Nuevas veredas, primera novela de Piro Jaramillo (Neuquén 1983), es una clásica peripecia de iniciación, un bildungsroman proteico, transparente y casi etéreo que narra la educación sentimental de tres adolescentes que viven en el Alto Valle. Años difíciles. Son los noventa. Desocupación y protesta en las calles. Escuelas que en vez de abrazar a sus alumnos y alumnas adoptan medidas expulsivas. Las familias se fracturan. El aire se corta con la tijera del neoliberalismo.
El protagonista narra el movimiento, la activación territorial de esos cuerpos jóvenes que después de ir a la escuela caminan como dentro de una adivinanza y en los bordes de las infracciones menores, con un par de propósitos —ver qué hacen el Día del Estudiante, ir a la disquería, indagar las líneas posibles para conseguir porro o llevarse un par de cosas del súper. “Nos dimos cuenta que no queríamos quedarnos pateando piedras al rayo del sol”, dice el protagonista cuando apenas comienza la novela y eso es suficiente para que arranquen hacia lo que el día pueda ofrecerles.
En el espacio público de la ciudad —una mancha urbana hecha de puras líneas de fronteras, las visibles y las otras— los tres chicos se mueven y flotan como si estuvieran en el espacio exterior; nada que los contenga en esa franja contraria, salvo los avatares de la vida escolar y sus entrelíneas o las fantasías comunes y no dichas donde se sienten reconocidos. Van de un lado al otro, sin más objetivo que atravesar los telones de una realidad que se les viene encima y el desplazamiento, de manera intuitiva y providencial, empuja para que por fin aparezca algo que valga la pena.
El padre del protagonista, un desocupado más, lee el diario en la casa mientras la madre casi nunca está en el hogar porque se la pasa trabajando. Y el diario regional se mete en la novela y en su realidad: la interviene con su relato piramidal, da juego a quien estigmatiza, hace su negocio de voz autorizada apoyándose en sus lectores. El diario cuenta, oculta, modela los hechos, es el gran armador de sentido (la insurgencia poética involuntaria en la voz del protagonista es su contraparte). A sus páginas se traslada el hecho medular de la novela: uno de los chicos desaparece luego de una situación casi infantil —los chicos arriba de un árbol de la plaza, fumando y charlando hasta que los aborda un agente de civil y el mundo parece desfondarse. Es el mundo al revés dentro de un mundo al revés.
“Yo tenía razones para preocuparme cuando vi el diario abierto sobre la mesa de mi casa, justo en las páginas de policiales. No decían mi nombre pero era yo. Y en lugar de asustarme sentí otra cosa. Como si aparecer en el diario me hubiera vuelto otro”, revela el protagonista. Y más: “el diario apareció abierto otra vez sobre la mesa y me di cuenta de que el periodo de cagarnos de risa de las cosas estaba oficialmente terminado”. Esta sensación se abisma cuando aparece el nombre y apellido de su amigo Adrián, tras la denuncia que presentan sus familiares. Ese ingreso en el diario, sin embargo, no es unidireccional; el periodismo estimula sus propios reactivos y los chicos darán testimonio para que los policías corruptos sean sancionados.
No estoy diciendo lo más importante. Porque la gracia de leer Nuevas veredas está en recuperar la banda sonora y las atmósferas noventeras en la capital neuquina a partir de escenas de la vida de esos chicos; lo precario, las tragedias tempranas, el desprendimiento familiar, los exilios forzados, pero también la primavera que asoma, el empuje hacia lo que viene. Como buen poeta que es, Piro Jaramillo sabe que cualquier historia se abre en lo que deja de decir, en lo que asoma como experiencia entre una palabra y otra, en aquello imposible de tematizar; con su escritura abastece, trabaja con precisión el montaje y deja que se abran las líneas de la historia, abastece sin posesionarse.
La gracia de leer Nuevas veredas está en recuperar la banda sonora y las atmósferas noventeras en la capital neuquina
El brillo y la hermosura de las imágenes son el contrapeso sensible contra el desamparo de una ciudad hostil. Baste la mención de un par de pasajes: “la banda sonaba como si una máquina tuviera el plan de destruir el mundo pero por algún motivo, en el plan de la máquina, nosotros quedábamos al salvo”; “la cinta [del cassette] estaba tan destruida que la voz del cantante parecía la de alguien que estaba atrapado en un problema que no podía resolver”; “al salir el cielo se había nublado y empecé a sentir como si un murciélago hubiera abierto las alas dentro mío”. Es mucho más de lo que le pedimos a cualquiera que escriba ficciones.
Bandas sonoras, periodismo y poesía es el triángulo sensible donde se asienta Nuevas veredas y las producciones del propio autor por fuera de esta novela. Es posible rastrear esa sensibilidad de los jóvenes frente a un paisaje agreste que no se entrega así nomás, la mirada anclada en los detalles del joven protagonista cuando se mueve de la ciudad a su barrio de monoblocks, al barrio de los gitanos o al rancherío de la periferia. En ese ojo que narra y busca sin descanso se condensa la lucha de los pibes que tienen que ganarse un territorio por fuera del establecido por el mundo de los adultos; un territorio común que les proporcione identidad, figuraciones del amor, correspondencias.
En los libros de poemas de Piro Jaramillo anteriores a la escritura de esta novela —Piedra del águila, Nomenclatura turbia y Villa Negra, por citar algunos— pueden leerse, como anticipaciones en veladura, los fulgores anímicos que en la novela aparecen más difusos, desprendidos de la potencia del verso para hacerse notar.
Hay una palabra, hermosa en su sonido, acaso la única de origen mapuche que brilla en la novela con luz propia: alpataco. Palabra compuesta que refiere a tierra y a árbol, palabra que linkeamos con la vida de Adrián, Dami, el protagonista, la novia de Nani, Monoko y Alarma, entre otros y otras, que andan por la novela como alpatacos adheridos a las bardas neuquinas; agarrándose a como dé lugar a ese terreno estepario, constitutivo y a la vez hipnótico, casi de novelita rusa. Un verdadero ejercicio de supervivencia en el tránsito hacia la vida adulta.
Nuevas veredas fue publicada este año por la editorial chilena Overol y es parte de los intercambios editoriales afectivos trasandinos, contrabandos culturales tan necesarios como fructíferos.
“Nuevas veredas” (fragmento)
Capaz hay que conseguir otra punta, dijo Dami mientras meaba atrás de un árbol. No estaba fácil pegar, pero no podíamos pasar caretas el Día del Estudiante. Es como festejar el 25 de Mayo sin escarapela, había dicho Alarma el día anterior. Dami volvió de mear y se quedó parado frente al banquito donde me había sentado a retroceder el casete con una birome. Ya sé a quién le podemos pegar, dijo. Yo lo miré y cuando escuché el nombre del Marito al principio no dije nada.
El Marito era hijo de gitanos. Me habían contado que una vez a la salida del boliche le había robado el cuchillo al panchero para apuñalar a alguien con el que tenía una bronca. Lo persiguió varias cuadras con el cuchillo del panchero en la mano pero no se sabía si al final lo había apuñalado o no. El panchero en cambio ese día tuvo que abrir como cien panchos con la mano. Otra vez lo vieron arrastrando por la banquina a un perro que había muerto atropellado en la ruta. Dicen que él y su familia se llevaban los perros muertos y los vendían para hacer rituales. El Marito es gitano, le dije a Dami. ¿Y? No sé… una vez lo vieron arrastrando un perro mue... ¿Se te ocurre una idea mejor?, me cortó. La verdad que no tenía una idea mejor. Y además, bueno, no teníamos mucho que hacer.
Fuimos por el Alto de la ciudad, mirando los edificios del centro desde arriba de la pendiente y pateando las últimas calles asfaltadas antes de encarar cuesta abajo y meternos en el barrio de los gitanos. En un recodo quisimos parar a fumar unas secas con las últimas migajas que nos quedaban. Dami sacó la pipa del bolsillo y yo abrí mi mochila para buscar el baguyo. Hurgué con la mano en el fondo y tanteé la bolsita amarilla con la punta de los dedos. La saqué pero pasó una ráfaga y la bolsita se voló.
A medida que nos metíamos en el barrio empezaban a multiplicarse los autos y las camionetas estacionadas con bidones encima del techo. En los patios de adelante había grupos de mujeres con pañuelos en la cabeza hablando a los gritos en un idioma que no conocíamos. Cuando pasábamos dejaban de conversar y nos clavaban la mirada a través de las rejas. Me empecé a inquietar. ¿Falta mucho?, le preguntaba a Dami. Es acá nomás, es acá nomás, me decía cada dos cuadras.
Seguimos pateando hasta llegar a una casa de un plan de viviendas. Las rejas cercaban un patio donde el césped había dejado de crecer hace rato. Adentro del patio había un dóberman con la cola recién cortada. Acá es, dijo Dami. El dóberman nos empezó a ladrar y se corrió la cortina de la ventana de abajo. Dami saludó con la mano y la cortina se volvió a cerrar.
Quién es Piro Jaramillo
♦ Nació en Alta Barda, Neuquén, en 1983.
♦ Es poeta y novelista.
♦ Es autor de Grunge, Piedra del águila y Villa Negra, entre otros.
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