Hitler en la mesita de luz de mis amigos

“Mi lucha” estaba en la casa de unos conocidos. Se justificaron, pero ahí lo tenían. Eso disparó ideas: ¿hasta dónde llega la crueldad con los otros? ¿Qué tan débil es la democracia? ¿La idea de “empatía” no termina llevando a la injusticia? Y finalmente: ¿cómo seguimos?

"Mi lucha". El libro del líder nazi. (Andreas Rentz/Getty Images)

1. En la casa de unos conocidos estaba Mi lucha en la mesita de luz. Era la casa de personas queridas y amables. Me acordé de Karl Ove Knausgard en Fin: cuenta que cuando él lo leyó cambió la portada para atreverse a leerlo en el avión. Transcribió largos fragmentos en su propio libro, obligó a sus lectores, a mí, a leer a Hitler. Leer algo prohibido genera una relación peculiar con la culpa: es como estar en una orgía sin ser responsable de haberla iniciado. Algo así respondieron mis amigos al preguntarles por el libro: “venía con la casa, los dueños anteriores no se llevaron los libros”. Como sea, ¿se puede dejar a Hitler en la mesita? Ese mismo fin de semana, en la sección “Sociedad” del diario El Mercurio, apareció un homenaje a Hermann Göring. Tratado como una socialité, la reseña hablaba de su infancia, su mujer, su ciudad favorita y claro, por supuesto menciona que, además, fue un criminal nazi. Pensé: si esto fuera una película sería una señal.

Michaël Foessel en su libro Recaídas se pregunta cómo se pasa de una democracia al fascismo. Dice: en tiempos de crisis generalizada como en 1938 (y hoy) se empieza a hablar de la debilidad de la democracia, como si fuera una preparación para su abandono. Comienza a parecer aceptable la violencia y el autoritarismo, la mentira y la deshonestidad intelectual. Se trata de un proceso: unas palabras que se trivializan, unos grafitis en las murallas, noticias insistentes en los medios, la minimización de ciertas ideas que van corriendo límites.

Pensé también: puede ocurrir que el desplazamiento de un significado, leve primero, luego banalizado, lleve a que, desavisada, devengas judía o palestina o venezolana o enemiga. Nombres que nunca te definieron.

“Comienza a parecer aceptable la violencia y el autoritarismo, la mentira y la deshonestidad intelectual”

* Walter Benjamin, 20 de marzo, 1933. Le cuenta a Scholem que prácticamente todas las editoriales le han devuelto los manuscritos. Piensa que entonces debería dejar el país. “Alemania se ha convertido en el país en el que, al mirar a cualquiera, los ojos se fijan en las solapas de la chaqueta, prefiriendo no mirar a nadie a la cara”.

* Walter Benjamin, 7 de junio, 1939. Escribe a Steffin: “Escucha esto: la Sociedad Vienesa del Gas ha suspendido el servicio de gas a los judíos. […] a pesar de ser los mayores consumidores, no pagaban la factura. Los judíos utilizaban el gas principalmente con el objeto de suicidarse”.

2. ¿Qué viene después de quemar un cochecito de bebé?, preguntó alguien en Facebook tras el desalojo de migrantes en la plaza Brasil de Iquique en 2021, que terminó con una turba quemando las cosas que estos dejaban atrás. Cuando en 1933 le cuentan a Freud que los nazis quemaban sus libros, respondió: “¡Cuánto ha avanzado el mundo! En la Edad Media me hubieran quemado a mí. Ahora se conforman con quemar mis libros”. Freud murió en 1939, no alcanzó a enterarse de que se cumplió lo que Heine había escrito cien años antes: “Ahí donde queman libros se terminan quemando también personas”. Según un amigo, el hombre que tiró el coche apareció hablando en la tele, estaba “mal, arrepentido”. No sé si es solo un rumor, pero recordé la banalidad del mal: ni un nazi es un nazi; aunque existen los monstruos, no es necesario ser uno para hacer cosas monstruosas.

“La crueldad no es un arrebato sino una pedagogía”

3. ¿Qué puede llevar a recaer en la barbarie? Lejos de un retorno a “nuestra naturaleza”, la barbarie muchas veces es producida por situaciones que nada tienen de natural, pero que se convierten en cataclismos. Desde luego, la crisis migratoria es un buen ejemplo. Pero también hay imágenes a las que estamos menos acostumbrados, como cuando la barbarie ocurre en el mundo rico. La estafa del Fyre Festival fue la de un evento promocionado como VIP en una isla del Caribe, pero que no contaba con nada de lo que ofrecía, ni siquiera agua. Varios miles de jóvenes terminaron varados en un infierno del que no tenían cómo salir; irrumpió la locura y la violencia para acaparar algo de comida y papel higiénico. Como escribe Santiago Alba Rico: en situaciones como esas, no se es ni de derecha ni de izquierda. Con suerte queda algo de humano. La tarea política, como mínimo, debería tener el propósito de frenar al modelo de progreso cuando toma la forma de una estafa: cuando destruye los medios de vida. Y así evitar que terminemos matándonos por un poco de agua o tirando coches de bebé al fuego. No nos volvemos necesariamente buenos, pero sí tenemos la posibilidad de ser mejores personas cuando no estamos en peligro.

