El 10 de enero de 1973, mientras los habitantes de la ciudad santafesina de San Justo se refugiaban de una fuerte ola de calor a la hora de la siesta, se desató el tornado más intenso en la historia de Sudamérica. De categoría F5 en la Escala Fujita, la fugaz catástrofe natural dejó 50 muertos y más de 500 heridos.
Casi medio siglo más tarde, la escritora argentina Ana Moglia se inspiró en la historia de este tornado para darle forma a su nuevo libro, Después de la tormenta. Editada por Emecé, esta novela romántica es un viaje que comprende tres décadas y lleva al lector desde las plantaciones de yerba mate en Los apóstoles, Misiones a fines de 1940 hasta el ajetreado hospital de San Justo que se verá revolucionado tras el severo tornado.
Pero esta no es la única tormenta que inspiró el libro. La escritura de Después de la tormenta se llevó a cabo durante el tratamiento con quimioterapia al que la autora se debió someter después de que le diagnosticaran un cáncer. De la ficción a la realidad y viceversa, la literatura de Moglia se planta como un milagro que ilumina el camino apenas comienzan a disiparse los nubarrones más oscuros.
Así empieza “Después de la tormenta”
Hospital de San Justo, Santa Fe,
madrugada del 16 de enero de 1973
Estoy cansada y me duele demasiado el cuerpo. Mis ropas están rasgadas. ¿Qué fuerza brutal me hizo esto? Estoy tan sucia… entierro mis pies descalzos en el barro y la lluvia no cesa. Quiero descansar; no puedo luchar más contra esa bestia. ¡El viento es tan fuerte! Parece endemoniado. El cielo se cae. Todo se cae. El monstruo oscuro arrasa y nos quita la paz…
Mamá… papá… déjenme ir. No estén tristes; necesito descansar. ¡Les agradezco tanto! Hicieron mucho por mí, pero ya nadie tiene fuerzas contra esta águila arpía que nos sorprendió de repente. Yo no quería esto, no vine para vivir esto…
¡Aguarden! Ahora siento nostalgia de un perfume exquisito que me envuelve y no me deja ir. Es un aroma de mi infancia, es el aroma de mi casa… es el aroma de ustedes dos cuando me llevaban de la mano hasta… ¡Ah!, estoy exhausta y ya casi no puedo recordar pero ese aroma… ¿Adónde me lleva ese camino que recorríamos los tres, tomados de la mano? No puedo pensar, me duele el cuerpo. ¡Otra vez me invade! ¡Es el aroma de la yerba! Mamá, papá… ¡Eso es, caminamos hacia los cultivos de yerba! Pero yo quiero curar, yo vine a curar a las personas. No entiendo.
Estoy cansada y me duele demasiado el cuerpo, pero algo me retiene: siento una mano tibia sobre la mía; me sujeta, no me deja partir. Intento ver algún rostro; no puedo. Lucho para liberarme de ella porque necesito descansar. Me doy cuenta de que esa tibieza sobrevino al aroma de la yerba mate. ¡Se siente tan bien! ¡Me reconforta tanto! Me da calor en medio de la nada y me incita a despertar, más allá de mi cansancio. De pronto entiendo que no me puedo ir, que debo luchar… porque está en mi sangre seguir adelante.
1
Apóstoles, Territorio Nacional de Misiones
Establecimiento Los Lapachos,
anochecer del 14 de junio de 1947
Estaba fresco pero no tanto para impedir que Amparo y Rafael se sentaran en la galería de la casona, al menos unos minutos, a contemplar la hora nocturna. Mirar ese cielo, que para ellos era único en el planeta, era el bálsamo perfecto para paliar los contratiempos cotidianos.
Las estrellas, en las noches nítidas, parecían explotar en racimos y caer en picada sobre los cultivos de la yerba, que custodiaban la casa desde el horizonte y mantenían intacto el recuerdo de lo que Los Lapachos significaba en la memoria y en el corazón de Amparo Vennik y de Rafael Acuña.
