Margarita García Robayo es una de las voces más eficaces y punzantes que tiene hoy Latinoamérica para hablar de la intimidad del pensamiento. Con su fina habilidad de mirar, la escritora colombiana de 42 años logra crear atmósferas de la vida cotidiana que no necesitan más que de su prosa para existir. Se anima a reflexionar sobre los contrastes internos que todos tenemos: se permite compartirnos sus pliegues morales, decir lo políticamente incorrecto, atentar contra lo establecido en cuanto a los vínculos.
En su nueva novela, La encomienda, su víctima es la “falacia del parentesco”: “El parentesco es un hilo invisible, toca imaginarlo todo el tiempo para recordar que está ahí”. ¿Estás obligado a amar a tu madre? ¿A mantener conversaciones periódicas pero vacías con una hermana? ¿Se debe dejar todo por un hijo?
Ya consagrada con El sonido de las olas, Primera persona y Tiempo muerto, acaba de sumar otra obra a su biblioteca, editada por Anagrama. Escribió esta novela de principio a fin en pandemia y está convencida de que el clima y la atmósfera que se genera tiene que ver con esas condiciones de escritura, según cuenta la autora a Infobae Leamos. “Habla del encierro sin hablar del encierro, es un encierro simbólico, la narradora no puede salir de su cabeza”, agrega García Robayo.
La premisa es simple, lo complejo viene después: la protagonista es colombiana y vive en la Argentina hace muchos años, el único vínculo activo que le queda con su país natal es a través de su hermana, quien le manda encomiendas cada vez más frecuentes. El conflicto comienza con la última caja que recibe: una bastante más grande de lo habitual, difícil de abrir. La presencia de ese envío en su casa va creciendo hasta tomar todo su living y sus pensamientos. ¿Qué pasa si llegan todos tu traumas, todas tus taras de crianza, y se apersonan? La narradora logra representar eso con la llegada inesperada de la madre: lo que no quiere ser, de lo que huyó, lo que quiere olvidar. Este personaje se hace lugar a través de alguna pequeña fisura en la realidad y enrarece la atmósfera de la historia.
La narradora acarrea un secreto y es demasiado intrigante acompañarla en esa semana (lo que dura el argumento), verla tratar de poner límites con el mundo exterior, intentando esconder o hasta incluso eliminar ese bagaje privado que se le escapa de las manos y que tiene que ver con la figura de su madre a la vez que con confirmar o descartar un embarazo. Con gran potencia narrativa en los silencios, imágenes precisas y sensaciones originales, la escritora nacida en Cartagena logró construir a la perfección un universo concreto y frágil, a punto de derrumbarse.
-Solés narrar en primera persona, muy cerca de un tono hiperrealista. Llama la atención el componente ‘fantasioso’ que tiene esta novela, en contraste con el resto de tu obra. Sos de Colombia, tierra del realismo mágico, ¿creés que hay una influencia de ese género?
-Mi intención fue escribir una novela psicológica más que fantasiosa. En todo caso es algo kafkiano, pasan cosas sin explicación. Pero cuando me dicen realismo mágico no puedo sentirme más que aludida, es algo que lo tengo completamente incorporado en el ADN, crecí con esas lecturas, con esa atmósfera del realismo mágico. Es probable que algo de todo eso se cuele en lo que escribo.
-En esta novela te llevás puesta “la falacia del parentesco”. La narradora lo describe como: “Ese lazo invisible que a veces parece un invento, a veces un abrazo tibio, a veces una camisa de fuerza”. Se dice que en tus textos solés “animarte” a romper con cierto deber ser. ¿Lo sentís así? ¿Creés que hay algo rupturista en tu obra o es el retrato de una era?
-Nunca he sentido que haya hecho algo rupturista. Desde que empecé a escribir -con más y menos conciencia- he querido subvertir las versiones de lo real. A mí me gusta pensar que la literatura está para subvertir mandatos y reglas. No siento que voy con una espada y que voy dando machetazos a las versiones instaladas, pero sí siento que, desde el mismo momento en el que quise sentarme a escribir, estaba esa intención implícita. Siempre quise que mi intervención no fuera complaciente, esa fue la pulsión de escritura.
-¿Hay algo de queja en tu escritura?
