennon. Un joven que decide defraudar a su padre al comunicarle que no va a estudiar ninguna carrera universitaria porque mejor armar una banda. Un hombre al que los rosarinos que empiezan a ponerle nombre y apellido a la trova quieren cada vez más cerca y entonces un día Adrián Abonizio lo lleva a tocar con él, y después Rubén Goldín, y al final Juan Carlos Baglietto, que lo sube a un micro y lo hace girar por todo el país mientras Páez se convierte en el productor de su obra y en el compositor de algunas de sus canciones más importantes.
Un artista al que le asesinan a sus viejas, la abuela Belia y la tía abuela Pepa, a tiros y puñaladas, con perversión y hasta con intenciones de algún policía de implicarlo en el crimen plantándole marihuana en un cajón, y con todo ese enojo y ese dolor porque lo han vuelto a dejar huérfano, definitivamente huérfano, hace una canción y un disco como Ciudad de pobres corazones. Un artista que cuando ve luz al final de ese túnel y se salva del naufragio de la autodestrucción y se va a pasar un verano uruguayo a Punta del Este compone El amor después del amor, el disco al que estamos yendo de a miles a darle las gracias.
“Charly se ofreció a pasar esa noche en vela conmigo. Antes de dejarnos solos, Ivone nos sugirió ver una película. Charly revisó entre los videocasetes y encontró Purple Rain”, cuenta Fito sobre la noche brasilera que siguió al día en el que le avisaron que sus viejas estaban muertas. Sobre el final de la película, Charly le hizo un chiste al Fito que a esa hora ya se había embriagado con whisky y había destrozado a golpes una habitación de hotel. Lo hizo reír. “Transformó el insondable luto en un delirio. Charly se contagió y ya no pudimos parar. Se desató una orgía de carcajadas absurdas y una extraña complicidad se abrió como una flor con ese hombre que estuvo presente en todos los momentos importantes de mi vida (...) Amo a Charly García por un montón de motivos. Haberme hecho reír aquella noche es uno de ellos”, cuenta Páez.
Entonces: un hombre que se enoja y compone, que se enamora y compone. Que vive en la música. Que cierra la primera parte de su vida, la infancia, en la prueba de sonido en la que le dice a Juan Carlos Baglietto que después de ese concierto ya no será parte de su banda. Y que abre la siguiente, la juventud, contando el motivo de la baja: “Ese mediodía recibí un llamado de un allegado a Daniel Grinbank. Charly quería tenerme en su nueva banda. No habría mucho que pensar. Era el sueño del pibe”. Este primer tomo de las memorias cierra una noche de abril de 1993: Páez ya indiscutiblemente consagrado en el panteón de la música popular argentina llena de feligreses la cancha de Vélez. Ha compuesto el que, hasta nuestros días -aunque esos días fueron tan nuestros también-, es el disco más vendido del rock de este país.
“No sabía bien cómo había llegado hasta allí. Tenía veintinueve años recién cumplidos. Había cuarenta mil personas esperando. Hay una toma sobre el principio de la filmación donde vamos con la banda acercándonos al escenario, con las luces del estadio aún prendidas. Fabi me toma del brazo y me muestra a la multitud desde las bambalinas. Antes de que se apague la luz del estadio José Amalfitani, me tomo la frente con la mano derecha y hago un gesto de ‘¡Sáquenme de aquí!’. En ese momento se apagan las luces y el estadio truena”, se acuerda Fito sobre la primera de esas noches de La Rueda Mágica Tour.
Y también: “Lo que sucedió durante esas horas fue un trance fantástico. Un rito sacrificial. Logré no pensar, cantar bajo el flujo incesante de la inconsciencia. Nunca más fuerte que en aquel concierto, sentí lo que significa ‘ser parte de’. Nada de lo que sucedía allí me pertenecía, más allá de lo que dijeran las planillas de SADAIC. Nadie le pertenecía a nadie, nada era de nadie, todo fue comunión, entrega y amor en aquella ceremonia. Las luces estaban sobre mí, otra vez, pero eso no es lo que quiero señalar aquí. Aquí quiero agradecerle a mi país el haberme permitido el beneficio de la aventura. Las mieles de la odisea. El tiempo muerto que necesitan las palabras y la música para llegar al corazón de los otros. Aquí quiero agradecer a mi tribu el premio que me dieron esa noche. ‘Vos, que te la bancaste… ¡tomá!’. Ese fue el más grande abrazo que alguien pueda recibir”.