Era junio y había arrancado la cosecha, y con ella la temporada más importante en el ciclo de la yerba por el volumen y la calidad de la materia prima. Rafael ya había recorrido en los días previos los yerbales con la intención de confirmar lo que ya presumía: las hojas habían alcanzado el color verde oscuro característico y su textura quebradiza indicaba que era el momento justo de la cosecha. Se comenzaba a ver el ir y venir de los tareferos que aparecían muy temprano, aún en la madrugada, rumbo hacia los yerbales con sus delantales, los guantes, las tijeras y los típicos serruchos curvos. Todo era manual en la cosecha, como en época de Pedro Vennik; sin embargo, esto no hacía más que reforzar el valor del trabajo y el esfuerzo y hacer que se añorase con el alma la hora del disfrute como lo vivían en ese momento Amparo, la primogénita de Pedro, y Rafael, el único hijo de Benicio Acuña, ahora esposo de esa hermosa mujer de la que había quedado prendado de niño cuando la había escuchado cantar en algunas de las aventuras que emprendían con los adultos.
Desde el secadero, el aroma característico a mate cocido, tan familiar, intenso y agradable para los habitantes de Los Lapachos comenzaría, en breve, a impregnar el ambiente cuando ingresaran las hojas de la yerba mate recién cosechadas y se iniciaran los procesos industriales.
—¿En qué piensas, Rafael? —preguntó Amparo cuando notó que su esposo contemplaba absorto el horizonte y con el brillo que tenía su mirada azul cuando algo escondía en su corazón.
—Cada vez que miro hacia los cultivos no puedo evitar pensar en tu padre y en el mío, Amparo. Pienso en la tenacidad de Pedro para construir esto que hoy tenemos y que es nuestro refugio, nuestro paraíso, nuestra vida… Pienso en la amistad que los unió y si alguien más en el mundo habrá sido bendecido con una semejante como la que tuvieron ellos, tan leal y sincera. Sabes bien que consideré a Pedro como un padre, él ayudó a mi madre a traerme a este mundo, aunque…
Amparo percibió en él un dejo de tristeza al recordar a su madre, la hermosa Panambi, quien no había podido soportar el alumbramiento. Por más que Pedro, que aquel día andaba de visita por los pagos de Benicio, hacia el este de Apóstoles, había hecho todo lo posible por salvarla; la guaraní no había resistido, dejando en la más absoluta desolación a su amado Benicio y a su hijo recién nacido Kuarahy, o Rafael, como también lo había bautizado Pedro a pedido de su amigo.
Rafael sonrió por un instante. Amparo lo miró y, como si estuviera sacando conclusiones, dijo:
—¡Tú eres, para mí, el descendiente de guaraní más bello que he conocido! ¡Mi guaraní de ojos azules!
—Estos ojos no son guaraníes, Amparo; los heredé de mi abuela polaca —aclaró Rafael señalando con el dedo índice a un lado y a otro de sus ojos.
—Ya lo sé. Sea lo que sea, tu tez cobriza, la oscuridad de tu cabello y el color de tus ojos son para mí una combinación letal —aseguró Amparo, buscando cobijo en los fuertes brazos de Kuarahy. Le costaba un poco encontrar una posición cómoda, ya que aguardaba dar a luz de un momento a otro.
—¡Si nos vieran ahora tu padre y el mío, Amparo!
—Pedro y Benicio nos ven todo el tiempo, Rafael; siento que son nuestros ángeles guardianes, los de todos nosotros aquí, en Los Lapachos.
Rafael suspiró y con honda pena agregó:
—Creo, a veces, que se fueron muy pronto, mi Amparo… demasiado pronto.
—Se fueron en su ley, Kuarahy; se fueron trabajando para traer el progreso a estas tierras —dijo ella haciendo alusión al motivo que había llevado a los dos amigos, años atrás, hacia una localidad vecina para tratar la formación de cooperativas con los modelos e ideas que habían traído los alemanes a Colonia Liebig, en Corrientes. De regreso a Apóstoles, un accidente se había cobrado la vida de ambos causando desolación en la familia Vennik, en Rafael Acuña y en las familias de todos los empleados del establecimiento Los Lapachos que con tanto amor y trabajo habían dado vida a los yerbales.
—Dejaron formadas las cooperativas con la ayuda de la gente de Colonia Liebig. ¡Era uno de los sueños de mi padre! —recordó Amparo. Bajó la cabeza y Rafael, de inmediato, se percató de que su voz se había quebrado, pero ella continuó—: No olvidaré jamás el instante en el que me avisaron que habían sufrido un accidente y que… ya no había más por hacer. Yo estaba en Buenos Aires por iniciar una gira en ese momento y no entendía nada. ¡Nada!
