Ya hace un par de días puse a hacer el pastrón en su menjunje porque es lo que siempre me toca en LAS FIESTAS. Soy la que tomó la receta de mamá y la repite en cada celebración judía. Mi prima se ocupa del pescado, se ocupa de convocar para que la tradición siga existiendo. Pero el pastrón es mío.
Claro que si se compara con las mil recetas que dan vueltas en la red se verá que este pastrón, que ya es clásico en la familia, es inventado. Conserva, acá y allá cosas del original -se usa tapa de asado, se lo deja reposar- pero incluye ingredientes como ketchup que no he visto en ninguna parte. Tampoco es necesario marinarlo durante una semana. Aunque lo recuerda, este no es el pastrón que hacían los judíos rusos en el frío imperio sino el que podía cocinar, en la segunda mitad del siglo XX, una señora argentina con empleo, dos nenas para criar y la excelente carne argentina que no precisa una lucha cuerpo a cuerpo para ser blanda. Así que ketchup, mostaza, aceite y vinagre, ají molido, pimentón, miel –”o la mermelada que tengas”, según #madre- y si hay 12 horas para dejarlo estar, mejor. Se chupan los dedos, les juro.
Ese, el pastrón de nuestro tiempo y nuestra geografía, es el plato que lleva al festejo esta judía atea. Llevo el pastrón que recibí y modifiqué y voy con mi esposa.
Pero este año un rato antes de la famosa “primera estrella” tuvimos almuerzo en casa de nuestro hijo. Nadie es judío en la familia salvo yo pero, siguiendo la tradición, corté unas manzanas, preparé un tachito con miel y le metimos Rosh Hashaná -Año Nuevo, en hebreo- al asado del domingo. “Shana tová u metuká” (Año bueno y dulce) nos deseamos. Mi esposa, nuestros hijos, mi suegra correntina: Shaná tová y metuká.
¿Qué significa eso? ¿Qué significa mirarse a la cara con una rodajita de manzana untada con miel en un jardín del conurbano bonaerense? ¿Qué son estas palabras en hebreo con las que se habla de un comienzo que no tiene más realidad que el deseo mismo, porque un rato después y en la calle la vida sigue igual y el año posta empieza el 1° de enero? ¿Por qué estoy acá, al pie del carbón, hablando de esos diez días que se abren en Rosh Hashaná y que se llaman “los días terribles” porque, según el judaísmo, es el tiempo que Dios se toma para decidir quién vivirá y quién morirá en el año que empieza? ¿Por qué todo esto si ninguno de nosotros cree en Dios?
Me lo pregunto todos los años.
Lo más fácil sería hablarles a los que se sorprenden de que se pueda ser judía y atea. Bueno, sí: esta religión antigua está, también, ligada a un pueblo. A relaciones de sangre que quién sabe qué vueltas habrán dado con los milenios. Uno que nació judío y se crió como judío lo seguirá siendo pase lo que pase: Hitler lo sabía, por eso no importaba que te hubieras convertido a la religión que se te cantara y te mandaba a la cámara de gas igual.
¿Es eso? ¿La sangre es lo que tira? ¿Que soy judía como soy argentina, cómodamente y sin tener que demostrarle nada a nadie?
No sé. La verdad, no creo: ser judía y ser argentina también es saber que nadie ES de ninguna parte, que los hijos de mis bisabuelos turcos -los del otro lado- ya eran tangueros y chamuyaban al vesre pero varios de los nietos de esos tangueros viven en Italia o en cualquier lado, que se fueron con la manzanita con miel y el mate. Y que los próximos verán el Obelisco como una postal de un lugar remoto.
¿Entonces? ¿Qué es lo que me emociona cuando en esta familia a la que no me une una gota de sangre levantamos la manzanita como si fuera una copa y decimos “shaná tová”? Tal vez no sea el pasado lo que late en la vieja frase sino el futuro.
O, mejor: quizás sea la idea de que llego a este presente de asado y conurbano con mucho de lo que traían de allá lejos los bisabuelos que, en definitiva, eligieron estas pampas. Lo que sostuvieron los abuelos que estuvieron tan orgullosos del país en que vivían y donde habían trabajado, prosperado, donde habían sido libres.
La emoción de ese idioma antiguo, de llevar conmigo gestos que se repitieron en muchas geografías y en muchas épocas y de compartir eso con esta familia que hicimos con amor y con convicción. Con amor y con diferencias.
Rosh Hashaná, para los que no somos religiosos, es una oportunidad para pensar en lo que hicimos y en lo que queremos hacer. En dónde acertamos y en dónde metimos la pata. Un balance que ojalá sea compasivo con los demás pero, sobre todo, con nosotros mismos. Una chance para mirarse sin látigo y tratar de encontrar y seguir el propio deseo en una etapa nueva, que llamamos “el año que empieza”.
Todo eso cabe en la manzanita con miel. Y ahora me toca ser la abuela y que los chiquitos también lo sepan.
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