Pelo largo, barba enmarañada, cuerpo afilado, morral cruzado de derecha a izquierda. Es enero de 1973 y tiene recién 18 años. Son los últimos meses de la dictadura militar de Lanusse, previos al tercer gobierno de Perón, a las 3 A de López Rega, al golpe de estado atroz de Videla, Massera y Agosti del 24 de marzo de 1976.
El joven Horacio Zabaljáuregui viaja insomne a Villa Constitución, sur de la Provincia de Santa Fe, para participar de una toma de Acindar. Organiza intrépido un Congreso clandestino del Partido entre los barrios de Villa Crespo y Recoleta. Estudia Letras en el viejo hospital de Clínicas. Tiene sus primeros encuentros amorosos. Son las peripecias de un militante joven, un cuadro político de Política Obrera, un partido trotskista de los ‘70.
Yo era un cuadro (Bajo la luna, 2022) es memoria en clave de vivencia política y lírica, una lograda síntesis formal. En él predominan los hechos unidos a la subjetividad que nos ofrece la poesía: ”Son los años de la insolación/ ¿Se escuchan los rápidos, el trueno en la garganta? / ¿Se escucha la caída libre, en estilo libre, en verso libre?… A gatas veo, lo que fue/ endulzado el oído, / a gatas, el puro destello/ de un fósforo en lo oscuro” (de ”Figuraté”).
Yo era un cuadro es una experiencia escrita a la distancia apasionada y reflexiva de 50 años ya pasados, sin melancolía. A su vez, el libro conlleva la ironía y la picaresca, despierta alguna sonrisa, que puede entrañar cierto gusto agridulce de lo hecho más por lo perdido que por lo ganado. Son poemas de aprendizaje donde el héroe, tan humano, comprende, aprende y se desencanta en la praxis. Porque “la importancia política de la tarea no quita/ que se parezca a un castigo. / Doblado. / Toda la noche. / Militar cansa” (de “Militar cansa”). Aquí está el yo que siente, el vos que piensa y el nosotros que actúa.
Para Horacio Zabaljáuregui primero fue la política, luego definitivamente la poesía. Formó parte del Consejo de Redacción de la revista Último Reino (1979-1998) caracterizada en su momento como neorromántica por tomar el legado de los poetas alemanes Novalis y Hölderlin, de Rimbaud, de los simbolistas franceses.
Publicó cinco libros entre Fragmentos órficos (1980) y América (2014). Así, su obra crece de lo sombrío con referencias clásicas, a una poética del verbo creador y el vacío. “Hacer cosas con palabras/ taquigrafía sin hilos, objetos trampa”, escribe en ‘Hombre lobo americano’ (Fondo blanco. 1989). Por otro lado, en sus últimos trabajos su poesía se vuelve pasajes de vida sin perder de vista su estilo filoso, conceptual y detallista, preciso en el lenguaje y cuidadoso en el ritmo. A veces son luminosos recuerdos de infancia, atravesados por el paso del tiempo y sus rastros donde “El instante perdido/ estanca/ en una constelación infinita.” (”En un sauce”, América).
“Yo era un cuadro” crea con cierta ternura y paulatina lucidez una voz que va de la juventud a la madurez
Yo era un cuadro crea con cierta ternura y paulatina lucidez una voz que va de la juventud a la madurez, de lo leve a lo grave. Una voz que entona desde la orilla de un gran río. Es “el reflejo de un mar, una inmensidad que a mi juicio es la Historia”, afirma preciso el poeta Jorge Aulicino en la contratapa. Yo era un cuadro es un cuadro que no quiere ser cuadro. No se deja enmarcar.
Yo era un cuadro
Tenía dieciocho;
era un zahorí de los rápidos
en los años de la insolación:
enero del 73, los socialistas cátaros,
primavera en mayo,
de la plaza a Villa Martelli en el 111.
Fábrica tomada.
El Iluminismo revolucionario:
el agite, la hablada, el piquete, la toma:
sinestesia de la época,
imagen sin sonido.
Yo era un cuadro,
un zahorí del voluntarismo radiante,
del qué hacer
en el bazar de la revolución.
Cuarenta y seis años después,
el dorado viejo del sol
a orillas del Uruguay
trae
imagen sin sonido, cuerpo sin conciencia,
“mi pobreza e intransigencia,
mi canción de juventud.”
Una educación sentimental.
En el viejo Clínicas, Kovacci explica el signo:
de dos caras, como el villano,
arbitrario en su carcasa
como la flor,
y el relumbrón del concepto,
claro y distinto en la bóveda interior.
La sincronía es la comunidad organizada de los signos.
Como la telaraña del tiempo,
los anillos del tronco
se leen una vez talado el árbol.
Un pliegue, un surco, una muesca
un pliegue, un ala, un pliegue.
Lo supe antes de Shklovski:
en el principio está el extrañamiento.
Por eso el viento, desde el río, ahora.
El tiempo, se fuga
en sonido sin imagen.
No hay fotos de entonces.
Por seguridad,
tal vez,
por escasez de recursos.
Yo era un cuadro,
todavía vivo.
En un baño de la época,
la lengua muerta:
Montoneri montoneri milites peronis sunt
(de Yo era un cuadro, Buenos Aires, Bajo la luna, 2022)
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