A quienes leemos Infancia y Juventud Fito nos habla con el mismo “ustedes” con el que habla al público que llena sus conciertos. Nos dice “pacientes lectores” y nos describe casi como si hiciera un inventario las casas en las que vivió, habitación por habitación y conviviente por conviviente. Nos cuenta cómo suena cada nuevo instrumento y cada nuevo músico que suma a su tropa, y qué reminiscencias de García, de Jobim, de Buarque o de Spinetta intentó en tal o cual canción.
Nos suelta anécdotas, como la vez que al principio se hinchó de orgullo porque los músicos de una banda que integró muy en sus comienzos le dijeron que La vida es una moneda era una canción extraordinaria, y le dijeron que la iban a tocar esa noche en vivo, y se encontró con un estribillo reciclado que decía “hago una apuesta de vivir, yo soy la gente, tengo tu sueño a mi favor, tengo tu voz y la certeza de que no estoy solo y la cordura del amor” en vez “sólo se trata de vivir, esa es la historia, con la sonrisa en el ojal, con la idiotez y la ternura de todos los días, a lo mejor resulta bien”. “Volví a mi casa con una honda depresión y una enseñanza. Nunca más dejaría que nadie interviniera una obra mía sin mi consentimiento”, escribe Fito. Volvió a su casa con tres cosas: la honda depresión, la enseñanza y el chocolatín Shot con el que le pagaron su participación en el show.
Hay dos cosas hermosas que ocurren al leer estas memorias de Páez. Una es ver la huella de la casualidad en la construcción de su destino. Fabián Gallardo, que fue su tecladista, su guitarrista y uno de los músicos que lo subió a la ola del rock rosarino, fue antes que todo eso su vecinito de cuadra. ¿Y si hubieran vivido en barrios distintos?
Luis Alberto Spinetta y Fito Páez no se habían visto nunca hasta que una vez se cruzaron por la avenida Santa Fe. Spinetta dijo: “¿Vos sos vos?”. Fito dijo: “¿Y vos sos vos?”. Se hubieran conocido igual, todos los mundos tienden a ser un pañuelo, pero Fito acababa de editar Tres agujas, el Flaco la tenía fresca y, sobre esa canción en la Páez hace un autodiagnóstico que dice “estoy tranquilo pero herido”, le dijo que era “la mejor música que se está haciendo en Buenos Aires”.
Durante los diez días que Páez pasó en París a principios de los noventa llovió bastante. Compuso una melodía al piano y encima escribió algo tan simple como “cae la lluvia sobre París”. Y justo después: “Pero me escapé hacia otra ciudad y no sirvió de nada porque todo el tiempo estaba yo en un mismo lugar, y bajo una misma piel, y en la misma ceremonia”. De esas cosas que podrían haber sido de otras maneras si el destino apenas volanteaba está hecho el libro, como están hechas las vidas.
La otra cosa hermosa de Infancia y juventud son las miguitas que va dejando y que todas juntas arman la discografía -hasta El amor después del amor- de Fito. Cualquier día de sexto o séptimo grado baila un lento de Los Beatles con una compañerita de la escuela y años después escribe una línea que dice “creo que te vi bailando Beatles en alguna vieja casa del lugar”. Su tío le avisa que espere para volver a la escena del crimen de sus abuelas porque quisieron implicarlo en el caso y en su catarsis dice “no quiero empezar a pensar quién puso la hierba en el viejo cajón”. Va de gira a Venezuela y nos cuenta a nosotros, sus lectores, que se alojó en el Caracas Hilton. Y a nosotros se nos aprieta el botoncito que dice: “La banda de rock que más chicas quiso entrando muchachos al Caracas Hilton. Coca, Coca, Coca, Coca Sarli”.
Las memorias de Páez, por definición, cuentan su vida. Y cada vez que detrás de un recuerdo descubrimos una estrofa y la cantamos nos acordamos de que las canciones de Fito también cuentan la nuestra.
SEGUIR LEYENDO: