Así empieza la nueva novela de Claudia Piñeiro, “El tiempo de las moscas”

En la continuación de “Tuya”, Inés sale de la cárcel, cambió de apellido y está dispuesta a enfrentar el mundo de otra manera. A su lado, su amiga “la Manca”.

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Claudia Piñeiro y "El tiempo
Claudia Piñeiro y "El tiempo de las moscas".

Atención: en este fragmento inicial de El tiempo de las moscas aparecen datos vinculados a la novela que la antecede, Tuya. Quien no quiera enterarse de nada de lo que pasó en Tuya deberá pasarlo por alto.

A mi hija, a todas las hijas.

Un pasillo la conduce a otro. Cada tanto, Inés escucha que alguien la saluda, pero ella no mira, no se da vuelta, sólo levanta la mano a la altura de su cabeza y luego la baja. Repite ese mínimo gesto cada vez que escucha su nombre, intentando ser amable. Sospecha que si mirara podría quebrarse y no quiere que la última imagen que quede de ella en ese lugar sea esa: la de una mujer que llora. Prefiere que la recuerden como una mujer amable. Temprano, por la mañana, ya se despidió de la Manca. Y en el almuerzo volvieron a estar juntas, pero en silencio, porque todo lo que tenían para decirse lo habían dicho en privado, o no lo dirían, al menos por el momento: Inés, porque para poder decir algo hay que atreverse a pensarlo; la Manca, porque sabe que hay temas que a su amiga le asustan, y si hay algo que ella no quiere es asustarla.

Inés avanza escoltada por una agente penitenciaria a la que apenas conoce. A ella le habría gustado que hoy la acompañara otra, alguna de aquellas con las que compartió tantos años ahí dentro. Quince. El bolso que carga no llega a pesarle en el hombro. Regaló la mayoría de las pocas cosas que tenía. Siente que está a punto de nacer por tercera vez: la primera, cuando la parió su madre; la segunda, cuando mató a Charo o Tuya; la tercera, en cuanto se abra la puerta y esté libre. Una nace desnuda, así que para qué llevar nada, eso pensó cuando le dijeron que preparara sus cosas, cuando supo que se iba. Eso piensa ahora, una nace desnuda. La agente muestra los papeles de salida al llegar al punto que separa el adentro del afuera. Desde algún sitio, quien recibe la orden hace que el portón se abra automáticamente. Inés se queda contemplando la calle, que ya no recordaba, sin atreverse a reiniciar la marcha. Tiene la sensación de que el sol brilla más fuerte de ese otro lado, que para mirar —una vez que atraviese el portal— va a necesitar los anteojos oscuros que ya no usa. El sol adentro y afuera es el mismo, ella lo sabe, pero tampoco tiene dudas de que a partir de este momento le faltarán la sombra de los pabellones, el tumulto de las compañeras, el reparo de su propia celda a pesar de la humedad y del frío. Frunce el entrecejo, cierra apenas los ojos, a media asta, para enfrentar lo que viene.

La agente que la acompaña le dice “¡Suerte!”; Inés sabe que no es un deseo sincero, sino que —ante su aparente actitud indecisa— la está invitando a salir de una vez. Por fin, da los tres pasos necesarios para pasar de un lado al otro. Detrás de ella, el portón se cierra. Inés no lo ve porque no quiere darse vuelta, pero lo oye: el motor que pone en marcha el sistema, el recorrido sobre el eje de metal, el golpe cuando la hoja de la puerta hace tope con el marco, el sonido de los engranajes de la cerradura en el movimiento que ejecutan hasta acoplarse. Ese portón ya no puede abrirse; si ella girara sobre sus pasos, asustada, lastimada por un sol más intenso y quisiera abrirlo para pedir refugio, no lograría que la dejaran pasar. Si quisiera volver a entrar, ella lo sabe, debería equivocarse otra vez. ¿Se equivocó? Quince años después, no tiene una respuesta que la satisfaga.

A su espalda, ahora sólo hay silencio. Entonces, respira hondo, mira a un lado y a otro, se acomoda el bolso en el hombro. La calle está desierta; daría lo mismo que estuviera llena de gente. Lo sabe: está sola. La circunstancia no la decepciona, no pretendía que nadie fuera a esperarla, pero le confirma de manera brutal aquello que pensó cuando supo que saldría de allí: una vez más, Inés nace desnuda.

Un año después

Veo una mosca.

Una mosca que no existe, delante de mi ojo izquierdo. Y me gusta decirlo así, casi como una declaración de principios:

Yo, Inés Experey, veo una mosca.

Experey viene de “ex Pereyra”, claro. Ex de Ernesto Pereyra. Porque Pereyra ya no soy. Y por el apellido de soltera, Lamas, me llamaban las guardias ahí adentro; escucharlo me lleva directo a un tiempo pasado del que no reniego pero que (c’est fini) terminó. No soy Inés Lamas, el nombre con el que fui anotada cuando nací. Al principio, cuando me llamaban de ese modo, ni me daba cuenta de que se referían a mí, si hacía tantos años que no usaba aquel apellido, desde nuestro casamiento que no lo usaba, cuando lo pronunció el juez en el Registro Civil (Inés Lamas, ¿acepta por esposo a Ernesto Pereyra?). Con el tiempo me acostumbré, si me llamaban tenía que responder, aunque nunca me gustó (Lamas, ¿sos sorda vos o te entró una mosca también en la oreja?). Así que cuando estuve afuera, abandoné el Pereyra y el Lamas para siempre. Vida nueva, nombre nuevo.

El apellido que llevo ahora, Experey, lo elegí yo, si de todos modos cuando alguien te pregunta cómo te llamás no hace falta mostrar el documento. Me autopercibo Inés Experey. ¿Acaso no lo dicen con esa palabra? Autopercibir, el verbo en infinitivo. Lo vi en la tele. Yo soy una esponja, absorbo todo, aprendo de ver. Lo que me sirve lo tomo; lo que no, lo dejo. Y autopercibirme me sirve, así que lo tomo. ¿Por qué no? Capaz, hasta consigo que lo pongan tal cual en mi documento (Inés Experey, DNI 13555555), porque motivos para merecerlo no me faltan. A mucha gente le cambiaron el nombre o el género en el DNI. Quisiera el mismo trato. Yo también soy otra, no soy la misma, pasaron dieciséis años: quince adentro, uno afuera. Ahora llevo el cabello blanco, ya no me importa como antes si la belleza luce más en una cabeza rubia o en una morocha. “Típica cabeza argentina”, dije alguna vez. Y salió mal. Porque pensé chiquito. Ahora quiero pensar grande, pensar universal (think big). En el mundo entero se liberaron las canas y allá fui. Con un buen matizador, porque las canas amarillas, duras como alambre, no me gustan nada. Matizador gris suave, el oscuro las vira al violeta y entonces son peores que en su versión original. Cambié de la coronilla a la punta de los pies. Quince años adentro y uno en mi nueva casa, pequeña, modesta, muy distinta a la que compartía con Ernesto, pero toda mía, nada de bien ganancial. Si yo hoy fuera la misma que era antes, sería una catástrofe, no habría aprendido nada. Y aprendí, ya lo creo que aprendí. Tuve que reinventarme y renombrarme. Inés Experey no está nada mal, me recuerda quién fui y a la vez lo expulsa (¡fuera de acá, Ernesto Pereyra!). Y a ella también (¡fuera Charo!).

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