Marzo de 2006. Se cumplen 30 años del último golpe de Estado en Argentina y 31 desde que Ana, la protagonista de Todo por volver a verte, partió de su Córdoba natal y cruzó el Atlántico para exiliarse en España.
En esta novela de la escritora y periodista argentina Florencia Vercellone, editada por El Ateneo, la protagonista regresa, a pedido de su hija, a su país de origen después de tres décadas de dejarlo atrás, con el fin de conocer a la familia de su yerno. Pero, a pesar de sus intentos por desentenderse de un pasado que todavía le duele, Ana descubrirá que todavía le tiene reservadas algunas sorpresas.
El regreso a su Córdoba natal hará que la narración vuelva, como la protagonista, a ese momento decisivo en su vida que fue su exilio y todos los motivos que la empujaron a huir de su país. Y es que Ana, una joven de familia adinerada con una madre controladora, se había enamorado de Juan, un muchacho en pleno ascenso dentro de una agrupación revolucionaria.
Atrapada entre la estructura rígida de una vida tradicional que representa su madre y la adrenalina de la revolución, Ana deberá no solo elegir qué camino tomar sino aprender a lidiar con todo lo que dejó atrás. Como dijo la novelista Gabriela Exilart: “Todo por volver a verte es una historia de pérdidas y desencuentros; pero también de esperanzas”.
Así empieza “Todo por volver a verte”
Marzo de 2006
Sentada en el asiento del avión, con su peinado apretado, su orgullo lustrado, su memoria domesticada, Ana no dejaba de pensar, una y otra vez, qué haría al llegar a Córdoba, aquella ciudad que tan lejos parecía desde hacía años, a la que recordaba como quien extraña la juventud, y que a veces –solo a veces–, confundía con un sueño mal soñado. Muchas noches la había añorado, sobre todo sus primaveras con olor a jazmín y la inconfundible cadencia de sus voces. Y si bien la ciudad que la cobijaba desde hacía décadas parecía robarle algunos colores, espacios y calles, ella recordaba, aunque ya no de manera tan presente, que no había nada en el mundo como aquella imagen de La Cañada con sol.
Inconscientemente, volvió a acomodarse en el asiento. “Estos aviones ya no son como los de antes”, se dijo, y buscando alguna posición cómoda entre el codo de su acompañante y la ventanilla, intentó dormirse. Sin embargo, la ansiedad que creía haber controlado con el bálsamo de tilo preparado antes de salir no la dejó ni siquiera mantener los ojos cerrados. En su cabeza proyectaba todo. Siempre había sido así.
Le entregaría a Olivia los regalos conseguidos, días antes de partir desde España, para sus futuros suegros. Matrimonio conservador si los había en Córdoba, según, claro, se lo había descripto su propia hija. Pero “qué podía saber ella de conservadurismo cordobés, si se crio por otros lados”, pensó.
Revisó nuevamente la cartera. Estaba todo. La agenda con el número de teléfono fijo y el domicilio de la casa de su prima, Clara; y los datos del hotel donde se hospedaría. “Por ahora, no necesito nada más”, se dijo.
Como no lograba dormirse, ni tampoco tranquilizarse, casi sin siquiera darse cuenta comenzó a sacar y poner los objetos de su enorme cartera. Un juego entretenido y sin sentido de mover objetos al azar que le servía cuando estaba aburrida y algo nerviosa. O ansiosa. En fin, un movimiento terapéutico que la apaciguaba en momentos de incertidumbre. Una y otra y otra vez agenda, desodorante, revista, peine, neceser, billetera, una revista, carpeta con documentos entraban y salían del bolso y en cada uno de los movimientos les acomodaba detalles, cerraba cierres y sacaba el poco polvillo que habían acumulado. Una y otra y otra vez. A la quinta o sexta, mientras metía la mano adivinando a través del tacto lo próximo que saldría, sacó un pequeño espejo.
“¿De dónde salió esto?”, se preguntó. Nunca había conseguido tener una relación sincera con ese objeto. De chica le había generado la misma sensación que un gran agujero negro en el que podría caer sin poder regresar. Como la Alicia de los cuentos, pero sin conejos ni finales felices, solo el infinito estar de ella misma en la mayor de las soledades. No es que se sorprendiera de su propio reflejo, sino más bien que no sabía qué mirar. O, en realidad, cada vez que se enfrentaba a su propia imagen podía ver solo lo que aún faltaba; aquellos vacíos que no se ven, pero uno siente. De todas formas, no podía evadir los espejos, también le servían para observar su aspecto, el que cuidaba incansablemente.