-Totalmente, la escritura para mí es ese lugar de queja, de protesta, de decir “no estoy contenta con eso que me pasa”, de violencia, de rabia. Por ahí pasa esa necesidad de poner en duda esas cosas que son medio incuestionables, como el vínculo entre una madre y una hija. La intención original de La encomienda siempre fue poner en conflicto esta idea: la de la filiación cómo excusa perfecta para determinar nuestras decisiones y nuestro destino.
-¿Tenés fantasmas a la hora de escribir?
-No, nunca me preocupó la mirada de otros frente a lo que escribía. Siempre tuve la claridad de que la escritura era un universo paralelo, mi vida va por un riel y la escritura va por el otro. No le tengo miedo al material que produzco en términos de literatura, más allá de que las narradoras se me parezcan, a veces más, a veces menos. En todo lo que hago siempre hay una mezcla entre ficción y no ficción, es muy difícil discernir, incluso para mí, qué es real y qué no.
-Tus narradoras suelen mostrar su faceta “vil”, “mala”. Retratás un contraste muy claro entre lo políticamente correcto y sus pensamientos cínicos, filosos. ¿Te juzgás a vos misma?
-Absolutamente. Creo que tenemos un lado oscuro, todo el tiempo estamos tratando de pisar la cabeza de la serpiente para que no salga. En la ficción uno tiende a extremar esos rasgos, en la realidad difícilmente haría un comentario tan cruel a alguien que quiero mucho. En eso consiste ser civilizado, tratar de que esa serpiente salga lo menos posible en la vida funcional. En la escritura me parece que vale la pena que todo ese veneno salga.
-“La intimidad entre dos personas está hecha de estos silencios, pensé. Hay otras cosas hechas de silencio: la confianza, los perfumes, la literatura”, dice la narradora. En el caso de esta novela, lo no dicho es protagónico. Hay mucho que la narradora calla, ¿te costó no revelar de más?
-Tal cual. Quise que lo más importante fuera lo no dicho, todo lo que está suspendido entre líneas. Pienso que las cosas explícitas o literales aniquilan toda intención literaria. En este caso quise que las sugerencias estuvieran en primer plano, que lo que se callara hiciera más ruido que aquello que se decía. Es la primera vez que me decido a hacer una novela de este tipo, volví a leer La Metamorfosis -amo a Kafka- porque no quería que lo que plantea el argumento pudiera resolverse con una sola hipótesis clara. Me interesaba sembrar la ambigüedad del pensamiento. Lo que pasa en la cabeza de uno nunca está del todo claro. Esto le pudo haber pasado o no a la narradora, pero no importa, no interesa. Lo que interesa es cómo la narradora no puede desprenderse de sus propios pensamientos y elucubraciones, de las cosas que le pasan adentro más que afuera.
-La narradora, exiliada, busca a conciencia alejarse, desaparecer, pero las circunstancias le exigen que materne: una gata, el hijo de una vecina, a su propia madre, un posible hijo. ¿La novela es una lucha entre alejarse y plantar raíces?
-Sí, totalmente. Me encanta esa lectura. En un punto mi propia maternidad me motivó a escribir esta novela. Dicho así suena como “otra novela de la maternidad”, pero no creo que sea exclusivamente de eso, aunque es un tema presente a lo largo del argumento. El principal conflicto que se plantea la narradora tiene que ver con el origen de esa construcción que describimos como “pertenecer”. ¿Dónde empieza y dónde termina una familia? ¿Cuándo empieza uno a sentirse parte de algo, llámese familia, sociedad, país? La narradora busca ese origen en el pasado y no lo encuentra, lo busca en el presente difuso, y tampoco, “¿dónde no busqué todavía?”, se pregunta. El comienzo de “ser parte” puede estar en el futuro.
-Buenos Aires tiene gran protagonismo como escenario, ¿hay algo puntualmente de Argentina que te inspire?
-Es la primera vez que en una ficción está Buenos Aires como escenario, para mí tiene que ver con haber estado acá en un momento tan particular como fue el encierro. Quería encontrarle una vuelta al tema de los vínculos y plantear una hipótesis posible: el comienzo de una historia propia puede situarse en el futuro. Buenos Aires para mí –simbólicamente- es el futuro, es el lugar en el que nacieron mis hijos, por ejemplo. Hasta ahora, casi todas mis ficciones han estado situadas en la niñez, en la juventud, en el pasado, en el origen. Me gustaba pensar en una historia cuyo punto de partida fuera no algo concreto e identificable, sino una posibilidad.