4. Es una definición arbitraria, pero diré que la indecencia es la falta de conflicto con el límite de nuestra finitud. Por un lado, frente al exceso de la presencia de muerte, como en los casos citados; y, por el otro, su reverso: la negación de todo límite. Cuando la muerte es una verdad rotunda sin esperanza, las vidas pueden volverse intensas, suicidas e irrelevantes, como la del guerrero de pandilla. Desde el otro lado, cuando se niega, porque se tiene dinero, juventud o locura, la muerte retorna desfigurada como desecho de lo negado: en la enfermedad, el accidente, la precarización.

La indecencia es una distancia problemática con lo finito –muy cerca o muy lejos– que impide hacerse cargo de lo que eso implica. No basta de ninguna manera con acusar a otros de indecencia (aunque haya que hacerlo muchas veces). No es necesaria una moral superior para ir contra la catástrofe de la indecencia. Por el contrario, una moral puede ser una lógica cruel: define quién es parte o no del grupo, del pueblo o del color elegido; tal acuerdo quita el derecho a oponer un pensamiento, básicamente porque su lógica impide que algunos puedan responder como personas y no como una categoría.

La crueldad moral no siempre es una violencia evidente. La crueldad no es un arrebato sino una pedagogía. Una moral se forma, dice Jean Carles Mélich, tomando al gran pedagogo que fue Sade en su moral, con al menos tres procesos: la instalación de un lenguaje, un exhibicionismo que debe dejar todo a la vista (para que nada haga resistencia) y desaprender la compasión. Por eso, mejor aspirar, como la llamó George Orwell, a una “decencia común”, que al menos recuerde que somos mortales. Si se asumen las consecuencias de ello, ya es suficientemente humano para empezar.

5. Hoy se habla mucho de empatía. Diría que casi se ha vuelto un santo y seña para decir que se está del lado de los buenos y se nombra como si fuese un toque mágico para resolver la crisis política. En psicoanálisis existe una advertencia: “Cuidado con comprender demasiado”, porque a veces puede ser señal de que no estamos entendiendo nada. Si bien la empatía es indispensable para la comprensión emocional que permite vincularnos, desde el punto de vista político su exacerbación como fundamento puede llevar a la injusticia, incluso a la crueldad, pues la empatía es prejuiciosa, y básicamente se experimenta frente a lo que nos resulta imaginable y familiar. Hanna Arendt pensaba que si bien las solidaridades y comunidades sentimentales agrandan el mundo desde el punto de vista de un grupo, no lo hace necesariamente para la política, puesto que los sentimientos no alcanzan para todos, no por cierto para el adversario político. Y está bien que así sea.

Susan Sontag argumentaba que en política intensificar los sentimientos solo inflama las ideas previas, no lleva al cambio. Llama a esta vía “el romance occidental con la impotencia”, pues reclama que su efectividad política es baja. Las batallas del sentir traen polarizaciones y ánimos fascistoides. Creo que hoy oscilamos entre la desafección –ese desdén como actitud, tan propio de la descreencia posmoderna– y la intensidad emocional. Lo que queda sin lugar es el campo de lo que nos concierne y nos resulta conflictivo, ambivalente.

La pregunta a la empatía es: ¿se puede amar al prójimo fuera de la medida de sí mismo?

6. La empatía parece no alcanzar contra el mal del racismo; irracional y paranoide dada su estructura lógica: el narcisismo que lo constituye obliga a crear enemigos. Sobre las condiciones ideales para la emergencia del racismo siempre latente, en El malestar en la cultura Freud escribió a comienzos de los años treinta algo inquietante: la cultura estaría amenazada por la miseria psicológica de la masa, asentada en la identificación mimetizada (que necesita siempre de un chivo expiatorio para la ilusión de unidad) y favorecida por dirigentes que estarían lejos de lograr “la significación que les corresponde”.

Esta falla de “los dirigentes” puede entenderse concretamente como líderes que polarizan, pero también nombra algo más simbólico: el fracaso de un tercer término –el pacto, la política, lo común– que dé lugar a la pluralidad. Sin lugar a la diferencia, los conflictos pueden tomar la forma del “narcisismo de las pequeñas diferencias” (no por ello de odios más pequeños): del racismo, de la radicalización. Actitudes que pueden venir de un desplazamiento de la frustración, el sufrimiento y el miedo cuando no encuentran lenguaje para el consuelo.

