¿Cómo se erige, desde cero, una ciudad? ¿Qué impacto puede tener su edificación en el desarrollo paralelo y simultáneo de una grieta que dividirá al país y definirá, acaso para siempre, su curso?
En La ciudad de las ranas, editada por Planeta, el premiado escritor y periodista de investigación argentino Hugo Alconada Mon regresa con una novela histórica sobre la fundación de La Plata -ciudad en la que él mismo nació- a cargo de la Generación del 80. En el marco de una Argentina que, a fines del siglo XIX, oscilaba entre el orden y el colapso, la creación de una nueva capital reflejaba el deseo de una definitiva consolidación de la identidad política nacional.
En ese contexto, ya estaban presentes muchas de las dicotomías que aún hoy dificultan el desarrollo del país: civilización y barbarie, unitarios y federales, porteños y provincianos. En La ciudad de las ranas, los matices de esta dualidad irreconciliable son representados por Julio Argentino Roca, que había alcanzado la presidencia con solo 37 años, y Dardo Rocha, gobernador de Buenos Aires.
“Rocha todavía no había terminado de sujetar el bastón de gobernador y ya se había obsesionado con el sillón de Rivadavia. Estaba convencido de que a Roca, del interior, tenía que sucederlo en la presidencia un porteño, él. Pero ‘el Zorro’ no iba a permitirlo”, escribe Hugo Alconada Mon al comienzo de su nueva novela, La ciudad de las ranas, una clase de historia pero, además, de literatura.
Así empieza “La ciudad de las ranas”
Buenos Aires, 12 de junio de 1882
Se miraron como los amigos que no eran pero necesitaban ser.
—Permítame que le pregunte si no ha encontrado siempre en mí una cooperación decidida y una lealtad libre hasta de la sospecha en los momentos más difíciles.
Julio Roca se removió en el sillón, incómodo. Prefería afrontar la metralla de los cañones, los vientos patagónicos y la atropellada de caciques ansiosos por degollarlo antes que esas melosidades. Pero así eran los porteños con sus ardides, añagazas y veleidades.
—¡Claro que sí! Siempre y en todos los momentos he encontrado en usted un apoyo eficaz a mi gobierno y un amigo decidido. Lamento el incidente —replicó, y notó que sus palabras inyectaban los primeros signos de distensión en el rostro de Dardo Rocha—. Debe y puede usted contar con el presidente y el amigo para todo lo que sea ayudarlo.
Los había presentado Eduardo Wilde en octubre de 1871. Eran jóvenes pero cargaban ya con varias batallas militares y políticas sobre los hombros, y forjaron una sociedad de beneficios mutuos que por momentos pareció asemejarse a una amistad. Pero no pasó de parecerlo. Fueron y vinieron cientos de cartas y telegramas, cruzaron información sensible durante años y alimentaron los sueños compartidos de anexar la Banda Oriental del Uruguay al territorio argentino. Pero nunca orillaron, siquiera, la frontera del tuteo.
Roca había llegado a la presidencia con el apoyo de Rocha. Y este había alcanzado la gobernación de la provincia de Buenos Aires, la más poderosa del país, con el respaldo decisivo de aquel. Juntos habían sorteado zancadillas políticas, espionajes, amenazas, la rebelión armada de Carlos Tejedor y acusaciones varias de traición de sus propios seguidores. Pero sus caminos comenzaban a bifurcarse, aunque lo callaran por conveniencia. Rocha todavía no había terminado de sujetar el bastón de gobernador y ya se había obsesionado con el sillón de Rivadavia. Estaba convencido de que a Roca, del interior, tenía que sucederlo en la presidencia un porteño, él. Pero «el Zorro» no iba a permitirlo.
—Es usted un hombre de fe, de energía moral incontrastable y mi amigo. Jamás lo olvide —le insistió Roca, y apuró la copa de brandy Valdespino. De inmediato, se incorporó y esperó que lo imitara el dueño de casa, un hábito adquirido durante tantos años de liderazgo. General a los 31, presidente a los 37, mandar era lo suyo, incluso en solar ajeno.
En esta ocasión, se vio forzado a jugar de visitante. Uno de sus ministros, Manuel Pizarro, se había ido de boca contra el gobernador, sin medir los efectos de su lengua precoz. Y allí estaba él, al filo de la medianoche, decidido a restablecer puentes. Abnegación y cálculo, se repitió a sí mismo. Así había llegado a la presidencia. Así doblegaría a su anfitrión, al que definía como «capaz de todo» en sus cartas. «Siempre con sus aires clandestinos y haciéndose el sospechoso», lo fileteaba por escrito, aunque le reconocía que era «menos malo que los otros».
Rocha observó al conquistador del Desierto enfilar hacia la puerta, pero demoró un segundo más en ponerse de pie. «Esta es mi casa. Y la de mis padres. Y la de los padres de mis padres. No te equivoques, Zorro», se regodeó. «Aquí ordeno yo, como mandaré también en el país. Seré presidente, lo quieras o no».
—Me gustaría mostrarle las Lomas de la Ensenada, donde levantaremos la nueva capital de Buenos Aires —le dijo, al incorporarse—. ¿Cuándo me hará el honor de acompañarme en un recorrido especial? Sin su concurso, el éxito de esta obra magna que me he atrevido a afrontar sería muy dudoso.