Sin embargo, en ese momento, en medio de ese avión, fue tan solo un instante el que tardó en sacarlo del bolso y ponerlo frente a ella.
No tuvo escapatoria. Se miró. Primero observó su cabello castaño. Tirante a causa del exagerado fijador que se había puesto para que el viaje no modificara su prolija presencia, y también por esa ajustada cola de caballo que le gustaba hacerse desde ya no sabía cuánto tiempo. Por suerte, el peinado seguía en su lugar. Después miró su respingada nariz, herencia de su madre, mujer a la que durante tanto tiempo odió, pero terminó por entender, cuando los años pasaron.
Quiso evadirlos, pero fueron sus ojos los que quisieron encontrarse con ella. ¿Quién era esa mujer que la miraba? ¿Qué estaba dispuesta a decirle? ¿Quién era ella? ¿Qué hacía subida a ese avión?
El cuerpo le tembló. Por primera vez era consciente de lo que estaba haciendo. Sintió tanto temor que deseó esfumarse como por arte de magia. Se empezó a incomodar, metió el espejo con bronca al lugar de donde nunca tendría que haber salido, y cuando creía que un vendaval de malos pensamientos comenzaría a asomar, una mirada se cruzó con ella.
—¡Qué incomodidad estos asientos!, ¿no? —le dijo una mujer vestida de manera elegante, que seguro había pasado los setenta y pico, con carácter altanero y aprendidos modales.
Por muchas ofertas, obsequios y promociones que aceptó durante el viaje y a pesar de que había podido dormir bastante durante la noche, el vuelo resultó ser el más espantoso en años, lo eta señora. Pensó, quizá, que los fantasmas que querían volver morían otra vez.
Por muchas ofertas, obsequios y promociones que aceptó durante el viaje y a pesar de que había podido dormir bastante durante la noche, el vuelo resultó ser el más espantoso en años, lo que provocó en Ana un enojo mezclado con angustia que hacía tiempo no experimentaba. Por eso, ni bien aterrizó en Córdoba agarró su abrigo negro, su bolso rojo y su agenda, y con mal gesto se bajó de la nave dispuesta a buscar su equipaje cuanto antes para salir del aeropuerto.
Una larga cola frente al lentísimo sistema de cintas con valijas la hizo agradecer la grandiosa idea de meter esa revista de moda en el bolso de mano, y en menos de un segundo empezó de atrás para delante, como era su costumbre, a hojear ese maravilloso compendio de páginas que no tienen mucho para decir. Se divirtió tan solo un momento, ya que esas revistas le parecían todas iguales y no tenía suficiente dinero para comprarse las últimas tendencias. Se dispersó mirando a su alrededor y no pudo evitar dejarse llevar por la melodía que silbaba un hombre parado detrás de ella. Sonaba a algo conocido, algo que seguramente había escuchado en algún momento y que le generaba una extraña sonrisa en la boca. No podía recordar ni el origen de la canción ni el momento en el que se enlazaba en su vida. “¿Era la canción que escuchaba cuando hacía dormir a Olivia de chica? —indagó— ¿O lo que tarareaba papá cuando yo era una niña?”.
No podía dilucidarlo, y cuanto más se esforzaba, más se frustraba y menos podía recodar en el mar de pensamientos que le venían a la cabeza. Era una melodía de jazz, de eso estaba segura, pero ¿por qué se sentía tan bien al escucharla?
De repente, su celular comenzó a sonar y la realidad la sacó de sus cavilaciones. Olivia, su hija, la causante del viaje desde el otro lado del océano hasta Córdoba, quería cerciorarse de que había llegado bien y le decía que la esperaba en la sala de arribos.
Quién es Florencia Vercellone
♦ Es periodista cultural, escritora, docente, bibliotecaria y tallerista.
♦ Se licenció en Comunicación Social por la Universidad Nacional de Córdoba.
♦ Realiza trabajos de producción, prensa, difusión y gestión cultural.
♦ Publicó los libros La cocina es puro cuento. Historias y recetas de la cultura piamontesa (2017) y La cocina es puro cuento. Historias y recetas de la cultura sirio-libanesa (2020).
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