-Hay imágenes y sensaciones muy originales en el libro. Por ejemplo, la de la madre de la narradora habitada por una bandada de pájaros aleteando queriendo salir o la de alguien en una conversación que no le interesa con la cabeza sobresalida en un mar tibio mientras por debajo las piernas pegan patadas con violencia. ¿De dónde sacás inspiración para esas imagenes?
-Es una búsqueda constante, en algún momento uno se vuelve un scanner de absolutamente todo. Me vuelvo bastante insoportable. Me gusta mucho cazar imágenes, más que historias, situaciones o copiar personajes. Me gusta mucho la descripción muy precisa de los gestos, cuando uno no puede ver otra cosa que no sea ese gesto descrito. Tomo notas todo el tiempo. Hay momentos en los que me importa mucho más ver dónde meto esas imágenes que el argumento en sí mismo. Es una cacería constante.
Margarita García Robayo presentará La encomienda el jueves 29 de septiembre a las 18:30 horas en la librería Libros del Pasaje —Thames 1762 (CABA)—, en conversación con Jazmina Barrera.
“La Encomienda” (fragmento)
Cada vez que hablamos yo voy reforzando mis ideas sobre la falacia que propone el parentesco. Con cada llamada la teoría gana en espesor lo que pierde en claridad. Imagino mi cabeza hospedando lombrices largas que se dan golpes contra las paredes; que crecen despacio y desmesuradamente; que se enrollan en sí mismas para ocupar cada vez más lugar. Las he dejado estar ahí durante años, deseando que el tiempo les pase por encima y las aplaste. Pero el tiempo no ha sido más que un fermento. Un día las lombrices van a brotarme del cuero cabelludo como una medusa.
-... y unas cocaditas de las que te gustan- dice mi hermana como cierre de una enumeración a la que no estuve atenta. Es el inventario de la última encomienda que me preparó y que debe estar por llegar. De la anterior no pasó ni un mes, lo que me parece inusual, pero no quiero interrumpirla para preguntarle por qué tanta premura, porque la conversación se alargaría demasiado.
Mi teoría supone que la conciencia del vínculo basta para convencer a las personas de que el parentesco es un recurso inagotable; que alcanza para todo: unir destinos enfrentados, torcer voluntades, combatir deseos de rebelión, transformar mentiras en memorias y viceversa; o bien, sostener una conversación anodina. Pero no alcanza, al contrario. El parentesco es un hilo invisible, toca imaginarlo todo el tiempo para recordar que está ahí. Las últimas veces que vi a mi hermana me repetía a mí misma: «Somos hermanas, somos hermanas», como quien solo puede explicarse un hecho misterioso acudiendo a la fe.
Distinto es vivir con los parientes -eso pienso siempre que la veo a ella con su prole-, descubrirse todos los días en las caras y los gestos de otras personas que envejecen contigo y que reproducen como esporas tu información genética. Cuando mi hermana mira a su hijo mayor -idéntico a ella-, puedo ver la satisfacción -y el alivio- en sus ojos: viviré en tu cara para siempre. Quizá el entendimiento entre ellos tampoco sea tan simple ni automático, pero la aceptación llega más rápido.
Ahora mi hermana arruga la frente y desvía la mirada, lo que indica que está pensando en cómo llenar el bache en el que cayó la conversación. Esta es una instancia que me aterra. Lo que sigue es el vértigo, la caída en picada en la charla banal. Y yo no soy buena en eso. Soy mala, pero no porque me falte habilidad -puedo sostener larguísimas conversaciones banales con otros-, sino en el sentido de la vileza. El único antídoto que conozco contra la banalidad es la vileza. Nunca aprendí a ser compasiva con mi familia.
A veces siento que en mí viven dos personas, y que una de esas personas (la buena) controla a la segunda, pero a veces se cansa y baja la guardia y entonces la otra (la vil) se aparece sigilosa, con unas ganas locas de herir por gusto.
Quién es Margarita García Robayo
♦ Nació en Cartagena, Colombia, en 1980.
♦ Es escritora. En 2014 ganó el Premio Casa de las Américas por su obra Cosas peores.
♦ Entre 2010 y 2014 dirigió la Fundación Tomás Eloy Martínez.
♦ Es autora de Tiempo muerto, La encomienda y Las personas normales son muy raras, entre otros.
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