Cuando no hay recursos psíquicos (individuales y colectivos) para hacer algo frente al miedo, recursos para simbolizar la frustración, ya sea a través del lenguaje o la vida política, queda el resentimiento y la victimización; la que, por cierto, va cambiando de bando al igual que la venganza. Son actitudes que no buscan hacer mundo sino que paralizan, destruyen la salud mental y democrática. Su expresión política es la venganza, a veces delegada en líderes que no ofrecen esperanza ni protección social como proyecto de vida en común, sino que responden a la angustia con ofertas securitarias, estrechando el mundo (un consuelo tan mediocre como las pastillas para el dolor existencial); otras veces, con violencias como cortocircuitos: si no hay esperanza para mí, mejor que no la haya para nadie.

Este es el nuevo malestar en la cultura. Pero no debemos olvidar que el ser humano puede salir de la repetición. La condición humana no es solo orientarnos hacia la decadencia y la muerte, sino también la posibilidad de un nuevo comienzo. Pero para ello requerimos serenidad: un tiempo necesario para generar las condiciones de posibilidad del pensamiento creativo. Cosa que no es tan fácil cuando el tiempo apurado, como se dice, es dinero: time is money; ni cuando se toma por inteligencia a la estupidez de los discursos que cierran con fórmulas infatuadas.

Quema de libros durante el nazismo (Wikipedia)

7. En tiempos de crisis y desconsuelo aparecen discursos que de frente o de manera oblicua dicen que la democracia es débil. Empujan a cosas que sí la debilitan: el sentimentalismo, el nihilismo, los ideales securitarios. Pero como escribe Michael Foessel, es posible lo contrario: reivindicar la fragilidad propia de la democracia. Su fragilidad es que carece de fundamento; más bien su base es el desacuerdo que la constituye y ese es, a la vez, su motor y su horizonte. La democracia no se realiza nunca por fin, sino que cada vez, en cada acto. En ese sentido es como el amor: como bien saben los amantes, debe demostrarse y actualizarse todo el tiempo.

8. Creo que para aspirar a la justicia no hace falta la empatía, no es necesario sentir como el otro para defender su existencia. Anne Dufourmantelle escribe sobre la gentileza o la dulzura como algo que, lejos de su versión infantiloide y azucarada, es una potencia muy seria a la hora de esquivar la injusticia. Se puede encontrar en los griegos –cuyos valores estaban más ligados al heroísmo y la justicia que a lo sentimental– bajo la forma de la clemencia y la cortesía que interrumpen el goce guerrero y la venganza. Cuando Príamo le pide a Aquiles el cuerpo de Héctor, su hijo asesinado, Aquiles no solo pide que laven el cuerpo y lo devuelvan al padre, sino que accede a suspender momentáneamente la batalla para que lo lleven de vuelta a Troya. Sin sentimentalismo, su acto armoniza con el coraje, dice Dufourmantelle. Yo le llamaría decencia. El acto mínimo es: devolver los cuerpos.

9. Creo que la decencia es la bisagra de lo personal y lo político. Es un código que, si bien se puede “sentir”, es posibilitado por un pacto social –un lenguaje– que proteja de la fragilidad de la vida y dé lugar a la pluralidad. Mientras que la moral como un deber de asumir sacrificial o heroicamente los costos del progreso (que puede tomar la cara de derecha o de izquierda), es precisamente eso: una moral. Como todas, cruel.

Carabineros desalojan a migrantes que acampan en la plaza Brasil en la ciudad de Iquique, ubicada a unos 1700 kilometros al norte de Santiago de Chile en 2021. (EFE/Lucas Aguayo)

Como dice una amiga: libido y decencia es lo que hay que defender. Le encuentro razón, una ciudad sin deseo es un lugar mecánico, donde se estudia cómo amar, pero se olvidan los muertos. Y una ciudad indecente, en la que el deseo y la libertad no se reconocen como cosas que nos anudan a otros, sino que pueden tomar la forma de cortocircuitos, como autos de carrera sin frenos. Y puede suceder que sus habitantes, que pensaban que iban en un transatlántico, de pronto se vean en un catastrófico fracaso moral, matándose por un pedazo de madera para flotar en la mitad del mar.

10. ¿Cómo se termina una columna? El filósofo Sergio Rojas dice que cuando una columna o una conferencia hacen un diagnóstico crítico, para finalizar se pegan un salto cuántico; se dicen cosas como: “Debemos hacer esto”, “hay que salvar esto otro”, como formas de cerrar con buenas palabras, como si fuese posible cerrar... Pero es justo en ese salto que se encuentra el problema: lo impensable, aquello que supera muchas veces nuestras categorías de pensamiento. ¿Qué queda? Justo ahí, un esfuerzo más, recogerse en el lenguaje para inventarlo una vez más. No para cerrar nada, sino, - en esto, con Rojas -: para seguir con el problema.

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