—Yo también extraño a mi padre, Amparo. Me dejó muy pronto. Él era todo para mí; me crio solo.
—Fue un golpe duro para todos, Kuarahy, y mi pobre abuela Janica, apenas si les sobrevivió unos meses. Creo que quiso ir pronto a encontrarse con su amado, mi abuelo Teodoro, y con su hijo.
—Así es, mi Amparo; aquella noche estábamos aquí mismo con tu madre recibiendo la noticia de boca del comisario Druke cuando tu abuela Janica se asomó desde de la casa, fuerte como un roble. Pedro cumplió su sueño y el de su padre, Teodoro. Todo ese amor que le dedicó a la yerba mate durante su vida quedó sellado en cada uno de nosotros. Y mi padre, Benicio, vivió feliz en este lugar, con todos ustedes; siempre los sintió su familia. Pedro, tu madre Ela, la abuela Janica… todos le brindaron cobijo en Los Lapachos cuando se quedó solo conmigo, apenas nacido.
Ellos dos resolvían cualquier embate juntos, ¡cualquier dificultad! Y durante los atardeceres, cuando llegaba la hora del mate, después de la agobiante jornada se sentaban aquí mismo a esperar la brisa fresca. Compartían unos mates con cedrón y flores de lavanda para «armonizar el espíritu», según creían ellos.
—¡Tú mismo les construiste estos sillones! —dijo Amparo, tocando la fuerte madera.
—Sí, le construí uno a mi padre pero, luego, cuando Pedro lo vio, ¡quiso uno también! —recordó con una sonrisa Rafael—. Creo que lo que tu padre quería era mantenerme ocupado así yo no te extrañaba tanto, mi guaina, entonces me encargaba cosas. Tú andabas por los grandes escenarios del mundo, cantando como los dioses, triunfando con tu don y yo… desgarrándome de dolor, culpándome por no haber hablado antes, por darme cuenta tarde de que te amaba con locura… Luego, cuando volviste, pensé que por mi culpa habías dejado lo que más amabas y para lo que te habías preparado toda la vida con la complicidad de Pedro, que siempre te dejó cumplir tus sueños, aun sabiendo que tu lugar, tarde o temprano, estaba aquí, en Los Lapachos, en medio de los cultivos de yerba mate.
—¡Shhhhh! —ordenó Amparo, cubriendo con su dedo los labios de Rafael—. ¿De qué te culpas? ¿Aún no entendiste que lo que realmente yo amaba no eran los escenarios, las óperas, París, Milán… sino a ti? Mi amigo niño, mi paciente jovencito que creció conmigo y me esperó en silencio hasta que un día se apareció en el Teatro Colón para decirme que me amaba —recordó con emoción—. Llegaban muchos ramos de flores en medio de los «bravo» y de los aplausos —continuó—, pero uno me impactó —confesó Amparo, con sus ojos iluminados—; era de rosas rojas y cuando leí la tarjeta… ¡Ah, Kuarahy, cuando leí la tarjeta! Algo me decía que estabas allí, en medio de la multitud. «Tienes una voz que traspasa este lugar»… Solo una persona me lo había dicho una vez: tú, Rafael, cuando fuimos al valle del este con Pedro y Benicio, ¿recuerdas? Éramos ya adolescentes y me escuchaste cantar; me miraste y tu expresión fue de éxtasis, de sorpresa, y en ese momento yo debí darme cuenta de que te amaba desde toda la vida, pero no lo supe hasta aquella noche en el Colón, después de muchos años.
Quién es Ana Moglia
♦ Nació en Entre Ríos, Argentina, pero reside en Río Cuarto, provincia de Córdoba.
♦ Es escritora, docente y directora.
♦ Es Licenciada en Ciencias de la Comunicación (Universidad Nacional de Río Cuarto), Magister en Didáctica y Promoción de la Lengua Italiana (Universidad de Venecia, Italia) y diplomada en Gestión de Emprendimientos por la Universidad Siglo XXI.
♦ Ha publicado, entre otros libros, Al otro lado del océano (2012), El jardín de los naranjos (2015), Promesa bajo la luna (2017) y Con los ojos cerrados (2018).
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