A los amigos cerca, a los enemigos, más cerca aún, calibró el Zorro, deseoso de postergar la ruptura cuanto fuera posible. Ya habría tiempo para cobrarse la negativa a ceder los partidos bonaerenses de Belgrano y San José de Flores para robustecer la flamante Capital Federal.
—Mi querido amigo, cuente conmigo. Creo que este será el acto más trascendental de su gobierno y que con él contribuirá muy eficazmente al afianzamiento de las instituciones y a la consolidación de Buenos Aires como capital de la República. Iremos cuando usted lo disponga.
El edecán presidencial, Artemio Gramajo, se cuadró al verlos salir de la biblioteca y pasar junto al salón Carlos III, con sus tapices e impronta recargada. La esposa de Rocha, doña Paula, se había retirado a la planta alta con los hijos y casi todo el personal dormía hacía rato. Reinaba el silencio en el caserón de la calle Lavalle al 800.
—Estupendo. Haré que coordinen nuestras agendas. Si salimos en el tren expreso de las diez y media, podremos llegar a Punta Lara hacia el mediodía, y ahí subirnos al Decauville y almorzar en la estancia de los Iraola, donde montamos nuestra base de operaciones.
Estrecharon sus manos en la vereda, alumbrados apenas por una farola. El frío mutuo que sintieron no se debió al invierno.
Verona, 18 de septiembre de 1882
Primero fueron las agujas, luego el silencio y, de inmediato, el terror, envolviéndolo en la noche negra. «Voy a morir», asumió Íñigo Rocamora cuando el agua gélida que venía de las montañas le llegó al cuello.
Había sido un verano extravagante. Había nevado en las tierras altas, a principio de mes. Pero después sopló el viento del sudeste, cálido y constante, y derritió aquella nieve prematura.
Arreciaron las tormentas que durante nueve días con sus noches alimentaron el cauce del río Adige, que subió y subió, y arrastró todo a su paso.
Barrió con los molinos, aguas arriba.
Derribó el Puente Nuevo, después.
Y devoró la ciudad de Romeo y Julieta. Dos tercios de Verona quedaron bajo las aguas, en un abrazo letal.
Íñigo dormía cuando el primer cimbronazo sacudió su mundo.
—Mamma! —aulló en la oscuridad—. Mamma! ¿Dónde estás?
Su grito fue casi un llanto, a pesar de sus 18 años.
—Cocco! —solo la voz, escaleras abajo, llegó hasta él—. Quedate ahí.
Eso fue todo. Unos segundos después la casa colapsó, como tantas otras alrededor de la Piazza Isolo. Fue un derrumbe sucio, torpe, propio de una construcción que no pudo consigo misma y se desmoronó, agotada.
Junto a la ventana, Íñigo sintió que caía en un pozo. Soportó golpes en las costillas, en las piernas y en la cabeza, que lo atontaron. Luego llegaron las agujas. Pinchazos de hielo en todo el cuerpo.
«Agua», asimiló. «Estoy en el agua».
En medio de la confusión que siguió, y con el río mordiéndole la mandíbula, intentó moverse entre los escombros. Pero algo —¿una viga de madera?, ¿mampostería?— le apresaba el tobillo derecho. Forcejeó, hasta que el dolor lo detuvo.
—Mamma! Mamma!
Volvió a tirar de la pierna, aterrado. Percibió que las aguas heladas del Adige le entumecían los dedos. «Voy a morir», desesperó.
Hundió la cabeza y tanteó con las manos aquello que apresaba el tobillo. Tiró con todas sus fuerzas, con urgencia, hasta que sus pulmones parecieron estallar, obligándolo a emerger.
—Mamma! —gritó, pero la respuesta jamás llegó.
En la negrura, el bramido de la tormenta lo dominaba todo. Como si su madre, los vecinos, los caballos en el cobertizo cercano y hasta los perros hubieran desaparecido. Como si toda Verona hubiera muerto.
Volvió a sumergirse y tiró otra vez, desgarrando sus manos. Aulló y su desesperación mutó en borbotones, el pánico exacerbado. Pateó con la pierna izquierda lo que fuera que lo aprisionaba. Una, dos, tres veces. De pronto, algo debió ceder porque sintió un alivio en el tobillo. Mínimo, aunque suficiente. Temió desmayarse, pero no se detuvo.
Lo último que Íñigo recordaría de aquella noche, tiempo después, fue que liberarse, tantear a ciegas un lugar elevado entre los escombros y desmayarse ocurrió casi en un mismo acto.
Quién es Hugo Alconada Mon
♦ Nació en La Plata, Argentina, en 1974.
♦ Es abogado, escritor y periodista de investigación.
♦ Escribió libros como Los secretos de la valija: del caso Antonini Wilson a la petrodiplomacia de Hugo Chávez, Boudou-Ciccone y la máquina de hacer billetes y La raíz (de todos los males). Cómo el poder montó un sistema para la corrupción y la impunidad en la Argentina, entre otros.
♦ Recibió galardones como el Premio Cruz del Sur (2013), el Premio FOPEA por el mejor libro de investigación periodística (2015) y por periodismo de investigación nacional (2016), el Premio Santa Clara de Asís (2017) y el Premio Konex (2017).
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