“alejandra alejandra/ debajo estoy yo/ alejandra” (‘solo un nombre’) escribe Flora, ‘Blímele’ Pizarnik, en su segundo libro La última inocencia, de 1956, bajo la firma de Alejandra Pizarnik. Un nombre y un apellido que aún hoy trasciende las fronteras de la literatura y la poesía argentina a 50 años de su muerte, que se cumplen este domingo.
Nació en Avellaneda en 1936 y murió tras una sobredosis del somnífero Seconal, el 25 de septiembre de 1972. Publicó en vida ocho poemarios: de La tierra más ajena (1955) a El infierno musical (1971). Su obra estuvo signada desde un principio, con apenas 19 años, por las lecturas del simbolismo, el existencialismo y el surrealismo francés. Esto último sucedió gracias a su mentor y amigo Juan Jacobo Bajarlía, a través de quien conocería a intelectuales y artistas vinculados a las vanguardias del Río de la Plata como Aldo Pellegrini, Oliverio Girondo, Norah Lange, Juan Battle Planas, Enrique Pichon Riviere, Olga Orozco y Enrique Molina. A ellos se sumarían se sumarían luego, durante su estadía en París entre 1960 y 1964, Aurora Bernárdez, Julio Cortázar, Blanca Varela, Octavio Paz y otros más.
Pero Alejandra Pizarnik les imprimió a estas influencias un carácter único. Desde un principio construyó entre ella misma y su escritura- una búsqueda existencial explicitada en sus diarios- lo que César Aira llama en su poesía “subjetividad exacerbada”. Es un gesto que toma de los poetas malditos Arthur Rimbaud y el Conde de Lautréamont, de quienes los surrealistas reivindicaban la unión de vida y obra ya en su primer Manifiesto de 1924.
Fue construyendo así un estilo propio -gracias a los recursos de la escritura automática, las metáforas inesperadas y las imágenes oníricas- afín a esta vanguardia que tanto apreciaba. Edificó con ellos un lirismo abismal donde el yo está muchas veces desdoblado, herencia de los profetas hebreos y de los místicos españoles. Entonces, adaptó su poética a una tierra sin dios, de la posguerra mundial europea, junto con una forma concisa y al mismo tiempo dramática en su propia voz: “Ningún maestro espiritual, ninguna palabra consoladora venida de afuera” (Diarios, París, 19 de diciembre de 1964)
Aquí encontramos la poesía de Pizarnik más auténtica, más citada y más leída. Una poesía que nos habla y nos encanta por su brevedad y ritmo, por su sintaxis despojada, casi de epitafio, agónica: “un golpe del alba en las flores/ me abandona ebria de nada y de luz lila/ ebria de inmovilidad y de certeza” (’27′, El árbol de Diana, 1962) o “La muerte siempre al lado. Escucho su decir/ Solo me oigo” (‘Silencios’, Los trabajos y las noches, 1965).
Porque aquí está la mujer-poeta. La Alejandra Pizarnik que, en su sexualidad abierta, libre e inquietante para su época, cercana a la niña eterna y perdida de su querida Alicia del ‘país de las maravillas’, con su vida de desdichas y una muerte tan temprana, sigue atrayendo sin cesar a jóvenes lectoras y lectores hacia su poesía que, a pesar del paso del tiempo, no parece vaya a envejecer ni a callar.
La última inocencia
Partir
en cuerpo y alma
partir.
Partir
deshacerse de las miradas
piedras opresoras
que duermen en la garganta.
He de partir
no más inercia bajo el sol
no más sangre anonadada
no más formar fila para no morir.
He de partir.
Pero arremete ¡viajera!
(de La última inocencia, 1956)
23
una mirada desde la alcantarilla
puede ser una visión del mundo
la rebelión consiste en mirar una rosa
hasta pulverizarse los ojos
(de El árbol de Diana, 1962)
En la otra madrugada
Veo crecer hasta mis ojos figuras de silencio y
Desesperadas. Escucho grises, densas voces en el anti-
guo lugar del corazón.
Escrito en El escorial
te llamo
igual que antaño la amiga al amigo
en pequeñas canciones
miedosas del alba
(de Extracción de la piedra de la locura, 1968)
Cold in hand blues
y qué es lo que vas a decir
voy a decir solamente algo
y qué es lo que vas a hacer
voy a ocultarme en el lenguaje
y por qué
tengo miedo
(de El infierno musical, 1971)
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